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14 de diciembre de 2008

Los mitos y los cuentos de hadas

LOS MITOS Y LOS CUENTOS DE HADAS por Eliade Mircea
Jan de Vries acaba de publicar un librito sobre los cuentos de hadas (Jan de Vries, Betrachtungen zum Märchen, besonders in seinem Verhältnis zu Heldensage und Mythos, Helsinki, 1954). Como indica el título, sus reflexiones se dirigen especialmente a las relaciones de los cuentos populares con la saga heroica y el mito. Tema inmenso, temible, con el que nadie podía enfrentarse con más calificaciones que el eminente germanista y folklorista holandés. Este librito no pretende agotar en 180 páginas todos los aspectos del problema. No constituye en modo alguno un manual. El autor se ha propuesto establecer el balance provisional de un siglo de investigaciones y, sobre todo, indicar las nuevas perspectivas, abiertas desde hace poco al especialista en cuentos populares. Se sabe que su interpretación ha tomado recientemente gran incremento. Por una parte, los folkloristas han aprovechado los progresos realizados por la etnología, la historia de las religiones y la psicología profunda. Por otra, los propios especialistas de cuentos populares han hecho un sensible esfuerzo para someter sus investigaciones a un método más riguroso; prueba de ello son los penetrantes estudios de un André Jolles o de un Max Lüthi.
Jan de Vries se ha propuesto presentar todo este movimiento antes de exponer sus puntos de vista sobre las relaciones entre el mito, la saga y el cuento popular. El debate se abre naturalmente con el examen de la «escuela finlandesa». Los méritos de ésta son demasiado conocidos para que se tenga que volver sobre ellos. Los eruditos escandinavos han proporcionado un trabajo preciso y considerable: han registrado y clasificado todas las variantes de un cuento, han tratado de reconstruir sus vías de difusión. Pero estas investigaciones formales y estadísticas no han resuelto ningún problema esencial. La escuela finlandesa ha creído poder llegar, por el minucioso estudio de las variantes, a la «forma primordial» (Urform) de un cuento. Desgraciadamente, era una ilusión: en la mayoría de los casos, la Urform no era más que una de las múltiples «pre-formas» transmitidas hasta nosotros. Esa famosa «forma primordial» —que ha obsesionado a toda una generación de investigadores— no gozaba más que de una existencia hipotética (J. de Vries, pág. 20).
El autor se ocupa a continuación del folklorista francés Paul Saintyves y de su teoría ritualista. El principal libro de Saintyves, Les contes de Perrault et les récits parallèles (1923), se lee aún con provecho e interés, a pesar de las lagunas de su información y sus confusiones metodológicas. Hay que convenir que su elección no fue afortunada. Los cuentos de Perrault no constituyen siempre un material válido para el estudio comparativo. El cuento del Gato con botas, por ejemplo, no está atestiguado ni en Escandinavia ni en Alemania; en este último país aparece bastante tarde y bajo la influencia de Perrault. Por lo menos, Saintyves ha tenido el mérito de reconocer en los cuentos motivos rituales que perduran aún hoy en las instituciones religiosas de los pueblos primitivos. Por el contrario, se ha equivocado por completo al descubrir en los cuentos el «texto» que acompañaba al rito (De Vries, pág. 30). En un libro que, desgraciadamente, ha escapado a la atención de Jan de Vries, Las raíces históricas de los cuentos maravillosos («Istoritcheskie korni volshenboi skaski», Leningrado, 1946), el folklorista soviético V. la. Propp ha recogido y desarrollado la hipótesis ritualista de Saintyves. Propp ve en los cuentos populares el recuerdo de los ritos de iniciación totémicos. La estructura iniciática de los cuentos es evidente y nos ocupará más adelante. Pero todo el problema está en saber si el cuento describe un sistema de ritos procedente de un estadio preciso de cultura o si su escenario iniciático es «imaginario» en el sentido de que no está unido a un contexto histórico-cultural, sino que expresa más bien un comportamiento antihistórico, arquetípico de la psyche Para atenerse a un ejemplo, Propp habla de iniciaciones totémicas; este tipo de iniciaciones estaba rigurosamente vedado a las mujeres; por otra parte, el personaje principal de los cuentos eslavos es precisamente una mujer: la Vieja Hechicera, la Baba Jaga. Dicho de otro modo: no encontraremos jamás en los cuentos el recuerdo exacto de un cierto estadio de cultura; los estilos culturales, los ciclos culturales, los ciclos históricos están en ellos reflejados con telescopio. No subsisten más que las estructuras de un comportamiento ejemplar, a saber: susceptible de ser vivido en una multitud de ciclos culturales y momentos históricos.
