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1 de agosto de 2011

HISTORIA ARGENTINA: Pérdida y Recuperación de la República (1973- 1996)

HISTORIA ARGENTINA: Pérdida y Recuperación de la República (1973- 1996)

El retorno de Perón a la presidencia sólo se produjo después de una serie de complejas peripecias. El presidente Lanusse fracasó en imponer su propia candidatura, que presentaba como transaccional entre las Fuerzas Armadas y Perón, pero logró proscribir al líder exiliado, quien entonces designó como candidato vicario a Héctor Cámpora. Éste, que manifestaba una incondicional solidaridad con el líder, suscitó a la vez fuertes simpatías entre los sectores juveniles y radicalizados del peronismo, nucleados en la llamada "tendencia revolucionaria". Los jóvenes dieron el tono a la agitada campaña electoral, realizada bajo el lema de "dependencia o liberación", que culminó con el triunfo electoral del peronismo. Las nuevas autoridades asumieron el 25 de mayo de 1973, con la simbólica presencia de los presidentes de Chile y Cuba, Salvador Allende y Osvaldo Dorticós, rodeados de una inmensa muchedumbre que escarneció a los jefes militares. Después de dieciocho años, la voluntad popular podía consagrar, con plena libertad, un gobierno constitucional que expresaba, a la vez, el deseo impreciso pero imperioso de transformaciones profundas.

Durante esos años se asistió a una verdadera "primavera de los pueblos", llena de esperanzas vagas e indefinidas. Desde 1969 la movilización popular no sólo había jaqueado al régimen militar sino desafiado de distintas maneras el orden establecido. Muchos procuraron imponerle una dirección. Los partidos políticos, débiles y hasta raquíticos debido a la larga falta de funcionamiento pleno de las instituciones representativas, fueron incapaces de hacerlo; en cambio lo lograron una serie de organizaciones políticas y armadas, nacidas en la lucha contra el régimen militar, al que enfrentaron por medio de acciones de guerrilla urbana. De los varios "ejércitos" que operaron, realizando acciones militares espectaculares que eran miradas con simpatía por buena parte de la población, los que mejor lograron arraigar en el movimiento popular fueron los Montoneros. Se trataba de un grupo de origen nacionalista y católico al que pronto se sumaron sectores provenientes de la izquierda, que sobresalió por su capacidad para asumir el discurso y las consignas de Perón, combinarlas con otras provenientes del nacionalismo tradicional, del catolicismo progresista y de la Izquierda revolucionaria, y a la vez movilizar y organizar a distintos sectores: estudiantes, trabajadores o moradores de barrios marginales. A través de distintas organizaciones, Montoneros combinó la acción militar con la específicamente política; en ella sobresalió la Juventud Peronista, detrás de la cual se congregaron los amplios sectores para quienes Perón era la encarnación de un proyecto revolucionario, en el que la liberación nacional debía llevar a la •'patria socialista".

Fueron estos sectores juveniles los que rodearon al presidente Cámpora y ocuparon importantes posiciones de poder hasta que, dentro mismo del peronismo, se generó un vigoroso movimiento en su contra. El 20 de junio de 1973, el día en que Perón volvía definitivamente al país, y cuando una inmensa multitud se había congregado en Ezeiza para recibirlo, ambos sectores protagonizaron una verdadera batalla campal, que dejó muchos muertos. Poco después, Cámpora era forzado a renunciar, y luego de un breve interludio, unas nuevas elecciones generales consagraron, de manera abrumadora, la fórmula presidencial que reunía al general Perón y a su esposa María Estela Martínez.

