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18 de agosto de 2017

KAFKA: REALIDAD Y ABSURDO


KAFKA: REALIDAD Y ABSURDO





ÍNDICE

LA CRISIS DE LA CULTURA BURGUESA

· KAFKA: VIDA Y LITERATURA

· LA OBRA DE KAFKA

· Diarios: una relación con la literatura

· 1912: "La condena" y "La metamorfosis"

· América ¿una novela de aprendizaje?

· La justicia: El proceso y "La colonia penitenciaria"

· Algunos cuentos: distancias y laberintos

· "El castillo"

· NOTAS Y ARTÍCULOS COMPLEMENTARIOS_

· Praga, ciudad dividida

· La literatura en la Praga de Kafka

· Carta a mi padre

· Kafka y el judaísmo

· Una interpretación de Maurice Blanchot

· Bibliografìa



1.LA CRISIS DE LA CULTURA BURGUESA 

 En 1880 mueren Gustave Flaubert y George Eliot; dos años más tarde, en 1882 nacen James Joyce y Virginia Woolf; un año después, Franz Kafka. Estas fechas, aparentemente casuales, no lo son si se considera qué es lo que nace y lo que muere junto con esos nombres. 

A partir de 1914, el siglo XX asiste a una guerra mundial de crueldad y proyecciones antes desconocidas. Las burguesías nacionales también presencian con horror el na¬cimiento del socialismo, mientras que el capitalismo de libre competencia debe transformarse, para subsistir, en los imperialismos que terminan de dividirse el mundo e inauguran, por la concentración de la producción, los recursos y los mercados, la etapa monopólica. Europa adquiere nueva fisonomía política y su cultura entra consecuente¬mente en crisis. El positivismo reformista contempla la destrucción de su orden. Por su parte, el absolutismo monárquico entra en franca etapa de retroceso después de 1920, cediendo su lugar a las experiencias fascistas. Ya no hay espacio histórico para las visiones del mundo integrales con las que se regocijaba la burguesía en su etapa de apogeo y seguridad en el poder. Paralelo a la pérdida de la seguridad positivista y de su optimismo presente en las fórmulas de reemplazo del socialismo utópico, se produce la destrucción de una conciencia cultural unívoca. A partir de entonces la literatura comienza a ser pensada en función de una desconfianza explícita hacia las formas de lo que se llamó el gran realismo del siglo XIX. 

Frente a una realidad cuestionada históricamente por la revolución rusa y la primera guerra, la tradicional fe en la palabra entra en crisis, junto con las formas de percepción y organización, ahora ya ingenuas, del realismo. Con Marcel Proust culmina la novela psicológica y a la vez comienza su destrucción. Con Joyce y Virginia Woolf (también con Henry James) nuevos procedimientos textuales —articulados a partir del buceo en el fluir de la conciencia y del tiempo subjetivo— fundan la literatura del siglo XX, donde la polisemia y la ambigüedad, superando la precisión realista del detalle, expresan una diferente posición del escritor frente a las posibilidades de la palabra. A partir de entonces, toda interpretación debe desplazarse hacia el problema del sentido, ya que la nueva literatura comienza por cuestionar los modos tradicionales de significación y representación. Ya es imposible la existencia de una sola lectura del texto; las lecturas son múltiples y no se convalidan solo en su relación con la realidad, ya que esta relación tampoco es única. Se ha inaugurado una forma de producción textual que empieza por problematizar la escritura, considerando que ya no es absoluta y certeramente confiable. En consecuencia se desconfía también de cualquier realidad que se presente como sólida, cuando la experiencia la constata fracturada y caótica. En este replanteo total de las bases del conocimiento y la práctica debe ubicarse la obra y la vida de Franz Kafka. 