La hipótesis de W. E. Peuckert, brillantemente discutida por Jan de Vries (págs. 30 ss.), se enfrenta con análogas dificultades. Según este erudito, los cuentos se formarían en el Mediterráneo oriental durante la época neolítica: conservarían aún la estructura de un complejo sociocultural que englobaría el matriarcado, la iniciación y los ritos de matrimonio característicos de los agricultores. Peuckert relaciona las pruebas impuestas al héroe de un cierto tipo de cuentos para poder casarse con la hija del demonio con las costumbres extramatrimoniales en vigor entre los agricultores: para obtener su esposa el pretendiente debe segar un campo, construir una casa, etc. Pero, según observa Jan de Vries, las pruebas tendentes a la boda están atestiguadas también en la epopeya (por ejemplo, Râmâyana) y en la saga heroica. Por lo demás, es difícil integrar la saga, poesía esencialmente aristocrática, en el horizonte cultural de los cultivadores. La relación genética: pruebas matrimoniales del tipo campesino-conde, no se impone. Por otra parte, Peuckert busca el «origen» de los cuentos en el Oriente Próximo protohistórico, en razón de su extraordinaria riqueza económica y del florecimiento sin precedentes que en él conocieron los cultos de la fecundidad y el simbolismo sexual; los análisis de Max Lüthi han demostrado que el erotismo no desempeña, por el contrario, ningún papel en los cuentos.
Jan de Vries discute ampliamente la hipótesis de C. W. Von Sydow sobre el origen indoeuropeo de los cuentos maravillosos (págs. 48 ss.; 60 ss.). Las dificultades de tal hipótesis son tan evidentes que eximen de insistir en ellas, y el propio Von Sydow se ha visto obligado a modificar sus puntos de vista. Ahora se inclina a retrotraer el «nacimiento» de los cuentos a un pasado aún más remoto, precisamente a la cultura megalítica preindoeuropea. En un reciente estudio, Märchen und Megalithreligion (Paideuma, V, 1950), Otto Huth se ha apropiado de este punto de vista, y es lástima que Jan de Vries no haya juzgado necesario examinarlo. Según Otto Huth, los dos motivos dominantes de los cuentos, el viaje al más allá y las bodas de tipo real, pertenecerían a la «religión megalítica». Se está de acuerdo generalmente en localizar el centro originario de la cultura megalítica en España y África del Norte occidental; desde allí, las ondas megalíticas llegaron hasta Indonesia y Polinesia. Esta difusión a través de tres continentes explicaría, según Huth, la enorme circulación de los cuentos. Por desgracia, esta nueva hipótesis es tanto menos convincente por cuanto que nuestra ignorancia de la «religión megalítica» protohistórica es casi total.
El profesor De Vries pasa bastante rápidamente sobre las explicaciones propuestas por los psicólogos, al subrayar sobre todo las contribuciones de Jung (págs. 34 ss.). Acepta el concepto jungiano del arquetipo como estructura del inconsciente colectivo; pero recuerda, a justo título, que el cuento no es una creación inmediata y espontánea del inconsciente (como el sueño, por ejemplo): es ante todo una «forma literaria», como la novela o el drama. El psicólogo no presta atención a la historia de los motivos folklóricos y a la evolución de los temas literarios populares; siente la tentación de trabajar con esquemas abstractos. Estos reproches tienen su fundamento. Con tal que no se olvide que el psicólogo de las profundidades utiliza una escala que le es propia y se sabe que «es la escala la que crea el fenómeno». Todo lo que un folklorista puede objetar a un psicólogo es que sus resultados no resuelven su problema; no sirven más que para sugerirle nuevas vías de investigación.