El conflicto interno del peronismo se desplegó con toda su fuerza. Frente a quienes proclamaban la bandera de la patria socialista, otro sector levantaba la de la "patria peronista", combinando la aspiración al retorno de la bonanza de décadas anteriores con posiciones, tradicionales en el peronismo, decididamente adversas a las ideas de izquierda. Ambos sectores compitieron por el poder y por el control de las movilizaciones callejeras, y ambos recurrieron a la violencia, al terrorismo y al asesinato. Fue claro que Perón, quien en su anterior lucha con los militares había respaldado a los jóvenes, repudiaba ahora su forma de acción, sus consignas y propósitos, se inclinaba por los sectores más tradicionales del partido y se ocupaba de desalojar a los sectores juveniles peronistas de posiciones de poder. El enfrentamiento culminó el 1° de mayo de 1974, cuando en el tradicional acto peronista de la Plaza de Mayo, el veterano líder los denostó y aquéllos respondieron abandonando la Plaza y, simbólicamente, el movimiento.

Los partidos de oposición, empeñados en apoyar al gobierno constitucional, no interfirieron ni en este conflicto ni en el otro, más sordo, de Perón con los sindicatos. La política económica que ejecutó su ministro de Economía, el empresario José Gelbard, fue decididamente moderada, y lejos de las consignas socialistas de algunos de sus seguidores, apuntó a fortalecer el desarrollo capitalista. Se propuso expandir el mercado interno, ampliar las exportaciones industriales y estimular al sector de empresas nacionales, pero sin hostilizar a las extranjeras. La eliminación de la inflación, que era una cuestión clave para cualquier proyecto de desarrollo, debía lograrse mediante un amplio Pacto Social, en el que empresarios y trabajadores renunciaran a su tradicional puja por el reparto del ingreso y aceptaran el papel arbitral del Estado. Pero luego de los primeros éxitos, la reaparición de la inflación impulsó a los trabajadores a acentuar sus reclamos, obligando a Perón a poner en juego toda su autoridad para salvar la concertación. El 12 de junio de 1974, en su última aparición en público, reclamó de unos y otros el cumplimiento de los acuerdos. Poco después, el 1° de julio, el anciano líder fallecía.

Su viuda, María Estela, que asumió la presidencia, no tenía ni la misma capacidad ni similar autoridad, y los conflictos se hicieron más agudos. José López Rega, que había sido secretario privado de Perón y luego ministro de Bienestar Social, y a quien se sindicaba como el poder oculto del gobierno, organizó grupos clandestinos dedicados a asesinar dirigentes opositores, muchos de los cuales eran activistas sindicales e intelectuales disidentes, no enrolados en las organizaciones guerrilleras. Montoneros respondió de la misma manera, de modo que la violencia creció de manera irrefrenable, ante la inacción de un gobierno que renunciaba al monopolio de la fuerza. Por otra parte, y frente a una inflación agudizada, el gobierno se lanzó a un drástico plan de ajuste económico, que incluyó una fortísima devaluación y aumento de tarifas públicas, conocido como "rodrigazo", en alusión al ministro de Economía Celestino Rodrigo, acólito de López Rega. Los sindicalistas respondieron enfrentando con energía al gobierno y lograron un aumento similar, con lo que los efectos esperados del "rodrigazo" se perdieron, pero la economía entró en una situación de elevada inflación y descontrol.

Una organización armada no peronista, el Ejército Revolucionario del Pueblo, logró por entonces asentarse en un sector de la provincia de Tucumán, donde anunció la constitución de una "zona liberada", y el Ejército inició una operación formal para desalojarlo. Poco después, los jefes militares imponían el alejamiento de López Rega. Era evidente que el gobierno civil había perdido el dominio de la situación. Un intento de encontrar una salida dentro del orden constitucional —la renuncia de la presidente y su reemplazo por el senador Luder, presidente del Senado— fracasó. Poco después, la crisis económica y política combinadas creaban las condiciones para que las Fuerzas Armadas desplazaran a la presidenta y se hicieran cargo del poder, sin oposición y hasta con el aliviado consentimiento de la mayoría de la población.

El 24 de marzo de 1976 asumió el mando la Junta Militar, formada por los comandantes de las tres Armas, que designó presidente al general Jorge Rafael Videla, comandante del Ejército. Videla se mantuvo en el cargo hasta marzo de 1981, cuando fue reemplazado por el general Roberto Marcelo Viola, que en 1978 lo había sucedido al frente del Ejército. Sin embargo, la Junta siguió conservando la máxima potestad, y las tres armas se dividieron cuidadosamente el ejercicio del poder.