2-KAFKA: VIDA Y LITERATURA

"…El mundo prodigioso que tengo en la cabeza. Pero ¿cómo liberarme y liberarlo sin destrozarme? Y prefe­riría mil veces destrozarlo antes que retenerlo o enterrarlo dentro de mí. Que para eso estoy aquí, me parece evidente." (Diarios, 21 de junio de 1913.) Kafka escribía esto a los 30 años. Sin embargo, la angustiosa lu­cha por la creación es el signo a partir del cual puede llegar a extenderse su vida entera: la clave reside en las rela­ciones entre existencia y escritura, es decir en los nudos insolubles donde toda su potencialidad literaria entraba en supuesta contradicción —contradic­ción vivenciada— con las posibilidades vitales. Esta oposición, imposible de superar en la realidad y solo abolida en parte en la literatura, desgarra el centro mismo de cualquier intento unificador: Kafka habita en la zona de fractura donde es posible ser checo, alemán y judío; donde el tiempo y la cotidianidad se convierten en enemi­gos; donde, finalmente, la guerra "na­cida sobre todo de una espantosa falta de imaginación" no haría sino confir­mar la arbitrariedad terrible de un mundo que la obra kafkiana ya había descripto.
Kafka, cuyo conocimiento de este uni­verso quebrado por la violencia y la  arbitrariedad es previo a la explicitación del caos histórico, intenta en la escritura de sus Diarios y su Corres­pondencia el análisis minucioso, casi obsesivo, del problema que lo acosa: la identidad, la culpa y el juicio, la re­lación con el "deber ser" vital, con lo "natural" de las experiencias del mun­do y los otros. Entre los otros, uno es de primordial importancia: el padre. Definir una relación con el padre, Hermann Kafka, implicaba definirla con el mundo: esa fue una de las metas que persiguió desde la adolescencia hasta su muerte.
Kafka, nacido en Praga en 1883, reco­noció siempre en sí mismo los elemen­tos conflictivos de sus dos herencias, la de los Kafka y la materna de los Löwy. A su padre, una personalidad vital, arbitraria, extrovertida y muchas veces cruel, seguro de sí mismo y de lo que había logrado con su propio esfuerzo en la vida, a menudo vulgar, y para Kafka niño siempre enorme, hermoso y magnífico, se contrapone la imagen de la madre, Julie Löwy, de quien Kafka cree recibir una tradición de piedad y sabiduría judaicas, a tra­vés de los abuelos profundamente co­nocedores de la ciencia rabínica. Cuan­do esta herencia mítica debe definirse, Kafka la expresa así: "sensibilidad, sentido de la justicia, desasosiego", como balance de los Löwy; "energía vital, gusto por los negocios y volun­tad de conquista", como rasgos de los Kafka.
Si bien los testimonios de Max Brod, los documentos conocidos sobre las dos familias e incluso declaraciones de puño y letra de Julie Löwy, coinci­den con esa caracterización, puede pensarse también que existió en Kafka un nivel de elaboración casi literaria de sus condicionamientos vitales: así el desequilibrio y la fractura de sus he­rencias diversas son repetidos ejes significativos en sus Diarios, especie de oposiciones semánticas dentro de las que Kafka irá definiendo sus con­flictos.
Estas contradictorias relacio­nes familiares aparecen homologadas en parte con la situación que se le im­pone a Kafka frente a Praga. Uno de sus biógrafos, Klaus Wagenbach, sos­tiene al respecto: "Kafka nacería... precisamente en el límite de estos dos barrios (el del proletariado provin­ciano checo-judío, donde había vivido su padre, y el de la burguesía judío-alemana, de donde provenía su ma­dre), como si hubiera que aportar una prueba más de la diversidad de sus orígenes, la cual le distinguiría al mis­mo tiempo de los otros escritores de la escuela de Praga: era el único que hablaba y escribía checo casi sin fal­tas y el único que nació en plena ciu­dad vieja, en el límite con la judería, que todavía en aquella época formaba una unidad arquitectónica. Nunca per­dió Kafka los estrechos límites que lo unían con el pueblo checo; nunca ol­vidó la atmósfera de su juventud".
 En esta ciudad, una de las más mis­teriosas y bellas de Europa, memora­ble por sus edificios barrocos y sus plazas, transcurre casi toda la vida de Kafka, condicionada por su origen burgués, judío y su adscripción a la cultura alemana que, por entonces, el poder imperial austríaco imponía sobre el nacionalismo checo. La asistencia de Kafka al Liceo Ale­mán, el instituto más severo y tam­bién más retrógrado de Praga, se defi­ne por una serie de temores e insegu­ridades.
La inseguridad y la culpa estructuran siempre sus relaciones su­cesivas con los representantes simbó­licos o concretos de la autoridad:"... persistía en la convicción de que ese año no aprobaría los exámenes y que en ese caso no pasaría al curso si­guiente, y que si después de todo lo conseguía mediante algún engaño, fra­casaría en los exámenes definitivos al final de mi carrera, y que indudable­mente, en el momento más inespera­do, sorprendería de una vez por todas a mis padres, adormecidos por mi pro­greso aparentemente regular, así como al resto del mundo, con la revelación de alguna increíble ineptitud" (Diarios, recuerdos anotodos en 2 de ene­ro de 1912).
Su educación padeció de las carencias tradicionales: el acento puesto sobre la cultura clásica, la in­mersión en el universo grecolatino a través de estériles memorizaciones. Kafka, años más tarde, acusó el des­arraigo de una educación de este tipo: nada había conocido acerca de la cul­tura judía, que probablemente le hu­biera significado un principio elemen­tal de identificación. En 1901, año en que termina el bachi­llerato, Kafka es un solitario, ávido de comunicación y amistad. En el mo­mento de la decisión vocacional, su pa­dre se opone a que siga cursos de alemán en Munich. En consecuencia, Kafka elige y comienza la carrera de derecho en Praga. Se suponía obliga­do a elegir una carrera que le asegu­rara una relativa independencia eco­nómica de la esfera paterna. Sin em­bargo, éste es el comienzo de un error que signó el resto de sus perspectivas vitales. En 1906 termina su doctorado. Ya antes había conocido a Max Brod —durante una conferencia pronuncia­da por éste sobre "Schopenhauer y Nietzsche", en una asociación de estu­diantes de carácter liberal, es decir ni nacionalista antisemita ni sionista, que Kafka frecuentaba. Por entonces Brod lo define como una "mezcla de deses­peranza y voluntad constructiva", a lo que agrega, como rasgos sobresa­lientes, el humor y la precisión consciente, meticulosa, acuciada por un constante esfuerzo de probidad y jus­ticia. También durante esos años de comienzos de siglo Kafka profundiza su relación con un ex condiscípulo del Liceo, Oskar Pollak, y conoce a Franz Werfel. Lee a Goethe, Hebbel, Grillparzer, Kleist y Flaubert y conserva celosamente el secreto de su propia literatura.
En 1907, después de un año de prácti­ca forense, Kafka comienza a trabajar en la compañía Assicurazioni Generali, como auxiliar administrativo: sufre una verdadera pesadilla de horarios e imposiciones. En 1908, pasa a la Com­pañía de Seguros por Accidentes de Trabajo, vinculada con la administra­ción imperial. Permanecerá allí hasta 1922 cuando se jubila. Comienza entonces a padecer la obse­sión por el tiempo que puede dedicar a la literatura. En 1910 escribe en su Diario: "Si no me libero de la oficina estoy simplemente perdido: esto es para mí una verdad de claridad meri­diana; sólo se trata de mantener, mien­tras pueda, la cabeza erguida para no ahorcarme. Hasta qué punto será di­fícil, la cantidad de energías que me absorberá, lo demuestra desde ya el hecho de que hoy no haya podido cumplir con mi nueva resolución de escri­bir desde las 8 hasta las 11, de que en este momento ni siquiera lo considere un desastre tan grande, y de que sólo escriba rápidamente estas pocas líneas para poder ir a acostarme". Esta es una de sus batallas más dolorosas, "una espantosa doble vida, que proba­blemente, no tenga otra vía de escape que la locura" (19 de febrero de 1911). Sus Diarios de esos años repiten el mismo argumento: la vida cotidiana es un engranaje maléfico y compresi­vo contra el cual Kafka intenta una in­dependencia que no logrará jamás. Re­gistra los días en que no ha podido escribir y busca, en vano, la afirma­ción de su libertad personal; en parte su familia, especialmente su padre, lo acosa son obligaciones menores, con responsabilidades burguesas —super­visión de ciertos negocios y luego, al comenzar la guerra, de la fábrica de su cuñado— que Kafka se ve obligado a asumir.
 Esta oposición cotidianidad-literatura será muy pronto reafirmada; en 1912 conoce en casa de Max Brod a Felice Bauer, joven berlinesa con la que se comprometerá en 1914. Antes, en 1913, aparece Contemplación, cole­cción de fragmentos en prosa; ya en septiembre de 1912 había escrito uno de sus relatos importantes, "La conde­na" y en noviembre y diciembre "La metamorfosis". También publica en 1913 "El fogonero", primer capítulo de su novela América. Luego, en 1915 apa­rece "La metamorfosis" y en 1916 "La condena".
Todas estas circunstancias externas lo empujan hacia resoluciones que Kafka tarda años en adoptar. La correspon­dencia con su novia, Felice, y las ano­taciones de sus Diarios reflejan un mismo núcleo obsesivo: piensa que es imposible conjugar la felicidad matri­monial y sentimental sin mutilar sus posibilidades literarias. "Necesito es­tar mucho tiempo solo. Todo lo que he producido es simplemente un pro­ducto de la soledad. Odio todo lo que no se relacione con la literatura; me aburre seguir una conversación (aun cuando se relacione con la literatura), me aburre hacer visitas,  las penas y las alegrías de mis parientes me abu­rren hasta el fondo del alma. Las con­versaciones me roban la importancia, la seriedad, la verdad de todo lo que pienso (21 de julio de 1913).
El proceso de sus dos compromisos y rupturas con Felice Bauer es a la vez el proceso de una decisión en la que Kafka no logra superar la dicotomía entre vida y literatura (muchas veces piensa, y se apoya, en la similar situa­ción vivida por Flaubert). Este con­flicto lo desgasta física y psíquicamen­te: en 1917 se le diagnostica la tuber­culosis que terminará con su vida. Rompe entonces con Felice Bauer y pasa una temporada en la pequeña propiedad que su hermana Ottla admi­nistra en Zürau. Kafka se ve acosado por la culpa y las imágenes del tribunal se reiteran en sus Diarios; todo es­to se traduce en una "destrucción sis­temática de todas sus posibilidades vitales".
Sin embargo en 1919 aparece "La co­lonia penitenciaria" y como en un nuevo intento de superar su viejo con­flicto vuelve a comprometerse, esta vez con Julie Wohryzek. También le exige un doloroso esfuerzo el proyecto de rectificar las relaciones con su pa­dre, quien hasta ese momento se había opuesto sistemáticamente a todas sus actividades, incluso a su matrimonio, mientras que había contemplado con hostilidad e indiferencia su vida literaria.
Resultado de este esfuerzo es Carta a mi padre, escrita para que fue­ra efectivamente leída por aquél, pero que nunca llegó a sus manos. Es un texto torturado y complejo, en el que se entrecruzan el deseo explícito de aclarar ciertas cosas "que pueden ha­cernos más fácil el vivir y el morir", con un análisis cruel de la esencia de la relación mutua: la culpa, la humilla­ción, el tormento de lo repetido, el complejo de inferioridad frente a una imagen paterna magnificada.
Ni su nuevo compromiso ni el intento de explicación con su padre tuvieron un desenlace positivo. En 1920 rompe su compromiso. Pasa largas temporadas fuera de Praga. Comienza su corres­pondencia con la escritora checa Milena Jesenská, a la que llegará a amar, quizás porque intuía a esa relación como imposible. En octubre de 1921 Kafka hace depositaría a Milena de todos los cuadernos de sus Diarios, hecho que puede dar la clave de la profundidad de su entrega. Por entonces, entre 1921 y 1922 escri­be El castillo, "Un artista del hambre" e "Investigaciones de un perro". Lucha contra la enfermedad que define co­mo su "capitulación definitiva"; sin embargo, en 1923 comienza para Kafka una etapa de relativa plenitud vital: conoce, en la playa de Müritz, a Dora Diamant, joven judía perteneciente a una considerada familia jasídica.
Kaf­ka aprendía hebreo y se había ido vin­culando más profundamente con la cultura judía. La relación con Dora lo arraiga aún más en esa tradición y le proporciona su más feliz experiencia vital, en la que supera la vieja dicoto­mía entre vida y literatura. Kafka mis­mo afirma qué "ha superado sus de­monios", y despierta en un gran deseo de felicidad en lo cotidiano. Vive en Berlín con Dora desde septiembre de 1923, sufriendo todas las privaciones y racionamientos de la inflación de posguerra. Sus cartas de entonces son las más felices que ha escrito. Sin em­bargo su estado empeora constante­mente y en mayo de 1924 Dora lo acompaña a Praga y de allí al sanato­rio de Kierling donde muere el 3 de junio de ese año. Ya en 1923 había es­crito: "Los terribles períodos de estos últimos tiempos, innumerables, casi ininterrumpidos. Paseos, noches, días; incapaz de nada, excepto sufrir".

3- LA OBRA DE KAFKA


Diarios: una relación con la literatura


         Max Brod, el gran amigo y albacea li­terario de Kafka, publica en 1950 los Diarios. Según el Postfacio que le per­tenece, ha omitido pasajes y anota­ciones que le parecieron "demasiado íntimos, y también, algunas críticas demasiado acerbas sobre ciertas per­sonas, que evidentemente Kafka no destinaba a la publicación".
 Estos Dia­rios comprenden 13 cuadernos de for­mato en cuarto, además de los tres diarios de viaje (1911 a Friedland y Reinchenberger; 1911 a Lugano, París y Erlenlach; 1912 a Weimar y Jungborn); se han publicado además los cuadernos azules en octavo, que, a di­ferencia de los Diarios, no se refieren a la experiencia autobiográfica sino que más bien registran ideas litera­rias, aforismos y fragmentos de narra­ciones —material también presente en los cuadernos en cuarto. También han sido publicadas las Cartas a Milena y parte de su correspondencia con Fe­lice.
Todo este material puede ser conside­rado, desde un punto de vista estruc­tural, como perteneciente a la integri­dad de los textos kafkianos —aparte de su oscuro y a veces contradictorio testimonio biográfico, así como su in­dudable valor psicológico—. Semánti­camente hay ciertos significados cons­tantes y reiterados, que se agrupan al­rededor de un eje fundamental: la literatura y las posibilidades de la es­critura. Estos textos representan el análisis obsesivo de los caminos de la literatura, incluso de la escritura co­mo sistema sustituto de la realidad: "Cuando se hizo evidente en mi orga­nismo que la literatura era la posibi­lidad más productiva de mi ser, todo se encaminó en esa dirección, y dejó vacías aquellas aptitudes que corres­pondían a las alegrías del sexo, de la comida, de la bebida, de la reflexión filosófica y sobre todo de la música. Me atrofié en todas esas direcciones" (3 de enero de 1912). Aparece, con cla­ridad, el nivel desde el cual Kafka identifica su tarea: su literatura será la justificación fundamental que podrá presentar ante ese tribunal que constantemente lo asedia con su imagen. Y sin embargo, es esta misma literatu­ra la que Kafka ordena reiteradamente destruir, primero a Max Brod y luego a Dora Diamant, quien en presencia del mismo Kafka accede a quemar va­rios manuscritos.
Kafka comprende y se apoya constan­temente en su necesidad de producir textos; lo devora la angustia del tiem­po y se tortura durante los períodos en que no escribe; y pese a todo, teme a su literatura, comprende su peligro­sidad, se destruye al construir con la palabra: "Me es cada día más doloroso escribir. Es comprensible. Cada pala­bra, retorcida en manos de los espíri­tus (...) se convierte en una lanza dirigida hacia el que habla" (12 de ju­nio de 1923).
Sucede que, como sus propios textos de ficción, todo texto kafkiano es una red compleja de signi­ficados complementarios: así la litera­tura puede ser a la vez un instrumen­to de salvación o de condena y, por tanto, Kafka piensa que debe ser sal­vada y destruida. También la palabra escrita es lo que puede lavar la culpa aclarar la situación —como lo in­tenta en Cartas a mi padre— pero a la vez provocar nuevas culpas, confun­diéndolo todo. De esta ambigüedad propia de la escritura Kafka es absolu­tamente consiente y da prueba de ello en sus Diarios, donde propone, por ejemplo, claves diversas e incluso opuestas para algunos de sus relatos. Estos conceptos no unívocos acerca de la función y el significado de la escri­tura suponen la misma desconfianza hacia las posibilidades normales o na­turales de significar, ya imposibles en un mundo donde la belle époque había concluido en la gran guerra, quebran­do para siempre la oportunidad de existencia de una conciencia uniatria, clásica o romántica, sobre la literatu­ra y la realidad.
Un universo fracturado torna imposi­ble la persistencia de los modos lite­rarios del gran realismo del siglo XIX. La burguesía atravesaba una de sus grandes crisis que culminaría en 1929. Agréguese a esto la situación peculiar de Kafka, judío en un medio donde avanzaba el antisemitismo; desarraiga­do hasta más allá de los 30 años de las tradiciones judías, sobre las que se habían impuesto la lengua y la cultura alemanas; habitante de una ciudad como Praga, escindida entre el nacio­nalismo checo y la dominación aus­tríaca .Todos estos elementos no hacen sino confirmar el análisis que el mismo Kafka intenta cada vez que se aproxi­ma a su literatura: ya no hay seguri­dades posibles; el texto es a la vez una necesidad de salvación y una condena irremisible. No hace falta calificar esta posición como profética de las próxi­mas décadas del siglo; para compren­derla basta referirse a una realidad común que invade y transforma la lite­ratura de todo el período.

