Cuatro ‘claves’ que facilitan el acercamiento del lector a la narrativa hispanoamericana contemporánea.
por Guillermo García
1) La impronta mítica
No pocas veces la narrativa hispanoamericana se ha lanzado a reformular, aludir o utilizar de manera cifrada numerosos elementos provenientes de los grandes mitos de la humanidad: aquellos relatos primordiales que, mediante el uso del simbolismo, se abocan a ‘explicar’ verdades de profundo sentido cósmico o metafísico. Incluso un escritor como Carlos Fuentes sitúa en esa característica uno de los rasgos definitorios de la nueva novela del subcontinente.
“No sé si se ha advertido el uso sutil que Rulfo hace de los grandes mitos universales en Pedro Páramo. Su arte es tal, que la trasposición no es tal: la imaginación mítica renace en el suelo mexicano y cobra, por fortuna, un vuelo sin prestigio. (...) Todo ese trasfondo mítico permite a Juan Rulfo proyectar la ambigüedad humana de un cacique, sus mujeres, sus pistoleros y sus víctimas y, a través de ellos, incorporar la temática del campo y la revolución mexicanos a un contexto universal.” Carlos Fuentes
Lo cierto es que no son escasos los relatos que echan mano de componentes provenientes del imaginario simbólico. Así ocurre con el tópico de la travesía, por medio de la cual el sujeto protagonista de la narración podrá llegar a adquirir algún tipo de conocimiento trascendente: novelas estructuradas a partir de viajes son Los de abajo, de Mariano Azuela, La vorágine, de José E. Rivera, Los pasos perdidos, El siglo de las luces, Concierto barroco o El arpa y la sombra, todas de Alejo Carpentier, también cuentos magistrales como “Talpa” y “Luvina”, de Juan Rulfo o diversos relatos de Horacio Quiroga; por no citar grandes segmentos de Hijo de hombre, la excelente novela de Augusto Roa Bastos.
Ahora bien, será bastante común que estos viajes cuasi iniciáticos sean representados en el plano espacial según figuras que connotan lo circular: categorías como origen y fin se tornarían así relativas y simbólicamente equivalentes. Asimismo, y en lo que atañe a los aspectos temporales, la figuración del círculo se verá correspondida por apelaciones a modalidades cíclicas que no desdeñarán la utilización de parámetros surgidos de los ritmos de la naturaleza o de ciertos momentos claves del ciclo anual a fin de marcar el transcurso del tiempo. Un maestro consumado en el manejo de tales factores es, una vez más, el citado Roa Bastos.
2) El cine y sus huellas
Cuando hablamos de los efectos del cine en la narrativa por cierto que no nos referimos a una influencia de mero corte temático. Antes bien, aludimos a la similitud de los modos de construir un relato por parte de la literatura con los que propone el cine. Pensando puntualmente en la técnica del montaje, capital en la conformación de esta última discursividad, es visible en gran parte de la narrativa contemporánea una inclinación a la discontinuidad en lo relativo al manejo de los distintos segmentos temporales que, sumados, constituyen la historia contada. Ello también hay que leerlo como una forma de reacción por parte de la narrativa contemporánea hacia el modelo realista, en el cual el desarrollo del relato se fundamentaba en la concatenación cronológica -consecutiva- de los hechos de la diégesis.
Texto eminentemente discontinuo en cuanto al manejo temporal es Pedro Páramo, de Juan Rulfo: compuesta por sesenta y nueve fragmentos ‘montados’ según pautas que niegan cualquier atisbo de continuidad cronológica, esta novela no puede ocultar su deuda con el discurso cinematográfico. También la primera obra de Gabriel García Márquez, La hojarasca, conjuga la alternancia de tres puntos de vista narrativos con una pluralidad de tiempos dispuestos ‘a-cronológicamente’ que abarcan un lapso de treinta años. No obstante, ya en algunos cuentos de Horacio Quiroga de la década de 1920 -para ser precisos, los agrupados en Los desterrados- pueden rastrearse procedimientos de fragmentación temporal de clara procedencia cinematográfica.
3) Narrar la verdad
Una de las diferencias fundamentales entre el modelo narrativo realista y el contemporáneo radicaría en que, mientras el primero hace todo lo posible por disimular el artificio, el segundo lo exhibe sin ninguna clase de pudor. Esta desinhibición hacia lo que constituye la mecánica de la ficción es una de sus marcas. En lo que respecta al modelo realista, en cambio, está claro que una de las maneras más efectivas de ocultar procedimientos es mediante la presencia de una voz narrativa omnisciente -y omnipresente- en relación a los hechos por aquéllos representados. Precisamente, ese conocimiento pleno del relator respecto de lo que relata asegurará la permanencia del ‘efecto de realidad’ por todos los medios buscado.