Con el llamado Proceso de Reorganización Nacional, las Fuerzas Armadas se propusieron primariamente restablecer el orden, lo que significaba recuperar el monopolio del ejercicio de la fuerza, desarmar a los grupos clandestinos que ejecutaban acciones terroristas amparados desde el Estado y vencer militarmente a las dos grandes organizaciones guerrilleras: el E.R.P. y Montoneros. La primera desapareció rápidamente, mientras que Montoneros logró salvar una parte de su organización que, muy debilitada, siguió operando desde el exilio. Pero además, en la concepción de los jefes militares, la restauración del orden significaba eliminar drásticamente los conflictos que habían sacudido a la sociedad en las dos décadas anteriores, y con ellos a sus protagonistas. Se trataba en suma de realizar una represión integral, una tarea de verdadera cirugía social.

En 1984, la Comisión Nacional para la Desaparición de Personas (Conadep), que presidió el escritor Ernesto Sábato, realizó una reconstrucción de lo ocurrido, cuya real dimensión apenas se intuía. Sus conclusiones fueron luego confirmadas por la justicia, que en 1985 condenó a los máximos responsables. Concebido como un plan orgánico, fue apllcado de manera descentralizada, reservándose cada fuerza sus zonas de responsabilidad. Grupos de militares no identificados se ocupaban de secuestrar, generalmente por la noche, a activistas de distinto tipo, que luego de ser sometidos a torturas permanecían largo tiempo detenidos, en centros clandestinos—La Perla, El Olimpo, La Cacha, que alcanzaron una terrible fama—, hasta que una autoridad superior decidía si debían ser ejecutados o si eran "recuperables". Proliferaron los "desaparecidos", pues los famlllares Ignoraban su suerte y ninguna autoridad asumía la responsabilidad de la acción, y también las tumbas clandestinas. La C.O.N.A.D.E.P logró documentar nueve mil casos, aunque probablemente—según las denuncias de los familiares—la cifra deba triplicarse.

Según la versión oficial, se trataba de "erradicar la subversión apátrida". Muchas de las víctimas estuvieron involucradas en actividades armadas; muchísimas otras eran dirigentes sindlcales o estudiantiles, sacerdotes, activistas de olganizaciones civiles o intelectuales disidentes. Pero el verdadero objetivo eran los vivos, los que emigraron, o debieron silenciar su voz, o aún aceptar lo que estaba ocurriendo, por falta de voces alternativas a las que, desde el Estado, iustlficaban lo sucedido. Ante el horror, la mayoría se inclino por refugiarse en la ignorancia.

Con la pasividad de la sociedad el régimen militar pudo consagrarse a su segunda tarea: la reestructuración de la

economía, de modo de eliminar la raíz que —según creían— allí tenían los conflictos sociales y políticos. José Alfredo Martínez de Hoz, un economista vinculado a los más altos círculos económicos internacionales y locales, fue el ministro de Economía que, durante los cinco años de la presidencia de Videla, condujo la transformación, sorteando oposiciones múltiples, provenientes incluso de los propios sectores militares. En su diagnóstico, el fuerte peso que el Estado tenía en la vida económica—por su capacidad de intervención o por el control de las importantes empresas públicas —generaba en torno suyo una lucha permanente de los intereses corporativos— los distintos grupos empresarios y el sindicalismo—que afectaban la eficiencia de la economía, y finalmente la propia estabilidad social y política. La presencia del Estado debía reducirse, y su acción directiva tenía que ser reemplazada por el juego de las fuerzas del mercado, capaces de disciplinar y hacer eficientes a los distintos sectores. También debería reducirse la industria nacional, orientada al mercado interno y tradicionalmente protegida por el Estado, y con ella los poderosos sindicatos industriales, que eran precisamente uno de los factores de la discordia. Un vasto plan de obras públicas, más espectaculares que productivas, habría de compensar la desocupación generada.