4-1912: "La condena" y "La metamorfosis"


Hacia fines de 1912, después de cono­cer a Felice Bauer, Kafka crea estos dos relatos. En ambos se plantea el problema de las relaciones con una au­toridad impuesta, la familia o el padre. Tanto Georg Bendemann como Grego­rio Samsa son víctimas necesarias; ambos deben morir pues su culpa no puede ser definida en concreto sino más bien como relación necesaria en­tre un hombre (un hijo) y la autori­dad superior (un padre, por ejemplo): en la naturaleza de esta relación está la culpa, ya que toda relación con lo superior supone una especie de pecado original irremisible; la autoridad siem­pre acusa porque es éste su sentido, tanto histórico como alegórico: en la acusación reside su poder mítico (el poder mítico de la sociedad burguesa) y su posibilidad de dominio (estable­cido a través de las ideologías religio­sas o las diferentes éticas).
Cuando Georg Bendemann ("La con­dena") visita a su padre, su buena vo­luntad, su ternura y cariño, los repro­ches que se hace a sí mismo, son un anticipo de su culpa. Georg la desco­noce, su padre casi no se la aclara, sin embargo la culpa es algo a lo que está existencialmente adscripto y de lo que no podrá escapar. Su tribunal en­gañoso —como el de El proceso—: su padre, un anciano sólo aparentemente indefenso se transforma de pronto en fiscal y juez. Es inútil que Georg asu­ma su defensa, ya que, aunque en apa­riencia sólo es "un niño inocente" su padre le descubre una naturaleza ma­ligna, "más en el fondo todavía, un ser diabólico". Su condena será la muerte ya que toda falta es irremisible. El nú­cleo de la culpa está constituido por un vacío de significados concretos, cu­ya ausencia es cubierta por acusaciones inciertas o falsas. Lo principal no es en realidad la transgresión sino la cul­pa como estado subjetivo y, a la vez, imposición externa. Es la culpa la que debe ser castigada, más que el delito, puesto que el delito podría ser objeti­vamente definido y esa objetividad ad­mitiría la posibilidad de una defensa; en cambio la culpa es indemostrable y por tanto el veredicto establecido a partir de ella resulta inapelable.
En "La metamorfosis" Gregorio Sam­sa padece una condena antes de cono­cer la raíz de su culpa ("Una mañana, al despertar Gregorio Samsa tras un sueño agitado, encontróse convertido en un gigantesco insecto"). La irracio­nalidad autoritaria no se limitará a aniquilarlo sino que previamente desea arrebatarle su naturaleza humana (en ese sentido conviene recordar un rela­to como "Informe para una acade­mia", donde la transformación se pro­duce a la inversa pero equivale igual­mente a una violación y despojo de la identidad: el mono que a través del adiestramiento se convierte en un pro­yecto monstruoso de ser humano).
El relato, en el caso de "La metamorfo­sis", apunta a dos núcleos significati­vos: por un lado la "suprema autori­dad" (destino, dios, sistema irracio­nal) está en el origen de la transforma­ción que Gregorio jamás había desea­do, aunque quizás sí la hubiera deseado Kafka como medio de separación res­pecto de la realidad concreta; por otro lado, está el sentido mismo del cam­bio: ya no sólo se impone la aniquila­ción, como a Georg Bendemann, sino también la pérdida de la identidad an­terior: ahora es otro. Y ese otro es un extraño, por lo tanto un enemigo, a quien se le niega toda comunicación humana; su familia se avergüenza de él, su querida hermana deja, al poco tiempo, de cuidarlo, su padre le arro­ja manzanas cuando intenta abandonar su encierro; una de esas manzanas se le incrusta en el lomo y se pudre, constituyendo el primer anuncio explí­cito de la muerte que se aproxima.

Tanto Georg Bendemann como Grego­rio Samsa aceptan la decisión de sus respectivas muertes y se ofrecen como instrumentos voluntarios de las mis­mas: Georg arrojándose al río donde perecerá ahogado, Gregorio decidién­dose a morir. Ambos han internalizado la decisión omnímoda cuyo significado se les escapa mientras que su inevitabilidad les parece evidente. El veredic­to que sobre ellos se ha pronunciado es natural y no absurdo, por lo tanto no se proponen una defensa. Sus muertes constituyen una aceptación pasiva e ignorante de sus destinos: son margi­nados cuya existencia no ha tenido otro sentido ni otra condición que la llegada de ese desenlace. Evitarlo, en­tonces sería quitarle sentido a sus an­teriores historias personales.

5-América ¿una novela de aprendizaje?


         Durante 1912, aparte de "La condena" y "La metamorfosis", Kafka termina siete capítulos de su novela América. Un año más tarde, "El fogonero", su primer capítulo, es publicado en forma independiente.  Curiosamente, Kafka intenta establecer una especie de coar­tada al declarar que su novela tenía a Dickens como modelo: en realidad parece más bien postularse como el América, más que asumir un modelo opuesto, el contraejemplo, de la nove­la de aprendizaje romántica. Aun sin recurrir a una lectura en clave trascen­dente o alegórica, América es una no­vela del estatismo, donde todos los cambios acaecidos o padecidos por el héroe son meramente formales. Desde un punto de vista estructural, América supone la negación de cual­quier posibilidad de cambio interno, a nivel psicológico. En rigor no es sola­mente eso, sino el primer esbozo kafkiano de una narrativa en que héroe-narrador-lector están incluidos en un mundo manejado desde fuera, sobre el cual ni el personaje, ni mucho me­nos el narrador, pueden influir o cam­biar (y, como es lógico, tampoco com­prender).
Sin ningún esfuerzo pueden describir­se las acciones de la novela mediante la voz pasiva, en lugar de la voz activa típica de la ficción: Karl Rossman, un muchacho de dieciséis años, nacido en Praga, es seducido (no seduce) por una sirvienta quien tiene de él un hi­jo; en consecuencia y para evitarle res­ponsabilidades es enviado por sus pa­dres a Norteamérica. En el puerto de Nueva York es encontrado por un tío suyo, senador, comerciante y multimi­llonario; por circunstancias diversas es rechazado y abandonado luego por su tío. Desde entonces se supone que debe comenzar un nuevo aprendizaje, que sin embargo está signado por la misma pasividad funcional: sigue a dos vagabundos, Robinson y Delamarche, quienes están dispuestos a sacarle sus últimos dólares; sin embargo, es salvado por la cocinera mayor de un hotel desmesurado, situado en los al­rededores de la hipotética ciudad de Ramsés; allí es empleado como ascen­sorista y protegido por la cocinera y su secretaria; pese a eso, la maligni­dad de su destino absurdo vuelve a en­frentarlo con Robinson quien compro­mete a Karl frente a las autoridades inapelables del hotel; es despedido y obligado por Delamarche a servir a Brunelda, su amante.
La novela se in­terrumpe allí, pero conocemos un capí­tulo más que, aunque no es el último, preanuncia el destino posterior de Karl: es empleado en el Gran Teatro de Oklahoma, ambigua tipificación de la felicidad o del más sórdido capita­lismo.
El sistema verbal pasivo de la novela presupone, como es lógico, un tipo especial de reflexión sobre las posibilida­des de acción voluntaria sobre la rea­lidad. En sus obras posteriores Kafka insiste sobre esta imposibilidad, aun­que sus héroes (el omnipresente K.) desean y a veces intentan comprender o modificar los hechos que, por otra parte, se presentan ya como consuma­dos.
Karl Rossman, caracterizado funcionalmente por la pasividad, representa el antihéroe de la novela de aprendi­zaje; dos elementos más, de importan­cia estructural en el relato, son en pri­mer lugar la ignorancia, que el mundo identifica con la culpa cuando de he­cho debería identificarse con la ino­cencia, y en segundo lugar, el tribunal y el juicio. Karl ignora trágicamente que la maquinaria de sus desventuras ya ha sido puesta en marcha, por de­cisiones arbitraras de las que la inten­cionalidad de su acción permanece ab­solutamente ajena: por haber acepta­do la invitación del señor Pollunder y alejarse por una sola noche de Nueva York, su tío lo abandona para siem­pre; Karl intenta volver a medianoche, intuyendo su falta, pero desde el mo­mento en que se alejó nada de lo que hiciera podría detener la decisión irre­versible; esa decisión es un verdadero veredicto que Karl acepta sin compren­der, puesto que ya ha aprendido que "si ignora uno tales relaciones puede cometer las mayores faltas". Como ascensorista del Hotel Occiden­tal, Karl es nuevamente juzgado; ya ha aprendido a no defenderse, puesto que en una situación totalmente irra­cional la defensa comienza a carecer de significado: "Es imposible defen­derse si falta la buena voluntad —díjose se Karl— y ya dejó de contestar al ca­marero mayor (...) Sabía que lo que él pudiera decir tendría otro aspecto muy distinto, que ya no sería lo que él había querido decir, y que sólo que­daba a la merced de la manera de juz­gar las cosas el que se viera en ellas algo bueno o malo".
Karl ya sabe des­confiar de la palabra que puede ser equívoca, plurisignificante y maligna. Él, Karl Rossman, un inmigrante que nada representa frente a las autorida­des del hotel, tiene como única posibili­dad el silencio, puesto que la palabra pertenece a los que juzgan, a los pode­rosos. Para ser poderoso o libre sería necesario entonces apropiarse de la pa­labra, ya sea en la escritura —como
Kafka— o en el sucedáneo de la men­tira: cuando Karl se postula como as­pirante a ingresar en el Gran Teatro de Oklahoma miente; pretende entrar bajo la impostura de lo que hubiera sido su destino si hubiera permaneci­do en Europa y, aboliendo mágicamen­te todo su pasado norteamericano que equivale a la humillación, afirma que es ingeniero. Pese a todo, la impostura se rompe y Karl es empleado como trabajador técnico.
La simbología a la cual está sujeto, en América, el Gran Teatro de Oklahoma, ha sido diversamente interpretada. Max Brod supone al Gran Teatro como el espacio de la liberación, una especie de tierra prometida para aquellos que han sido rechazados; varios críticos han incurrido también en esta inter­pretación optimista: se lo ha identifi­cado con un lugar de abundancia y libertad, etc. Sin embargo, el texto mismo de este capítulo de la novela no autoriza tal exégesis: en primer lugar Karl, hasta ese momento prisio­nero de dos marginados, Robinson y Delamarche, y sirviente de una histé­rica, Brunelda, se convierte al ingresar al Gran Teatro en un mínimo engrana­je de la gran maquinaria del trabajo —con lo que esto significaba para Kaf­ka—. Es cierto que allí se puede en­trar abandonando el pasado y la culpa, pero ese abandono significa también la abolición de la identidad (Karl, al ingresar siente el impulso de cambiar de nombre y así lo hace).
 Por otra par­te, el Gran Teatro ha llevado hasta el absurdo la irracionalidad capitalista de la división del trabajo: todas las ta­reas están allí absolutamente regimen­tadas y compartimentadas, y es de su­poner que esos compartimientos son estancos. Si bien es cierto que Karl al ingresar se beneficia con una situación concreta de arraigo (ha logrado vender su fuerza de trabajo libre), el cambio de nombre, Rossman por Black, es de­cir Negro, puede ser interpretado co­mo la adscripción simbólica al grupo social más marginado y explotado de los Estados Unidos, los negros. Esta interpretación del Gran Teatro parece más coherente dentro de la totalidad de los textos kafkianos, donde la lógi­ca interna apunta invariablemente ha­cia la humillación y no la exaltación del personaje.