Sin embargo, a partir de las experimentaciones llevadas a cabo por escritores como Henry James, las cosas comenzarán a cambiar. Al tiempo que su saber respecto de lo narrado se vaya tornando deficiente, cuando no falaz o directamente nulo, el narrador se transformará en una instancia poco y nada confiable para el lector contemporáneo. Este último, entonces, deberá habituarse a transitar con asiduidad los pantanosos territorios de la incertidumbre: de alguna manera habrá de colaborar con la voz narrativa reconstruyendo historias elididas, recuperando sentidos extraviados o sustrayéndose al engaño de las falsas perspectivas. A medida que el lector va perdiendo su inocencia, el relato se vuelve cada vez más sobre sí mismo, deviene ‘metarrelato’, cuestionando el poder representativo del lenguaje -la sustancia con que está hecho- y cuestionándose en tanto vehículo para dar cuenta de la verdad.
“Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada. Si se pudiera decir: yo vieron subir la luna, o: nos me duele el fondo de los ojos, y sobre todo así: tú la mujer rubia eran las nubes que siguen corriendo delante de mis tus sus nuestros vuestros sus rostros. Qué diablos”. “Las babas del diablo”, frag.
Numerosos textos de Juan Carlos Onetti -un excelente ejemplo es la novela corta Los adioses-, constituyen una muestra acabada en lo referido a la desconfianza que la instancia narrativa despliega en relación a la posibilidad de conocer la verdad de los hechos relatados. Narradores confinados en espacios ajenos a la acción de los participantes centrales de una historia se entregan obsesivamente a la especulación, la reconstrucción o la conjetura en torno a sucesos cuyos pormenores apenas adivinan.
De modo recurrente, los textos parecieran tomar conciencia de su carácter de tales. No será extraño que tematicen, entonces, precisamente la construcción de aquello que bien podría denominarse ‘espacios de textualidad’. Desde esta perspectiva debiéramos leer en la literatura hispanoamericana el reiterado reenvío a lugares indisolublemente ligados a la propia actividad narrativa: Comala y Luvina en Juan Rulfo, Macondo en Gabriel García Márquez o San Blas en Augusto Monterroso, por no hablar de los casos extremos del planeta Tlön ideado por Jorge Luis Borges o la ciudad de Santa María, donde se desarrolla la mayoría de las obras de Juan Carlos Onetti. Justamente su novela más importante, La vida breve, trata acerca de la construcción de ese ámbito puramente ficcional.
“Yo viví en Buenos Aires muchos años, la experiencia de Buenos Aires está presente en todas mis obras, de alguna manera; pero mucho más que Buenos Aires, está presente Montevideo, la melancolía de Montevideo. Por eso fabriqué a Santa María, el pueblito que aparece en El astillero: fruto de la nostalgia de mi ciudad”.Juan Carlos Onetti
Por último, la desconfianza del narrador hacia las posibilidades representativas de su decir, afectará también la manera que adopte para plasmar a sus personajes. Éstos ya no poseerán las marcas de acabamiento o unidireccionalidad propias del discurso realista: son, en cambio, sujetos ‘en proceso’, abiertos y variables. La novelística contemporánea gusta así de jugar a los equívocos en relación al carácter o psicología de sus actores. Un mismo sujeto denominado de dos maneras distintas y correlativas al punto de vista narrativo adoptado, o bien dos sujetos poseedores de un mismo nombre, acaso sean ya recursos bastante conocidos -un ejemplo magnífico de esta clase de ‘equívoco’ puede encontrarse en La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa- que, interpretados en profundidad, no ocultan la concepción fragmentaria de la conciencia del hombre contemporáneo unida a la acuciante pregunta por la propia identidad.
4) Hibridajes genéricos
Ya sea por medio del cruce, la alusión o, directamente, la recreación, otra señal de la literatura hispanoamericana contemporánea consiste en explorar las posibilidades artísticas de los distintos géneros discursivos, aun de aquellos que, tradicionalmente, fueron tenidos como ajenos por completo al ámbito de la creación literaria.
Contamos así con una serie de textos de clara intención lúdica que, por caminos diversos, hacen literatura a partir de construcciones discursivas -cultas o no- previamente establecidas. Esto es, que parten de un gesto irónico que el lector atento de ninguna manera puede permitirse pasar por alto.