En este proyecto, que invertía las orientaciones de la economía vigentes desde 1930 a 1945, se eliminó la protección industrial y se abrió el mercado a los productos extranjeros, que lo inundaron. El Estado renunció a regular la actividad financiera —y con ello a estimular algunas actividades con créditos preferenciales— y proliferaron las entidades financieras privadas, lanzadas especulativamente a la captación de los ahorros del público. En momentos en que el aumento del precio internacional del petróleo creaba una masa de capitales a la busca de ganancias rápidas, la apertura financiera permitió que se volcaran al país, alimentaran a la especulación y crearan la base de una deuda externa que desde entonces se convirtió en el más fue condicionante de la economía local. Para realizar parte las tareas de sus empresas, el Estado recurrió a empresas privadas, y algunas de ellas se beneficiaron con excelenlentes contratos. Mientras muchas de las actividades básicas languidecían y numerosas empresas quebraban, la activid financiera especulativa y los contratos con el Estado permitieron la formación de poderosos grupos económicos, que operaban simultáneamente en diversas actividades, aprovechaban de los recursos públicos y adquirían empresas con dificultades.

Un punto débil de este proyecto fueron las profundas divisiones existentes en el seno de las Fuerzas Armadas, debidas a la competencia interna y a las apetencias personal de sus jefes. La cuidadosa división de áreas de influencia entre las tres fuerzas llevó a una suerte de feudalización del poder. El comandante de la Marina, almirante Massera que ambicionaba la presidencia, se opuso a Videla y sobre todo a Martínez de Hoz. Varios generales manifestaron también sus pretensiones y objetaron el reemplazo de Videla por Viola. Cuando éste asumió el mando, prescindió de Martínez de Hoz e inició la tímida búsqueda de una "salida política". La falta de confianza en la estabilidad y en posibilidad de mantener las condiciones económicas desencadenó la crisis, que se manifestó en una inflación desatada y una conmoción reveladora de las endebles bases de la estabilidad lograda por Martínez de Hoz. A fines de 1981 Viola fue remplazado a su vez por el general Leopoldo Fortunato Galtieri.

Por entonces, cesaba en todo el mundo el flujo fácil de capitales especulativos y comenzaron los problemas para los deudores. La Argentina, como muchos países, tuvo dificultades

para pagar los intereses de los préstamos recibidos, con lo que la deuda comenzó a multiplicarse y los acreedores a presionar para imponer a la política económica las orientaciones que les permitieran cobrar sus créditos. La crisis se agudizó, y en la sociedad comenzaron a oírse voces de protesta, largamente silenciadas. Los empresarios reclamaron por los intereses sectoriales golpeados, los sindicalistas se atrevieron cada vez más, y el 30 de marzo de 1982 organizaron una huelga general, con concentración obrera en la Plaza de Mayo, que el gobierno reprimió con dureza. La Iglesia, que, como muchos, no había hecho oír su voz ante la represión, se manifestó partidaria de encontrar una salida hacia la democracia, en momentos en que los partidos políticos se agrupaban en la Multipartidaria, tras un reclamo de la misma índole. Pero lo más notable fueron las agrupaciones defensoras de los Derechos Humanos, y particularmente las Madres de Plaza de Mayo, un grupo formado en el momento más terrible de la represión, que ellas mismas debían soportar y que reclamaba por sus hijos desaparecidos y por uno de los derechos más esenciales e incontrovertibles. La fuerza de este reclamo de tipo ético fue enorme, y ayudó a despertar a la sociedad dormida.

El propio régimen militar contribuyó a agravar su crisis. El general Galtieri, que se había propuesto encontrar una salida política satisfactoria para el Proceso, se lanzó a una aventura militar que, de haber resultado exitosa, hubiera revitalizado el prestigio de las Fuerzas Armadas. En 1978 el gobierno militar había estado a punto de entrar en guerra con el de Chile a raíz de una disputa por algunos puntos fronterizos sobre el canal de Beagle, que implicaban el control de ese paso. La guerra fue evitada por la intervención del Papa, por medio de un hábil diplomático, el cardenal Samoré. Después de un tiempo de estudio, la mediación papal dio en lo esencial la razón a Chile, y los militares —particularmente la Marina— buscaron una compensación en otra área tradicionalmente conflictiva: las Islas Malvinas, ocupadas por Gran Bretaña desde 1833. Desde la década de 1960 la Argentina venía realizando una paciente tarea diplomática, a través de las Naciones Unidas que, sin embargo, no había llegado a resultados. Los jefes militares concibieron el plan de ocupar militarmente las islas por sorpresa y forzar a los británicos a una negociación, para lo cual Galtieri confiaba en el apoyo de los Estados Unidos, donde había establecido excelentes relaciones.