6- La justicia: El proceso y "La colonia penitenciaria"


         A fines de 1914, Kafka escribe "La co­lonia penitenciaria" y comienza la re­dacción de El proceso. El tema de la justicia resume todos los sentidos que había concretado en sus relatos ante­riores. Kafka ya ha decidido que su li­teratura se situará en el límite de un universo donde el absurdo y lo arbi­trario se convierten en normas funda­mentales; pero un absurdo y una ar­bitrariedad minuciosamente legisladas para que asuman las apariencias de lo verosímil y lo posible, a la vez que se constituyen en principio inapelable frente al cual fracasan trágicamente todos los intentos de la razón o el buen sentido. En última instancia, es­te proyecto kafkiano es sólo una tras­lación simbólica del mundo enajenan­te y en crisis en el que estaba viviendo. Así como se han hecho innumerables exégesis de Kafka según las variadas claves espirituales, místicas y teológi­cas, nada puede desautorizar una in­terpretación que acerque su obra a los términos de realidad e historia. Dentro del proyecto kafkiano existe, en prime­ra instancia, el objetivo de definir ló­gicamente aquello que por su natura­leza misma es irracional, inhumano, con frecuencia salvaje: conocía bien la burocracia de la monarquía austríaca, ese enorme aparato simulador de jus­ticia, de jerarquías cristalizadas e in­mutables. Esas mismas jerarquías son las que Kafka define, en su literatura, como una pirámide en cuya cúspide reside el inapelable y desconocido Tri­bunal Supremo.
Y en esa postulación de existencia —la del Tribunal Supre­mo— residen los resortes y las tram­pas de la arbitrariedad y el absurdo. En el relato "La colonia penitenciaria", el condenado ignora que ha sido juz­gado; tampoco se le ha brindado la oportunidad de una defensa y ni siquie­ra posee la posibilidad de la palabra. Para el oficial, que asume los poderes de juez y ejecutor, "la culpa es siempre indudable". La obsesión del oficial de esa colonia perdida en el desierto no es explicar ante el explorador visitante los procedimientos de la sentencia si­no los de su ejecución: una máquina diabólica escribe, mediante largas agu­jas, sobre el cuerpo del condenado, la sentencia por la cual merece la muer­te. El proceso dura doce horas, duran­te las cuales las agujas van penetrando lentamente en el cuerpo de la víctima hasta atravesarlo por completo. Recién entonces, instantes antes de morir, el condenado comprende, puesto que su cuerpo deshecho ostenta la inscripción de su delito: "La severidad de nuestro sistema es aparente (dice el oficial). Consiste en escribir sobre el cuerpo del condenado, mediante la Rastra, la disposición que él mismo ha violado".
 Kafka juega aquí con la literalidad de los significados, toma las palabras "al pie de la letra": el condenado des­conoce su sentencia pero "la sabrá, a su tiempo, en carne propia". Así la sentencia consiste en ser escrito, en que el propio cuerpo se convierta en es­critura. Pero esa escritura puede llegar a fracasar, a no ser comprendida; de hecho, el explorador no la comprende y, es más, la desaprueba con repugnan­cia. El oficial entiende, al ver esto, que su "máquina de escribir", que él tanto admira, nunca más podrá ser admira­da por los otros (su antiguo jefe, el inventor,  ha muerto y el nuevo coman­dante desaprueba el procedimiento y desea abolirlo). El único camino que le queda abierto es optar por desapare­cer junto con su escritura. Libera al prisionero y se coloca a sí mismo en la máquina; la inscripción será esta vez "Sé justo".
El relato, de una obje­tividad, más que realista, análoga por su precisión y distancia al testimonio antropológico, incluye dos elementos típicos de la obra kafkiana: por un la­do, la irreductibilidad de la justicia a términos racionales puesto que se ca­racteriza siempre por la ilogicidad y la arbitrariedad, atributos de un aparato incomprensible para quien la padece; en segundo lugar, el concepto de la es­critura peligrosa que se opone al de la escritura salvadora: ser escrito signi­fica la muerte, mientras que poseer la escritura puede llegar a significar afir­mación y poder; sin embargo, ambos términos pueden alterarse y el que po­see la escritura, como el oficial, llega a morir por ella, es escrito, y en eso re­side su castigo y a la vez su culpa.
 "K. hizo un ademán como para arran­carse de los dos hombres que, no obs­tante, se mantenían lejos de él, y quiso continuar su camino. —No— dijo el que estaba junto a la ventana (...). —usted no tiene derecho a salir, está detenido. —Así parece —dijo K.(...) Y añadió enseguida—. ¿Y por qué? —No estamos aquí para decírselo. Vuelva a su habitación y espere. El procedimiento está en marcha y lo sa­brá usted todo en el momento opor­tuno. Yo me excedo en mi misión al hablarle tanto. Si sigue usted teniendo en todo tanta suerte como sus guar­dianes, puede tener esperanza". Este fragmento, que pertenece al primer capítulo de El proceso, señala un es­quema completo de las situaciones que luego desarrolla circularmente la no­vela. José K. es sorprendido, una ma­ñana, por dos hombres quienes le in­forman que se le ha iniciado un proce­so. Estos mismos guardias subalternos le proporcionan las dos claves a las que estará en adelante sujeto: la espera y el azar. Atenerse a ellas significaría co­menzar a entender el mecanismo de la justicia; violarlas —como lo intenta constantemente K.— representa la muerte. Conocer es morir: como el con­denado de "La colonia penitenciaria" K. recién entiende cuando el cuchillo de los verdugos se ha clavado en su cuerpo. En El proceso, la identidad de cada uno de los miembros de la pirá­mide burocrática es doble, invisible o simulada: los guardias son a la vez la­drones (le roban a K. sus camisas) y "parecen" vulgares comisionistas; los verdugos, pobremente vestidos, se ase­mejan a viejos actores de una compa­ñía de segunda; los códigos sobre la mesa del juez de instrucción no son sino libros pornográficos; el pintor Titorelli pinta retratos donde los jueces inferiores aparecen revestidos de una dignidad y magnificencia que nunca po­seyeron. Por otra parte, también el co­nocimiento de los hechos es incierto o incompleto porque la maquinaria de la justicia está rodeada de misterio: "La jerarquía de la justicia comprendía grados infinitos, entre los cuales se perdían los propios iniciados. Ahora bien, los debates ante los tribunales permanecían secretos en general, tan­to para los pequeños funcionarios co­mo para el público".
Existe una básica negación de la posibilidad de conoci­miento y las preguntas que se plantean al principio de la novela quedarán sin respuesta hasta la muerte de K., quien por lo menos logra en apariencia en­tender su ejecución. K. se pregunta: "La cuestión esencial es saber de qué soy acusado. ¿Qué autoridad dirige el proceso? ¿Son ustedes funcionarios?". Ninguna respuesta es posible: tanto los guardias como el abogado le dicen que interroga como lo haría un niño, y que ese no es, por cierto, el camino de la comprensión. Por eso K. no logra entender nunca el carácter de su pro­ceso y todos sus actos se encaminan a influir negativamente sobre su situa­ción: su mayor error es la impaciencia, que lo precipita en los constantes equívocos donde se confunde. Estos equívocos son propios de la realidad con la que K. debe enfrentarse, puesto que nadie asume, en ella, la apariencia que sería natural a su función: la co­misión investigadora, por ejemplo, se­siona en una casa mísera —en realidad la casa del ujier—; cuando K. llega frente al juez de instrucción siente que ese "tribunal" se parece bastante a una reunión política en la que existen dos bandos antagónicos que lo aplauden o abuchean; actúa como si esta impre­sión suya correspondiera con la reali­dad y por lo tanto se equivoca; en vez de contestar con humildad (actitud propia del procesado) a las preguntas, pronuncia un larga discurso, violando todas las convenciones. Pone en duda la autoridad del juez de instrucción y la pertinencia del proceso mismo. En una palabra, desconoce las leyes del juego y pierde su oportunidad: "Quie­ro simplemente —dijo el juez— hacer-notar que usted mismo se ha frustrado hoy, por no haberse dado cuenta de la ventaja que un interrogatorio repre­senta siempre para un acusado". Sin embargo, ni siquiera el juez puede con­fiar demasiado en la solidez y perma­nencia de sus propias palabras; la mu­jer del ujier —que es seducida por K., como todas las que encuentra en el transcurso de su proceso, quizás a cau­sa del hecho mismo de ser un conde­nado— le dice que el juez ha informa­do largamente por escrito sobre los resultados del interrogatorio, tal como si éste hubiera existido realmente.
Según Marthe Robert, "... dos formas de arte se ofrecen sucesivamente como salida para la novela: en primer lugar la autobiografía de José K., que repre­senta evidentemente la explotación de la literatura para dudosos fines de au­todefensa. Por otra parte, el arte del pintor Titorelli (...) que es, pese a to­do, el pintor oficial de la Justicia, o en otros términos de la colectividad, y co­mo tal, puede comunicar a José K. in­formaciones claras y seguras respecto del funcionamiento del misterioso Tri­bunal". En estas consideraciones de Marthe Robert vuelven a replantearse los pro­blemas de la palabra (es decir la literatura, el arte) en relación con la sal­vación o la condena. Las mayores crueldades pueden ser desatadas por las palabras que se pronuncian sin in­vestigar sus complejos significados en el contexto: K., embriagado de pala­bras durante su discurso en la comi­sión investigadora, había asentado una acusación contra los guardias. Días después los encuentra en un desván del banco donde trabaja; son allí azo­tados a causa del delito que K. les ha­bía atribuido. Las palabras que K. había pronunciado se habían indepen­dizado y originado un nuevo proceso que se resolvía en ese castigo. K., además, tiene una peligrosa procli­vidad a creer en la palabra propia y desconfiar de la palabra ajena: no tie­ne fe en las defensas que pueden orga­nizar sus abogados. Opina que él mis­mo podría escribirlas mejor, compo­niendo un informe autobiográfico que, lógicamente, se postula como alterna­tiva frente a los procedimientos tradi­cionales y codificados de la justicia. K. se engaña de nuevo al pensar que es el primer acusado que sabe defender­se. En realidad nada sabe y lo que pro­pone es un trabajo imposible: escribir esa defensa puede ser tarea intermina­ble que le torna insoportables todas sus otras responsabilidades concretas, toda su vida anterior ordenada alrede­dor de su empleo (tanto K. como Kaf­ka se proponen escribir de noche o pe­dir largos períodos de vacaciones para hacerlo). La otra salida que parece dis­puesto a adoptar es la que propone el pintor Titorelli. Titorelli es el que le brinda la mayor cantidad de informa­ción concreta y organizada: "Se pre­sentan tres posibilidades: la absolu­ción real, la absolución aparente y la prórroga ilimitada... Que yo sepa no hay nadie que pueda determinar  una absolución real". De esta forma se nie­ga la posibilidad de la inocencia; sólo el Tribunal Supremo, al cual ni siquie­ra el pintor (y mucho menos los abo­gados) pueden acceder, tiene la facul­tad de pronunciar absolución definiti­va; en consecuencia todo procesado es culpable, ya que la justicia inferior ni admite ni está en condiciones de con­siderar las pruebas de la inocencia. Lo único que se puede obtener son remi­siones periódicas de la culpa, plazos que separan al procesado de su des­tino final.
El tercer camino, más bloqueado que los anteriores, es señalado a K. por un sacerdote. Mediante la parábola sobre un procesado que espera hasta su muerte frente a una puerta que nunca pudo franquear pero que sin embargo existía sólo para que él la traspusiese, K. termina de entender que su situa­ción es desesperada: el Tribunal Su­premo es el único que puede aceptar las pruebas de su inocencia, pero nun­ca podrá llegar a él; un centinela (la sociedad y sus fuerzas) se lo impedi­rán cada vez que lo intente. El sacer­dote se lo dice explícitamente: "...me temo que termines mal. Se te tiene por culpable, tu proceso no saldrá quizás del resorte de un pequeño tribunal. Por el momento se considera al menos tu falta como probada." Desde ese ins­tante, y aunque nadie le anuncie su lle­gada, K. espera a los enviados. Cuando estos llegan, K. siente que su deber sería arrebatarles el cuchillo y hundir­lo él mismo en su cuerpo. Pero no lo intenta: su muerte, que hubiera podi­do parecer un suicidio como el de Georg Bendemann, ya ni siquiera le pertenece. Y muere "como un perro", como si "la vergüenza debiera sobrevivirle". No ha podido conocer su culpa concreta, ni saber si todo se debe a un malentendido.
El planteo de Kafka es formal: K. es condenado por sus erro­res a partir del momento en que el proceso comienza, mientras que la cul­pa desencadenante ya se ha borrado de las perspectivas del juicio. Una vez que la máquina de la justicia se ha puesto en marcha desaparece para siempre la posibilidad de la inocencia: todos los enjuiciados son culpables. Así el sentido del tribunal en todas sus instancias es administrar el castigo en lugar de averiguar una verdad inverificable. K. ha luchado por desci­frar una compleja estructura de infor­maciones simbólicas y contradictorias; ha cometido todos los errores posibles en el proceso de ese desciframiento; ignoró su culpa pero la asumió como natural para poder avanzar dentro de su proceso. Sin embargo (oscuramente lo intuía) todo estaba decidido desde un comienzo: K. no pudo asumir la ilogicidad que gobierna todas las eta­pas del juicio y, lo que es aún peor, in­tentó comprender y racionalizar. En un mundo irracional, arbitrario y ab­surdo, Kafka parece afirmar que la razón es la mayor culpa.

