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20 de agosto de 2017

DANTE Y LA DIVINA COMEDIA:La simetría en la Divina Comedia

El Paraíso y la beatitud
En el Paraíso, el Empíreo es la única y verdadera sede de los bienaventu­rados. Pero, para que el ingenio hu­mano del poeta comprenda en forma sensible los diversos méritos, se le muestra a las almas poblando los primero siete Cielos, luego el Triunfo de Cristo y la Coronación de la Vir­gen, en el octavo (Estrellas Fijas), y, finalmente, en el noveno (Primer Mó­vil), las Jerarquías Angélicas y la Unidad y Trinidad de Dios.
Cada Cielo es movido por un orden angélico, según la jerarquía teológica, e influye sobre las criaturas de la Tierra, de acuerdo con la ciencia as­trológica. A cada uno de los diez Cie­los, incluyendo el Empíreo, corres­ponde una de las diez disciplinas del saber medieval, ordenadas según las particiones del Trivium, del Quadrivium y de la Filosofía.



La simetría en la Divina Comedia
La arquitectura de los tres reinos responde a un ordenamiento simé­trico en el que dominan los números 3 y 9 (simbólicamente conectados con la Trinidad) y el 10, símbolo de la perfección de origen pitagórico (v. Convivio, II, 15): tres son los cán­ticos; el metro es el terceto encade­nado; cada reino es tripartito en su división fundamental; los cantos de cada cántico son treintitrés (el pri­mero del Infierno debe considerarse como una introducción general) y por lo tanto el número total de los cantos propiamente dichos es de noventa y nueve , mientras que el total del Poema consta de cien (cuadrado de diez).
 El Infierno está dividido en diez partes (una oscura campiña y nueve círculos), en diez el Purgatorio (campiña, cuesta, siete terrazas y Pa­raíso Terrenal), y en diez el Paraíso (los nueve cielos y el Empíreo). Sobre el mismo eje se hallan: Dios, en el centro del Empíreo; Lucifer, en el centro de la Tierra; el árbol del Bien y del Mal, en el centro del Pa­raíso terrenal; Jerusalén, en el centro del hemisferio de las tierras, etc.
La simetría llega a tal punto que el canto VI del Infierno expone los acontecimientos políticos de Floren­cia; el VI del Purgatorio los de Italia, y el VI del Paraíso narra la historia del Imperio: paulatina, ampliación de la perspectiva política a medida que crecen —acercándose a Dios— la po­tencia intelectual y el sentimiento de hermandad universal del peregrino. Los tres cánticos terminan con la pa­labra estrellas, y el número de los versos de cada una es casi igual. Esta euritmia, este freno del arte a la fantasía que el poeta se impone a sí mismo y a su obra, constituye la armonía y proporción formales de la Divina Comedia.
Dante y la Divina Comedia: Estado anímico del peregrino a través del viaje
En el Infierno, la encendida pasión del poeta —que se conforma con su en­torno— tiene ocasión de desahogar sus iras y desdenes de hombre em­banderado en las luchas mundanas, como cuando escucha los presagios del florentino Ciacco sobre la derrota de los güelfos blancos (VI, 37) o disputa con el gibelino Farinata degli Uberti acerca de la batalla de Monta-per ti (X, 22) o cuando se encarniza con el traidor Bocea degli Abati (XXXII, 97).
A veces la piedad vibra en el ánimo de Dante, en los episo­dios de Francesca de Rimini (V, 73), Pier della Vigna (XIII, 31) o del con­de Ugolino (XXXIII, 1), pero, en ge­neral lo domina el desprecio por "aquellos que mueren en la ira de Dios". Otras veces el rencor por las injustas ofensas recibidas en el mun­do lo vuelve casi feroz, como cuando se deleita al presenciar y propiciar el tormento de Filippo Argenti (VIII, 31) o condena proféticamente a Bo­nifacio VIII, todavía vivo, a la eter­na pena prevista para los papas simoníacos (XIX, 76).
En el Purgatorio, el poeta-protago­nista participa en mayor medida de la vida espiritual de las almas. El dolor que corrige sin exasperar y en­camina hacia la excelsa meta, lo in­clinan a esas meditaciones filosóficas que se multiplicarán en el Paraíso, hasta prevalecer sobre la acción dra­mática. Además, no es un simple visitante, sino que allí comienza su propia expiación, y así lo demuestran las siete P y su pasaje entre las lla­mas de los lujuriosos.
En el Paraíso, Dante contempla con­movido el confortante espectáculo del premio de los justos, quienes más padecieron la maldad del mundo. Los espíritus de los elegidos de todos los tiempos lo acogen fraternalmente y su ser, volando de cielo en cielo, se libera paulatinamente de las falacias humanas. Así, cuando su antepasado, el mártir Cacciaguida, le confirma la profecía del destierro (XVII, 46), el poeta recibe el duro golpe con noble y calma dignidad y no desea para sus conciudadanos más que el equitativo castigo por su injusticia. Luego con­templa la Tierra, tan lejana y minús­cula —ese "cantero  que nos vuelven tan feroces"— con un infinito sentimiento de piedad.

Sin embargo, aun entre los fulgores de la beatitud, no comparte el morboso desprecio de tantos ascetas y no puede ocultar la profunda nostalgia de la patria. Brota entonces de los versos la ingenua y conmovedora esperanza en un hon­roso regreso a su Florencia natal, donde los agradecidos conciudadanos habrán de ofrecerle la corona poéti­ca en el "hermoso" baptisterio de San Juan, como premio a su talento de artista y a su intachable conducta ci­vil (XXV, 1). Sabemos que ello nunca ocurrió y que Dante hubo de morir en el destierro.

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