El 2 de abril de 1982 tropas argentinas desembarcaron en las islas y las ocuparon. La acción excitaba una veta chauvinista y belicista de la sociedad, largamente cultivada por las corrientes nacionalistas de diverso signo. Suscitó un apoyo generalizado en la población argentina y en casi todos sus representantes políticos, y los militares se anotaron una importante victoria. Cosecharon también apoyo entre los países latinoamericanos, pero la mayoría de los países europeos se alineó tras de Gran Bretaña que, lejos de aceptar la negociación, se dispuso a combatir para recuperar las islas. Los Estados Unidos hicieron un gran esfuerzo para mediar entre el gobierno argentino y el británico, y convencer a aquél de que evacuara las islas, pero los militares, apresados en su propia retórica, estaban imposibilitados de retroceder sin perder todo lo que habían ganado en el orden interno, y aún más. Finalmente, los Estados Unidos abandonaron su posición neutral y se alinearon detrás de su aliado tradicional y contra la Argentina, revelando que los militares habían iniciado su acción ignorantes de lo más elemental de las reglas del juego internacional.

También ignoraban las específicamente militares. Trasladaron a las islas una enorme cantidad de soldados, mal entrenados, escasamente pertrechados, sin posibilidades de abastecerlos y con jefes que carecían de ideas acerca de cómo defender lo conquistado. A principios de mayo comenzó el ataque británico. La Flota debió abandonar las operaciones, luego de que un submarino inglés hundiera al crucero General Belgrano. Pese a algunas eficaces acciones de la Aviación, pronto la situación en las islas se hizo insostenible, y su gobernador, el general Menéndez, dispuso su rendición.

La derrota desencadenó una crisis en las Fuerzas Armadas. Galtieri renunció, los principales responsables fueron removidos, pero luego ni la Armada ni la Fuerza Aérea respaldaron la designación del nuevo presidente, general Reynaldo Bignone. Por otra parte, la sociedad, que hasta último momento se había ilusionado con la posibilidad de un triunfo militar —alentada por informaciones oficiales que falseaban sistemáticamente la realidad— se sintió tremendamente decepcionada y acompañó a quienes exigían un retiro de los militares y aún la revisión de toda su actuación desde 1976. Por ambos caminos, se imponía la salida electoral, que se concretó a fines del año siguiente, en octubre de 1983.

Durante ese año y medio, la sociedad argentina no sólo revivió y se expresó con amplitud sino que se ilusionó con las posibilidades de la recuperación democrática. En muchos ámbitos sociales, estudiantiles, gremiales o culturales hubo un renovado activismo, así como una coincidencia general en el reclamo por la vigencia de los derechos humanos y el retorno a la democracia. A diferencia de experiencias anteriores, la politización se tiñó de una dimensión ética, y el pluralismo—escasamente apreciado en experiencias anteriores, donde el adversario era sistemáticamente tachado de enemigo— se afirmó como valor político fundamental.