7- Algunos cuentos: distancias y laberintos


         La obra de Kafka se define por la coherencia con que ciertos motivos se organizan en una estructura temática. Esta coherencia se expresa, más bien que en su relación con lo externo, en la reiteración literaria de una simbología. Elemento importante de este universo simbólico es la persistencia de una situación básica de extraña­miento: los personajes kafkianos es­tán segregados de la comunidad a la que pertenecieron o hubieran podido pertenecer; son, en esencia, seres (ani­males, cosas) atípicos, solitarios, mu­chas veces torturados por una tarea o una misión obsesionante. Para ellos no existe la posibilidad de lo "normal", de la integración. Sus obsesiones son, desde fuera, manías inexplicables y a menudo absurdas; resultan de tina ubi­cación no convencional que agota las posibilidades de lo real acosado, por todos lados, por lo absurdo y el sin sentido.
Héroes de relatos tales como "Un ar­tista del hambre" y "Un artista del tra­pecio" tienen en común la conciencia de desempeñar una actividad especial, delicada y mágica. Ambos se aíslan vo­luntariamente del resto de sus compa­ñeros y elaboran en soledad el perfec­cionamiento de una actitud. El artista del hambre, en realidad un ayunador de circo, va muriendo lentamente den­tro de su jaula; al público ya no le in­teresa, ni entiende el "arte del ayuno" puesto que "a quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender". Ago­nizante, es descubierto por un inspec­tor de la empresa que se sorprende de encontrarlo todavía ayunando, puesto que todos ya se habían olvidado de él. El artista intenta entonces una última simulación: decide quitarle todo senti­do a su vida anterior, para acercarse a los "otros" por lo menos en su muer­te. Así es que declara que su arte fue una impostura condicionada por la vulgaridad: nunca había encontrado una comida que le gustara. Quitar sen­tido a la soledad (al arte) implica re-valorizar aquello que nunca pudo ser obtenido por el artista: la cotidianidad de una existencia similar a la del resto de los hombres; existencia a la vez rechazada y deseada en el momento de la muerte: "Todavía, en sus ojos que­brados, mostrábase la firme convic­ción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando". También el artista del trapecio elige el aislamiento: "...había organizado su vida de tal manera —primero por afán profesional de perfección, des­pués por costumbre que se había hecho tiránica— que, mientras trabajaba en la misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio". Acepta que toda perfección supone el sacrificio de la soledad (Kafka testimonió con su vida esta situación). Sin embargo el aisla­miento puede estar poblado de objetos cuyo valor simbólico llena el vacío im­puesto por una comunicación imposi­ble: el artista afirma que ya no podrá actuar con un sólo trapecio y pide una segunda barra que puede convertirse, luego, en un tercer o cuarto trapecio; le ha parecido que su mundo ya es in­completo, que debe ser poblado por la duplicación de las imágenes, quizás en un futuro infinitas, que representan su arte.
La misma entrega solitaria anima las "Investigaciones de un perro". En este relato, un perro ya viejo cuenta, en pri­mera persona, las preocupaciones que vertebraron su vida. Aunque no existe, para él, otro mundo que no sea el de los perros, necesitó alejarse de su na­turalidad concreta para buscar su "ló­gica", las leyes que determinan muchos de sus fenómenos. El proyecto resulta, en sí imposible, pero no por eso mere­ce ser abandonado. Más bien a él se sacrifican todas las ventajas de la vida en comunidad: "Con las preguntas me azuzo a mí mismo; quiero encenderme, por el silencio que me rodea, la única réplica. ¿Durante cuánto tiempo sopor­tarás el silencio de la perrada? ¿Hasta cuándo lo soportarás? Esta es la única pregunta vital, más allá de todas las otras. Me la dirijo a mí mismo; no mo­lesta a los demás. Lamentablemente es fácil de contestar: soportaré hasta que me llegue el final". Pero ese final es simbólicamente la zona del miedo y la muerte. Para ocultarlo y defenderse se elevan construcciones, pasillos, labe­rintos y murallas.
En "La construc­ción", un narrador innominado relata con minucia obsesiva todos los es­fuerzos realizados para obtener la su­prema defensa del aislamiento. El ani­mal-héroe se ha construido una ma­driguera aparentemente inexpugnable. Aislado en ella teme sin embargo la in­vasión del exterior, del mundo del cual se ha segregado voluntariamente; sin embargo el temor subsiste: "Pero lo mejor de mi construcción es su silen­cio. Por cierto, es engañoso; repentina­mente puede interrumpirse. Todo ha­bría terminado. Pero por el momento todavía existe". En este relato Kafka problematiza todas las posibilidades de defensa: no existen refugios totalmen­te inexpugnables y esta inseguridad es el origen de la angustia. Quizás sólo la arbitrariedad de una fe colectiva puede rescatar cualquier pro­yecto humano: así el pueblo de "De la construcción de la muralla china" se adhiere el desmesurado proyecto sin problematizarlo. Su seguridad reside en que nunca realiza la experiencia de un conocimiento directo de la totalidad de la construcción: simplemente cree y colabora en ella. Desconocer la tota­lidad, carecer de una vivencia de lo incompleto (la muralla es, en esencia interminable) supone conseguir una suerte de tranquilidad ciega, ignoran­te, pero integrada y dichosa. La cons­trucción, un sin sentido y un absurdo en sí misma, adquiere empero una ló­gica: la de participar en una experien­cia colectiva y establecer, en conse­cuencia, una comunicación que legisle las azarosas relaciones humanas. Ser reconocido como participante de un todo es, como se verá, una de las ob­sesiones de la última novela de Kafka.