Así, pueden considerarse un valioso antecedente de estas exploraciones los experimentos narrativos que Jorge Luis Borges llevó a cabo con el género policial en cuentos como “El jardín de senderos que se bifurcan”, “La muerte y la brújula” o “Emma Zunz”, por no hablar de la serie Seis problemas para don Isidro Parodi, escrita en colaboración con Adolfo Bioy Casares. A su vez, cuentos como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Utopía de un hombre que está cansado” y “There are more things”, intentarían otro tanto pero en relación a la ciencia ficción.
Básicamente, lo que hace Borges es tomar los códigos de un género literario y transgredirlos (el detective puede ser la víctima del asesino), parodiarlos (el apellido del memorable investigador Isidro Parodi parece ser prueba suficiente) o los fusiona con los de otro género canónico (de ahí esas típicas ‘mezclas’ de ensayo y ficción tan borgeanas).
Las posibilidades siempre apasionantes e inesperadas de escribir en las indecisas fronteras donde historia, testimonio, filosofía, crítica e imaginación se confunden, serán brillantemente ejercitadas por un notable escritor como Ricardo Piglia.
Otro caso relevante lo constituye la literatura del guatemalteco Augusto Monterroso. También edificada sobre los pilares de la ironía y la parodia, no deja de resignificar géneros discursivos íntimos de la literatura culta y los tratados filosóficos: citas académicas -muchas veces deliberadamente mal atribuidas-, prólogos eruditos -y ridículamente pedantes-, índices onomásticos -del todo inútiles-, notas de agradecimiento -superfluas-, aforismos, bibliografías abultadísimas, etc. Uno de sus libros más importantes, La oveja negra y demás fábulas, reúne una serie de verdaderas ‘antifábulas’ carentes de moraleja o, lo que es peor, de paradojal moraleja inmoral. Su única ‘novela’ se titula Lo demás es silencio y en verdad se trata de un texto inclasificable que, además de poner formalmente en crisis al género novelístico, ensaya una ácida burla de la institución literaria con el pretexto de homenajear a un escritor latinoamericano consagrado.
Literatura eminentemente fragmentaria, su uso casi exclusivo de componentes textuales y paratextuales con fines paródicos exige la participación de un lector altamente competente, un lector que pueda tomar parte activa de ese juego desacralizador.
Equiparables a los de Monterroso son los procedimientos de Manuel Puig, pero con una fundamental diferencia: Puig gusta de trabajar sobre la base de géneros tradicionalmente considerados ‘bastardos’ en relación a la literatura. Anónimos, informes policiales, diálogos telefónicos, cartas de amor, folletines, radioteatros, relatos de filmes, diarios íntimos, composiciones escolares, etc. También sus textos exigen un lector sagaz que pueda percibir el gesto paródico central sobre el cual gira el efecto paródico de esta literatura.
Por su parte, escritores como la puertorriqueña Rosario Ferré o su compatriota Luis Rafael Sánchez han utilizado procedimientos de adulteración textual a fin de dar cuenta cabal de la realidad lingüísticamente híbrida de su isla. Pero quizá sea el cubano Guillermo Cabrera Infante quien haya llevado hasta sus últimas consecuencias artificios lúdicos de estas características.
“Ortega (José Ortega y Gasset, no Domingo Ortega) dijo, Yo soy yo y mi circunstancia. (Un hebreo diría, le dije, yo soy yo y mi circuncisión.)”
“Los malos siempre ganan: fue Abel quien perdió primero.”
“El infierno puede estar empedrado de buenas intenciones, pero el resto (la topografía, la arquitectura y la decoración) lo hicieron las malas intenciones. Y no es cualquier cosa como construcción.”
“Freud olvidó una sabiduría de otro judío, Salomón: el sexo no es el único motor del hombre entre la vida y la muerte. Hay otro, la vanidad. La vida (y esa otra vida, la historia) se ha movido más por la rueda de la vanidad que por el pistón del sexo.”
“Dice Rine, siempre llevando todo a las tablas, que el mal no compone, que los malos saben hacer un magnífico primer acto, un segundo acto bueno, pero que siempre fracasan en el tercer acto. Ésta es una versión boy meets girl/boy loses girl/boy finds girl de la vida. Los malos quedarán hechos polvo en una obra sakesperiana -por los cuatro y los cinco actos-. Pero ¿qué pasa con las vidas en un acto?”
Tres tristes tigres, frgs.
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