La segunda parte del libro está consagrada a los puntos de vista personales de Jan de Vries. Una serie de felices análisis (págs. 38 ss.) demuestran que la explicación de la saga (la de los Argonautas, la de Sigfrido) no está en los cuentos, sino en los mitos. El problema del poema de Sigfrido no es el saber cómo salió de restos de leyendas y de «motivos» folklóricos, sino cómo de un prototipo histórico ha podido nacer una biografía fabulosa. El autor recuerda muy a propósito que una saga no es un conglomerado de una polvareda de «motivos»; la vida de un héroe constituye un todo, desde su nacimiento a su muerte trágica (pág. 125). La epopeya heroica no pertenece a la tradición popular; es una forma poética creada en los medios aristocráticos. Su universo es un mundo ideal, situado en una edad de oro, igual al mundo de los Dioses. La saga linda con el mito y no con el cuento. Muy a menudo es difícil decidir si la saga cuenta la vida heroizada de un personaje histórico o, por el contrario, un mito secularizado. Ciertamente, los mismos arquetipos —es decir, las mismas figuras y situaciones ejemplares— reaparecen indiferentemente en los mitos, la saga y los cuentos. Pero, mientras que el héroe de la saga acaba de una manera trágica, el cuento tiene siempre un desenlace feliz (pág. 156). El autor insiste asimismo en otra diferencia, que le parece capital, entre el cuento y la saga: ésta acepta aún el mundo mítico; el cuento se separa de él (pág. 175). En la saga, el héroe se sitúa en un mundo gobernado por los Dioses y el destino. Por el contrario, el personaje de los cuentos aparece emancipado de los Dioses; sus protectores y sus compañeros bastan para asegurarle la victoria. Este despego, casi irónico, del mundo de los Dioses lo acompaña una total ausencia de problemática. En los cuentos, el mundo es simple y transparente. Pero, observa Jan de Vries, la vida real no es simple ni transparente, y se pregunta en qué momento histórico la existencia no se sentía aún como catástrofe. Piensa en el mundo homérico, en la época en que el hombre comenzaba ya a despegarse de los Dioses tradicionales, sin buscar aún refugio en las religiones mistéricas. Es en un mundo así —o en otras civilizaciones en una situación espiritual análoga— donde el profesor De Vries se inclina a ver el terreno propicio para el nacimiento de los cuentos (pág. 174). El cuento es, asimismo, una expresión de la existencia aristocrática, y, en este aspecto, se acerca a la saga. Pero sus direcciones divergen: el cuento se aparta del universo mítico y divino, y «cae» en el pueblo desde el momento en que la aristocracia descubre la existencia como problema y tragedia (pág. 178).
Una discusión adecuada de todas estas cuestiones nos llevaría demasiado lejos. Algunos resultados de Jan de Vries se imponen: la solidaridad de estructura entre mito, saga y cuento, por ejemplo; la oposición entre el pesimismo de la saga y el optimismo de los cuentos; la progresiva desacralización del mundo mítico. En cuanto al problema del «origen» de los cuentos, su complejidad impide abordarlo aquí. La principal dificultad reside en el equívoco de los mismos términos «origen» y «nacimiento». Para el folklorista, el «nacimiento» de un cuento se confunde con la aparición de una pieza literaria oral. Es un hecho histórico a estudiar como tal. Los especialistas de las literaturas orales tienen, pues, razón en despreciar la «prehistoria» de sus documentos. Disponen de «textos» orales igual que sus colegas, los historiadores de la literatura, disponen de textos escritos. Los estudian, los comparan, reconstruyen su difusión y sus recíprocas influencias, poco más o menos como hacen los historiadores de la literatura. Su hermenéutica se dirige a comprender y a presentar el universo espiritual de los cuentos sin preocuparse demasiado de sus antecedentes míticos.
Para el etnólogo y para el historiador de las religiones, por el contrario, el «nacimiento» de un cuento como texto literario autónomo constituye un problema secundario. En primer lugar, al nivel de las culturas «primitivas», la distancia que separa los mitos de los cuentos es menos neta que en las culturas donde existe una profunda separación entre la clase de los «letrados» y el «pueblo» (compara el caso en el Oriente Próximo antiguo, en Grecia, en la Edad Media europea). A menudo, los mitos se mezclan con los cuentos (y es casi siempre en ese estado como nos los presentan los etnólogos), o más aún: aquello que se presenta con el prestigio de un mito no es sino un cuento en la tribu vecina. Pero lo que interesa al etnólogo y al historiador de las religiones es el comportamiento del hombre con respecto a lo sagrado, tal como se desprende de toda esta masa de textos orales. Ahora bien: no es siempre cierto que el cuento señale una «desacralización» del mundo mítico. Se podría hablar con mayor propiedad de un enmascaramiento de los motivos y de los personajes míticos; y en vez de «desacralización» sería preferible decir «degradación de lo sagrado». Así, pues, Jan de Vries lo ha demostrado muy bien: no hay solución de continuidad entre los escenarios de los mitos, de la saga y de los cuentos maravillosos. Además, si en los cuentos los dioses no intervienen ya con sus nombres propios, sus perfiles se distinguen aún en las figuras de los protectores, de los adversarios y de los compañeros del héroe. Están disfrazados o, si se prefiere, «degradados», pero continúan cumpliendo su función.