8- "El castillo"


         Escrita durante 1922, El castillo es, con certeza, la obra más compleja de Kaf­ka, aquella donde la crítica propone las más diversas exegesis e interpreta­ciones a causa de la multiplicidad de significación de cada uno de sus ele­mentos. El problema de El castillo re­side, en primer lugar, en el sentido ge­neral que se descubre en la novela, sólo en apariencia el relato de una búsqueda realizada por un héroe que atraviesa una serie de pruebas. Lo im­portante es definir, si ello es posible, cuál es el objeto y el fin de esa bús­queda o si realmente la búsqueda exis­te como actividad realizable. Es pre­ciso, también, definir el estilo de cier­tas palabras que se ofrecen como tram­pas lógicas para el lector (e incluso para el personaje que cree en ellas). En última instancia, El castillo tam­bién plantea el problema de la reali­dad y la veracidad de lo significado y de la imposibilidad de una fe ingenua en la palabra. Todo lo que allí se afir­ma debe ser puesto entre signos de in­terrogación, ninguna de las informacio­nes que se dan conserva su valor du­rante todo el relato, cada uno de los elementos en juego tiene varios signifi­cados posibles, cada uno de ellos sólo provisionalmente exactos.
El castillo sólo permite una lectura a partir de la desconfianza, puesto que confiar impli­caría cometer los mismos errores de su protagonista. La obra estructura da­tos objetivamente contradictorios, que plantean desde el comienzo varios inte­rrogantes: ¿K. es un agrimensor o sim­plemente asume esa identidad para po­der permanecer en la aldea? ¿El casti­llo existe o es un pretexto creado por la enorme e independiente maquinaria burocrática? ¿K. se dirigía a esa preci­sa aldea o su llegada es un mero resul­tado del azar? Es casi imposible res­ponder a estos interrogantes de una manera unívoca, puesto que la novela se organiza dentro de un plano de gran ambigüedad significativa. K. llega una noche a la aldea del cas­tillo; está perdido (se pregunta "¿en qué aldea vine a extraviarme?") y asu­me la situación a partir de los datos inconexos que le proporcionan en la posada. Su equivocación, que le será fatal, es comenzar a creer inmediata­mente en las palabras, "inventar" una historia: afirma ser un agrimensor contratado por el castillo. Y desde el castillo nadie lo desmiente. Desde ese momento su objetivo será obtener el reconocimiento oficial de su tarea y establecer una comunicación positiva tanto en el castillo como en los aldea­nos. Desde entonces empieza a decir y hacer cosas "inadecuadas": pretende llegar al castillo —propósito descabellado—, pregunta por el conde a los campesinos y al maestro, busca el apo­yo y la benevolencia de los funciona­rios menores; en una palabra, se com­promete en una tarea de verificación: ser el agrimensor confirmado por la jerarquía, obtener una posición defi­nida en la microsociedad de la aldea, comunicarse e integrarse.
En la base de su fracaso reside un malentendido, puesto que todas las palabras que se emplean a su alrededor designan cosas que no responden a los significados na­turales que K. pretende atribuirles. Su camino es una de las vías de la decep­ción frente a una negada posibilidad de conocimiento verdadero. En reali­dad nada en esa aldea coincide con las definiciones usuales, ni siquiera el casti­llo: "En conjunto, tal como se mostra­ba allá a lo lejos, no respondía el cas­tillo a la expectativa de K. No era ni un antiguo burgo feudal, ni un suntuoso palacio nuevo, sino una planta extensa que se componía de pocas construccio­nes de dos pisos y de muchas construc­ciones bajas en cambio,-que se estre­chaban unas contra otras; de no ha­berse sabido que era el castillo, hubie­ra podido tomárselo por un pueblecito". Tampoco los ayudantes que el cas­tillo designa para el agrimensor son verdaderos ayudantes sino más bien oponentes, presencias incómodas y hasta hostiles.
La lucha de K. comienza cuando, al día siguiente de llegar, llama por teléfono al castillo para averiguar cuándo podrá presentarse allí; le contestan que nun­ca; esta respuesta hubiera bastado pa­ra abandonar el objetivo del recono­cimiento, pero, como todo lo del cas­tillo se maneja en dos o más niveles di­símiles, en ese mismo instante llega un mensajero con una carta que le con­firma que está al servicio de la aldea. Arbitrariamente K. confía en ese men­saje más que en la negativa verbal, y en Barimbas, su portador. Desde ese mo­mento, Barnabás1 se convertirá en la única conexión de K. con el castillo. Sin embargo, ni siquiera Barnabás es un verdadero mensajero: simplemente aspira a tal título, se viste con un uni­forme parecido al de los verdaderos mensajeros y espera, a veces infruc­tuosamente, que se le entregue alguna carta. K. yerra al considerar los hechos  literalmente, adjudicando a las perso­nas atributos meramente subjetivos: "Su mirada, su sonrisa, su andar pare­cían un mensaje." Por otra parte la carta es ambigua y contradictoria: "Había en ella pasajes en que se habla­ba como un hombre libre y cuyo albedrío se reconocía: tal el encabezamien­to; tal el pasaje referido a sus deseos. Pero había también pasajes donde se le trataba como un pequeño obrero, apenas perceptible desde la sede de aquel jefe (...); su superior" no era más que el alcalde de la aldea, a quien hasta debía rendir cuentas, su único colega era acaso el policía de la aldea". A partir de allí K. se empeñará por de­finir una situación, sin comprender que la única definición es doble y con­tradictoria. Su aventura es una prueba de la invalidez del conocimiento y las experiencias por las que atraviesa no hacen sino confirmar la imposibilidad de una integración.
En el proyecto de K. desempeña un lu­gar fundamental el acercamiento a los señores (empleados, secretarios, fun­cionarios, burócratas) del castillo que cotidianamente bajan a la aldea. Se dirige entonces al mesón señorial. Esta visita lo precipita en una nueva ilusión: seduce o es seducido por Frieda, de quien se dice que es amante de Klamm, justamente el funcionario del cual K. cree que depende su destino. La pose­sión de Frieda significa para K. una muy deteriorada comunicación simbó­lica con la esfera de las jerarquías. A peco esa comunicación se revela como inexistente, demostrando también que K. es incapaz de romper los límites de su aislamiento: "Como desvanecida de amor yacía de espaldas y extendía los brazos; sin duda el tiempo no tenía lí­mites para su dicha amorosa (...). Luego se sobresaltó viendo que K. per­manecía quieto, ensimismado en sus pensamientos". El proyecto de K. des­borda y anula la esfera de la cotidiani­dad: si piensa casarse con Frieda es porque supone que para hacerlo ten­drá que hablar con Klamm, aunque ninguno de los aldeanos opina que esto es necesario (otra de las característi­cas de K. es una desconfianza total ha­cia lo que se le aconseja, acompañada de una credulidad total hacia lo que circunstancialmente se le dice). Pero tampoco Klamm es una presencia con­creta, y mucho menos abordable. Aun­que K. cree haberlo visto a través de una mirilla en el mesón señorial, nadie en la aldea coincide al describirlo: "Di­cen que su aspecto cuando llega a la aldea es muy distinto del que tiene cuando la abandona; que es una su apariencia antes de beber cerveza y otra después; una cuando está des­pierto y otra cuando duerme... Y aun dentro de la aldea surgen, según los relatos, diferencias bastante notables: diferencias que conciernen al porte, a la corpulencia, a la barba".
Ni siquiera Barnabás, el mensajero, logra identi­ficarlo inequívocamente, muchas veces lo confunde y no está muy seguro de haberlo visto ni de que sea Klamm quien le entrega las cartas para K. Lo que K. intenta es el conocimiento, la ratificación de lo que él cree apro­piado y verdadero. Singularmente su equivocado camino hacia el conoci­miento está plagado de humillaciones, puesto que las autoridades castigan con la humillación cualquier intento de independencia: en vez de ser con­firmado como agrimensor se le ofrece a K- el puesto de bedel en la escuela. El hecho es en sí neutro puesto que ni aumenta ni disminuye sus posibilida­des: el reconocimiento del castillo, pe­se a lo que pueda creer, no depende de lo que él haga o se proponga. Así cuan­do ya está perdiendo su esperanza re­cibe una nueva carta que se refiere a los trabajos de agrimensura que en el castillo saben que K. está realizando. Toda la carta es una impostura; K. no ha empezado siquiera esos hipotéticos trabajos; sin embargo el mensaje cum­ple una función: no permitir que K. tome distancia, considere a su empresa como imposible y se vaya. Su empresa de conocimiento es necesaria, está pre­vista, dentro de la absurda economía general del castillo. Así, cada vez que K. está próximo a ser superado por el desaliento recibe una señal, algún in­dicio diminuto y arbitrario que reactualiza la presencia del castillo y la re­lación de K. con él. Esto no quiere de­cir que el conocimiento y la confirma­ción sean probables ni que el malen­tendido que confunde al agrimensor se haya superado. Sólo indica que el castillo suele abrir ciertas posibilida­des engañosas en las que K., aferrado a la literalidad de los mensajes, vuel­ve perderse. Una de esas oportunida­des engañosas es la que desarrolla en el último capítulo que conocemos (la novela ha quedado inconclusa, aunque es también lícito afirmar que no tiene fin, que las desventuras del héroe son circulares y eternas). Por intermedio de Barnabás, uno de los secretarios de Klamm, Erlanger, cita a K. en el me­són señorial. Abrumado por la larga espera, K. se duerme sobre la cama de otro de los funcionarios, repitiendo una de las situaciones típicas por las que atraviesan los héroes kafkianos: sucumben al cansancio precisamente en el momento que están más cerca de lo que han buscado afanosamente. Cuando K. es recibido por Erlanger se revela la frustración absoluta de esa nueva expectativa: no es su situación de agrimensor el tema del interro­gatorio sino su relación con Frieda (Klamm le ordena que la abondone, cosa que ya ha sucedido).
El castillo se cierra sobre esa comprobación: K. to­davía no existe por sí mismo frente a los señores, sino en relación con la gente de la aldea: un indicio más de que empresa se basa sobre una hipó­tesis de cumplimiento imposible. Se ha dicho que sería temerario propo­ner una traducción de la simbología de El castillo que se postule como única. Más que una correspondencia mecáni­ca entre los elementos de la novela y los significados de otros órdenes extraliterarios (es decir una trasposición simple de una supuesta alegoría a la realidad) parece posible establecer re­laciones dentro del texto mismo; una vez que se descubran estas relaciones significativas se estará en condiciones de establecer las vinculaciones con lo extraliterario.
Como se vio, el eje sig­nificativo del texto reside en un pro­yecto imposible; esa imposibilidad tie­ne dos niveles: por un lado, el héroe se propone lograr cosas que no están dentro de los planes de un poder omní­modo; por otro lado, ese mismo poder se empeña en engañarlo señalando me­diante indicios equívocos la viabilidad del proyecto. De esta forma, el engaño, el malentendido, reside en la base del conflicto. Ahora bien, ese malentendido determinante se define por una rela­ción equívoca entre la palabra que sig­nifica y el objeto significado; desde es­te punto de vista, lo que problematiza el héroe kafkiano es la validez de los significados, la mayor o menor hones­tidad con que las palabras designan a las cosas. Esta actitud, que define la obra de Kafka, está en la base de gran­des zonas de la literatura del siglo XX. Kafka no sólo presenta héroes sin his­toria, marginados y humillados, cuya actitud fundamental es la espera, sino que plantea a la vez un universo des­quiciado por el absurdo y la arbitrarie­dad, a través de una crítica consciente de las futuras posibilidades de signifi­cación por medio de la palabra y la escritura. No en vano su literatura fue dada a conocer en Francia por André Bretón, ni es casual que su obra haya sido comentado por Sartre, Camus y Maurice Blanchot o que se refleje so­bre posiciones tan diversas como las de André Gide, el teatro del absurdo y y la novela de la segunda posguerra. Su proyecto literario aún hoy nos es contemporáneo; la transparencia de su escritura, su amodalidad e impersona­lidad anticipan muchas de las experien­cias más recientes de la narrativa y de la crítica. Y su mundo coincide trági­camente con nuestra actual realidad fracturada y en crisis.