La coexistencia, la contemporaneidad de los mitos y de los cuentos en las sociedades tradicionales, plantea un problema delicado, sin que sea insoluble. Piénsese en las sociedades del Occidente medieval, en las que los auténticos místicos estaban inmersos en la masa de los simples creyentes e incluso se aproximaban a ciertos cristianos cuya falta de devoción era tan grande que tan sólo participaban exteriormente en el cristianismo. Una religión siempre se vive —o se acepta o se sufre— con múltiples registros; pero entre estos diferentes planos de experiencia hay cierta equivalencia y cierta analogía. La equivalencia se mantiene incluso después de la «banalización» de la experiencia religiosa, después de la (aparente) desacralización del mundo. (Para convencerse basta con analizar las valoraciones profanas y científicas de la «Naturaleza» desde Rousseau y la filosofía de las luces.) Pero hoy día se vuelve a encontrar el comportamiento religioso y las estructuras de lo sagrado —figuras divinas, gestos ejemplares, etc.— en los niveles profundos de la psique, en el «inconsciente», en los planos de lo onírico y de lo imaginario.
Esto plantea otro problema, que no interesa ya al folklorista ni al etnólogo, pero que preocupa al historiador de las religiones y acabará por interesar al filósofo y quizás al crítico literario, pues toca también, aunque indirectamente, el «nacimiento de la literatura». Convertido desde hace mucho tiempo en Occidente en literatura de diversión (para los niños y los campesinos) o de evasión (para los habitantes de la ciudad), el cuento maravilloso presenta con todo la estructura de una aventura extraordinariamente grave y responsable, pues se reduce, en suma, a un escenario iniciático: se reencuentran siempre las pruebas iniciáticas (luchas contra el monstruo, obstáculos aparentemente insuperables, enigmas a resolver, trabajos imposibles de efectuar, etc.), el descenso a los Infiernos o la ascensión al Cielo, o incluso la muerte y la resurrección (lo que, por otra parte, revierte en lo mismo), la boda con la Princesa. Es cierto que, como ha subrayado muy acertadamente Jan de Vries, el cuento acaba siempre por un happy end. Pero su contenido propiamente dicho se refiere a una realidad extremadamente seria: la iniciación, es decir, el tránsito gracias al artificio de una muerte y de una resurrección simbólicas de la ignorancia y de la inmadurez a la edad espiritual del adulto. La dificultad estriba en decir cuándo el cuento ha comenzado su carrera de simple historia maravillosa despojada de toda responsabilidad iniciática. No se excluye, al menos para ciertas culturas, que esto se produzca en el momento en que la ideología y los ritos tradicionales de iniciación estaban en camino de caer en desuso y se podría «contar» impunemente lo que exigía, en otro tiempo, el mayor secreto. Pero no es completamente cierto que este proceso haya sido general. En multitud de culturas primitivas, en que los ritos de iniciación están aún vivos, se cuentan asimismo historias de estructura iniciática, y esto desde hace largo tiempo.
Casi podría decirse que el cuento repite, en otro plano y con otros medios, el escenario iniciático ejemplar. El cuento recoge y prolonga la «iniciación» al nivel de lo imaginario. Si constituye una diversión o una evasión, es únicamente para la conciencia banalizada y, especialmente, para la conciencia del hombre moderno; en la psique profunda, los escenarios iniciáticos conservan su importancia y continúan transmitiendo su mensaje, operando mutaciones. Sin darse cuenta, y creyendo divertirse o evadirse, el hombre de las sociedades modernas se beneficia aún de esta iniciación imaginaria aportada por los cuentos. Se podría en ese caso preguntar si el cuento maravilloso no se ha convertido, desde muy pronto, en un «doblete fácil» del mito y del rito iniciáticos; si no ha desempeñado el papel de reactualizar, a nivel de lo imaginario y de lo onírico, las «pruebas iniciáticas». Este punto de vista no sorprenderá a aquellos que miran la iniciación como un comportamiento exclusivo del hombre de las sociedades tradicionales. Hoy comienza a extenderse la idea de que lo que se llama «iniciación» coexiste con la condición humana, que toda existencia está constituida por una serie ininterrumpida de «pruebas», de «muertes» y de «resurrecciones», cualesquiera que sean los términos de que se sirva el lenguaje moderno para traducir estas experiencias (originariamente religiosas).

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