9-NOTAS Y ARTÍCULOS COMPLEMENTARIOS


Praga, ciudad dividida


En una de las conversaciones con Gustav Janouch, Kafka dice: "En nosotros perviven los oscuros rincones, los pa­sajes misteriosos, las ventanas ciegas, los patios sucios, las tabernas ruidosas y las pensiones herméticas. Caminados por las anchas calles de la ciudad nue­va, pero nuestros pasos y nuestras mi­radas son indecisos. En nuestro inte­rior temblamos todavía como en los viejos callejones de la miseria. Nuestro corazón no sabe nada de las obras de saneamiento. Vemos la vieja ciudad insalubre de los judíos más real que la higiénica ciudad nueva que nos ro­dea" (citado por Klaus Wagenbach, Kafka). Esta Praga checa y alemana a la cual Kafka se refiere contribuyó a crear la atmósfera de sus primeros re­latos —"Descripción de un combate" y "Preparativos de boda en el campo"—. En sus obras de madurez Praga fue traspuesta a esa ciudad sin nombre de El proceso. Fundamentalmente Praga constituye, a principios de siglo un fe­nómeno racial y cultural específico: "Poblada por alemanes, pertenecientes por lo general a la alta burocracia, que no tienen en común con Alemania más que la lengua; por checos, que compo­nen la base de la población trabajado­ra, sin por ello constituir un verdadero proletariado ni siquiera una pequeña burguesía; por judíos, en fin, que, ape­nas salidos del ghetto medieval, ejer­cen muy frecuentemente profesiones comerciales y liberales, pero que están todavía sometidos a toda clase de res­tricciones de hecho y de derecho, la ciudad, bajo la apariencia de un orden imperial, vive cotidianamente una anar­quía y un absurdo (...) Los checos, debilitados por la larga política de for­zada germanización de los Habsburgo, no poseen más existencia nacional que los judíos. Y los alemanes de Bohemia, los sudetes, separados de Alemania desde hace dos siglos se encuentran en la posición de un pequeño grupo de co­lonos sin metrópoli alguna a sus es­paldas (...) Además, las diferencias étnicas se agravan con agudas diferen­cias sociales; los alemanes ocupan la cúspide de la jerarquía, los checos la base; los judíos gozan a veces de una situación privilegiada que las malas pasadas, el desprecio o el odio de los otros grupos les hacen pagar cierta­mente muy caro."
Marthe Robert, Acerca de Kafka, acerca de Freud.

La literatura en la Praga de Kafka


Entre 1870 y 1880 nacen dos de los más importantes novelistas en lengua alemana: Thomas Mann (1875-1955) y Robert Musil (1880-1942). Este último, como Kafka, había nacido en los do­minios austro-húngaros, en Viena. Pa­ralelamente en las primeras décadas del siglo XX, surge en Alemania el gru­po expresionista, reflejo ideológico y artístico de la crisis cultural y política anterior a la primera guerra, a la vez que agrupamiento de vanguardia de plásticos y escritores, cuya influencia más perdurable operó sobre la litera­tura dramática.
En Praga, la atmósfera de renovación formal acusa caracteres menos revolu­cionarios, por su situación relativa­mente independiente de los grandes centros de recreación cultural y crisis política. Dos poetas, Rainer María Ril­ke (1875-1926) y Franz Werf el (1890- , y varios narradores: Gustav Meyrink (1868-1932), autor de El gólem, El rostro verde y El estudiante de Praga; Karl Hans Strobl (1887- , en cuyas obras El cuarto del es­tudiante Vaclav y La antorcha de Hus, se reflejan la agresividad y el conflicto que atravesaban ya por entonces la vida checa. Junto con Max Brood, tam­bién novelista, son estos los contem­poráneos de Kafka; comparten con él la sensación de extrañamiento frente a una lengua y una cultura sobre la que deben imponerse, desarraigados en una ciudad-isla que por su particu­lar estructura social estaba cruzada por las fronteras checa, alemana y judía.
Por cierto que no es ésta la única lite­ratura de referencia con la que se vin­cula Kafka. Los Diarios testimonian una diversidad de lecturas: Knut Ham­sun, Wilhelm Schäfer, Emil Strauss, Hauptmann, Wedekind, Strindberg, Thomas Mann, y a partir de 1918 Kierkegaard, cuyo pensamiento —se ha sos­tenido— influyó sobre la simbología kafkiana. A estos hombres debe agre­garse los de los románticos Kleist y Grillparzer, la constante lectura de Goethe y la admiración hacia Tolstoi, Flaubert y Dostoievski.

Carta a mi padre

En 1919, cuando escribe y entrega esta carta a su madre, quien no la remite a su destinatario, Kafka intenta concre­tar, en la escritura, una comunicación que hasta ese momento había sido pe­nosa e imposible. En la intención del texto subyace una necesidad de dirimir responsabilidades, atribuir a alguien la culpa fundamental, el malentendido: "Si resumes tu juicio sobre mí, surge que no me reprochas realmente algo indecente o malo ... sino frialdad, ale­jamiento, desagradecimiento. Y eviden­temente me lo enrostras, como si fuese culpa mía, como si con un golpe de ti­món hubiese podido disponer todo en forma distinta, mientras que tú no lle­vas ni la culpa más ínfima, salvo la de haber sido excesivamente bondadoso conmigo".
A través de la Carta el padre se mani­fiesta poseedor de un poder omnímo­do, que disponía discrecionalmente de sus hijos, especialmente de Franz. Así el universo familiar se define por la obsesión y la arbitrariedad: "todo lo que me gritaba era precepto divino". Kafka atribuye mayor poder traumáti­co a la simbología de la violencia pa­terna que a la violencia misma: "Tam­bién es verdad que prácticamente no me golpeaste nunca. Pero los alaridos, el enrojecimiento de tu rostro, el rápi­do movimiento al sacarte los tirantes y la colocación deliberada de los mis­mos sobre el respaldo de la silla casi era peor para mí... Además, los nu­merosos casos en que según tu opinión yo merecía que me azotara, pero ape­nas escapaba al castigo por tu clemen­cia, se sumaban formando una sensa­ción de culpa mayor. Desde estas di­recciones desembocaba en tu culpa". Los ejes de la Carta constituyen la opo­sición poder paterno-liberación. La li­beración hubiera podido residir en la ruptura con la familia y el logro, por ejemplo, de una pareja; sin embargo, el casamiento hubiera colocado a Kaf­ka a la par de su padre, y ocupar su lu­gar equivaldría a reemplazarlo (matar­lo): "Pero tales como estamos ahora, el matrimonio se me veda porque es precisamente tu jurisdicción más pri­vativa. A veces me imagino el planis­ferio desplegado delante de mí. Y me parece entonces que sólo puedo tomar en consideración los lugares que tú no cubres o que no están a tu alcance. Y estos lugares, de acuerdo con la repre­sentación que tengo de tu grandeza, son muy escasos y poco consoladores; el matrimonio, en especial, no está en­tre ellos". Pero sí lo estaba la literatu­ra que, desde un punto de vista, puede ser un intento victorioso de aniquila­ción paterna, de cuestionamiento pro­fundo del principio de autoridad omní­moda, como se verá en El proceso y El castillo.

Kafka y el judaísmo

En 1910 Kafka asiste a las representa­ciones teatrales de una compañía ju-deo-alemana y se siente profundamen­te conmovido. Descubre, a través de la amistad con el actor Isak Lowy —de quien dice que lo "admiraría hasta en el polvo"— la historia y la cultura ju­días; hasta el momento le habían sido ajenas como consecuencia de su situa­ción de asimilado a la cultura alemana, situación característica de la burgue­sía próspera de Praga. Sin embargo, cuando hacia 1913, Brod adhiere al sio­nismo, Kafka demuestra una poderosa reticencia; en su Diario llega incluso a cuestionar su pertenencia al judaísmo, desde un punto de vista existen­cial: "¿Qué tengo en común con los ju­díos? Apenas tengo nada en común con­migo mismo" (8 de enero de 1914), Años más tarde Kafka vuelve a sentir­se atraído por el judaísmo; comienza a aprender hebreo y, en Berlín, fre­cuenta la Facultad de Ciencia Judaica donde asiste a los cursos de Torczyner y Guttman sobre el Talmud. Desde el punto de vista religioso siem­pre reprochó a su padre una educación indiferente en que la solemnidad del rito era trivializada: "Tampoco el judaísmo me salvaba de ti. Con esto hu­biera sido concebible por sí sola una salvación, pero, más aún, hubiese sido concebible que en el judaísmo nos hu­biésemos encontrado ambos a noso­tros mismos o que hasta hubiésemos partido juntos de allí ¡Pero qué clase de judaísmo me legaste!" (Carta a mi padre).
Kafka redescubre entonces el judaísmo y lee tardíamente los cuentos ju­díos populares. Por otra parte, padece su condición de judío en una ciudad checa y alemana, donde hasta las len­guas que domina le son históricamente extrañas; el alemán es para Kafka un instrumento que no siente como pro­pio, que despersonaliza y maneja en un plano totalmente extraño al habla po­pular o la innovación, en suma una "lengua transparente". Lo que parece, empero, una extrapolación audaz es la interpretación teológica, dentro de la tradición judía, de la obra kafkiana, tal como intenta forzar el planteo de Max Brod, realizando una exégesis ju­día de El castillo y El proceso. Esa transcripción alegórica empobrece la simbología kafkiana que, precisamen­te, se caracteriza por la multiplicidad de sus significados. De todas formas no debe descartarse la influencia que sobre su obra pudo tener la situación marginada en la que se movía aún la burguesía judía próspera de Praga.

Una interpretación de Maurice Blanchot


"Seguramente nos equivocamos tanto como el agrimensor de El castillo cuando creemos reconocer en la fantas­magoría burocrática el símbolo justo de un mundo superior. Esta figuración corresponde solamente a la impacien­cia, es la forma sensible del error, por la cual, para la mirada impaciente, se sustituye incesantemente a lo absoluto, la fuerza inexorable del mal infinito. Kafka quiere alcanzar el fin antes de haberlo alcanzado. Esta exigencia de un desenlace prematuro es el principio de la figuración; engendra la imagen, o, si se quiere, el ídolo, y la maldición que le es inherente a la idolatría. El hombre quiere la unidad inmediata­mente, la quiere en la separación mis­ma; se la representa, y esta representa­ción, imagen de la unidad, reconstituye inmediatamente el elemento de la dis­persión donde se pierde cada vez más, porque la imagen como imagen, lo se­para, volviéndose inaccesible y volvién­dola inaccesible.
Klamm no es invisible; el agrimensor quiere verlo y lo ve. El Castillo, fin su­premo, no está más allá de la vista. En tanto imagen está constantemente a su disposición. Naturalmente, mirándolas bien, esas figuras decepcionan; el Casti­llo no es más que un amontonamiento de casuchas pueblerinas; Klamm, un hombre corpulento y pesado sentado frente a un escritorio. Sólo cosas ordi­narias y feas. Esa es también la suerte del agrimensor, es la verdad, la hones­tidad engañosa de esas imágenes: no son seductoras en sí mismas, no hay nada que justifique el interés fascina­do que se tiene por ellas, recuerdan así que no son el verdadero fin. Pero, al mismo tiempo, es en esta insignifican­cia, que participan de su esplendor, de su valor inefable y que no unirse a ellas ya es desviarse de lo esencial. Esta situación puede resumirse así: es la impaciencia la que hace inaccesible el término sustituyéndole la proximi­dad de una figura intermediaría. Es la impaciencia la que destruye la cerca­nía del término, impidiendo reconocer en el intermediario la figura dé lo in­mediato".
Maurice Blanchot, El espacio literario

Bibliografìa


De Kafka:
·         Contemplación (Betrachtung), 1913
·         La metamorfosis (Die Verwandlung), 1915
·         La condena (Das Urteil), 1916
·         La colonia penitenciaria (In der Strafko­lonie), 1919
·         Un artista del hambre y otros relatos (Ein Hungerkünstler), 1924
·         El proceso (Der Prozess), 1925
·         El castillo (Der Schloss), 1926
·         Améri­ca (Amerika), 1927
·         La muralla china (Bein Bau der chinesischen Mauer), 1931
·         En las obras completas (Gesam­melte Werke, Francfort, 1950-68) se in­cluyen también los Diarios (Tagebü­cher 1910-1923), las Cartas a Milena (Briefe an Milena), las Cartas 1902-1924 (Briefe) y todos los relatos, fragmen­tos de prosa, aforismos y los ocho cua­dernos en octavo. La recopilación y la edición han estado a cargo de Max Brod.

Sobre Kafka:
Los trabajos de crítica e interpretación publicados sobre Kafka en alemán son muy numerosos y para su conocimien­to se remite a Flores, Angel; A chronology and bibliography, Houlton, 1944; y Järv, Harry, Die Kafka-Literatur. Eine Bibliographie, 1961.
En otros idio­mas puede consultarse:
·         Albérès, R. M. y Pierre de Boisdeffre, Franz Kafka, Paris, 1960
·         Bataille, Georges, La lite­ratura y el mal, Madrid, 1959
·         Blan-chot, Maurice, El espacio literario, Bue­nos Aires, 1969
·         Borges, Jorge Luis, "Prólogo" a La metamorfosis, Buenos Aires, 1952
·         Brod, Max, Franz Kafka, Paris, 1945
·         Eisner, Pavel, Kafka, Bue­nos Aires, 1959
·         Flores, Angel (comp.), The Kafka problem, Nueva York, 1946
·         Lancelotti, Mario, El universo de Franz Kafka, Buenos Aires, 1950
·         Lukács, Georg, Significación actual del realis­mo crítico ("Franz Kafka o Thomas Mann?"), México, 1963
·         Mallea, Eduar­do , "Introducción al mundo de Franz Kafka", en Sur, 9, 1937 Robert, Mar­the, "La lecture de Kafka", en Les Temps Modernes, 84/5, 1952
·         Robert, Marthe, Kafka, Buenos Aires, 1969
·         Robert, Marthe, Acerca de Kafka, acer­ca de Freud, Barcelona, 1970
·         Starobinski, Jean, "Le rêve architecte", en Lettres, febrero, 1947
·         Wagenbach, Klaus, Kafka, Madrid, 1970


Versiones españolas de las obras de Kafka:
·         La obra de Kafka ha sido traducido al castellano en su casi totalidad:
·         Obras completas, prólogo de Carmen Gándara, Buenos Aires, Emecé, 1960
·         América, trad. de D. J. Vogelmann, Buenos Aires, Emecé, 1943
·         El proceso, trad. de Vicente Mendivil, Buenos Ai­res, Losada, 1939
·         El castillo, trad. de D. J. Vogelmann, Buenos Aires, Emecé, 1949
·         La condena, trad. de J. R. Wil-cock, Buenos Aires, Emecé, 1952 (in­cluye también "Un médico rural", "In­forme para una academia", "En la co­lonia penitenciaria" y "Josefina la can­tora", entre otros relatos)
·         Informe para una academia, trad. de María Ro­sa Oliver, Buenos Aires, Emecé, 1945
·         La metamorfosis, trad. y prólogo de Jorge Luis Borges, Buenos Aires, Losa­da, 1943 (incluye también "Un artista del hambre" y "Un artista del trape­cio'")
·         La muralla china, trad. de Al­fredo Pippig y Alejandro Ruiz Guiñazú (incluye, entre otros relatos, "Des­cripción de una lucha", "De la cons­trucción de la muralla china", "La construcción", "El topo gigante", "In­vestigaciones de un perro"), Buenos Aires, Emecé, 1953
·         Carta a mi padre y otros escritos, trad. de Carlos Félix Haeberle, Buenos Aires, Emecé, 1955
·         Cartas a Milena, trad. de J. R. Wilcock, Buenos Aires, Emecé, 1955
·         Diarios 1910-1923, trad. de J. R. Wilcock, Bue­nos Aires, Emecé, 1953.



El informe para este fascículo ha sido preparado y escrito por la profesora Beatriz Sarlo Sabajanes. El profesor Jaime Rest realizó la supervisión técnica.


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