Todo ello se canalizó en una actividad política renovada. La afiliación a los partidos fue muy grande, y éstos remozaron su fisonomía. El Partido Justicialista designó sus autoridades y candidatos luego de un proceso electoral interno razonablemente ordenado, y junto a muchos dirigentes tradicionales, sindicales y políticos, que conservaron lugares muy importantes, aparecieron nuevas figuras, más consustanciadas con la nueva experiencia democrática. Las izquierdas se congregaron en torno de los partidos tradicionales, pero sobre todo alrededor del Partido Intransigente, mientras que en la derecha, el ingeniero Alsogaray daba forma a una nueva agrupación, más exitosa que las anteriores, la Unión del Centro Democrático. La gran renovación se produjo en la Unión Cívica Radical, en torno de Raúl Alfonsín, luego de la muerte de Ricardo Balbín, ocurrida en 1981. A diferencia de la mayoría de los políticos, Alfonsín se había mantenido lejos de los militares, y no había apoyado la aventura de Malvinas. Reunió en torno suyo un grupo de activos dirigentes juveniles, provenientes de la militancia universitaria, y también un grupo de intelectuales que le dio a sus propuestas un tono moderno y renovador que faltaba en otras fuerzas políticas. Pero sobre todo, Alfonsín encarnó las ilusiones de la democracia, y la esperanza de doblegar con ella los escollos que desde hacía varias décadas impedían que el país lograra simultáneamente una forma de convivencia civilizada, una estabilidad política y la posibilidad de un crecimiento económico. Alfonsín afirmó que todo eso se podía conseguir con la democracia, y con esa propuesta ganó las elecciones de octubre de 1983, infligiendo al peronismo la primera derrota electoral de su historia.

La ilusión por la restauración democrática ocultó entonces la magnitud de los problemas que el nuevo gobierno heredaba así como las limitaciones de su poder, pues no sólo subsistían en pie los grandes sectores corporativos que tradicionalmente habían limitado la acción del poder político, sino que el partido gobernante no había logrado la mayoría en el Senado, desde donde se bloquearon muchas de sus iniciativas. El nuevo gobierno se preocupó especialmente por la política cultural, convencido de la importancia de combatir las ideas autoritarias que habían arraigado en la sociedad. Así, se dio un fuerte impulso a la alfabetización, se renovaron los cuadros de la Universidad y del sistema científico, y se estimuló la actividad cultural. La sanción de la ley de divorcio, que suscitó la fuerte oposición de la Iglesia, contribuyó a modernizar las normas de la vida social. En política internacional se aprovechó el prestigio del nuevo gobierno democrático para mejorar la imagen exterior del país y para solucionar legítimamente algunos problemas pendientes, particularmente la cuestión de los límites con Chile: un plebiscito dio amplia mayoría a la aprobación de la propuesta papal, que aseguraba la paz entre los dos Estados.

La relación con los militares resultó muy difícil debido al reclamo generalizado de la sociedad de investigar los crímenes cometidos durante la represión y sancionar a los responsables, y a la negativa de éstos a rever su actuación durante lo que ellos llamaban la "guerra antisubversiva", y sus críticos calificaban de genocidio. El presidente Alfonsín, que había participado activamente en las campañas en favor de los derechos humanos y había incorporado el tema a su campaña electoral, propuso distinguir entre quienes, desde el máximo nivel, habían ordenado y planeado la represión —los miembros de las Juntas Militares, a los que se enjuició—, quienes habían cumplido órdenes y quienes se habían excedido en ello, cometiendo delitos aberrantes. Igualmente propuso dar a las Fuerzas Armadas la oportunidad de que ellas mismas sancionaran a los responsables, para lo cual impulsó una reforma del Código de Justicia Militar. Este último procedimiento no dio resultado, debido a la total negativa de los militares a admitir que hubiera algo punible en lo que entendían como una "guerra". La sociedad, por su parte, sensibilizada por la investigación de la Conadep y la revelación cotidiana de los horrores de la represión, reclamó con firmeza el castigo de todos los responsables.

Durante 1985 se tramitó el juicio a los miembros de las tres primeras Juntas militares, que culminó con sanciones ejemplares. Los tribunales siguieron su acción y citaron a numerosos oficiales implicados en casos específicos, lo cual produjo la reacción solidaria de toda la corporación militar en defensa de sus compañeros, particularmente oficiales de baja graduación, que —según estimaban— no eran responsables sino ejecutores de órdenes superiores. Un primer intento de encontrar una salida política a la cuestión —la llamada ley de Punto Final— fracasó, pues no detuvo las citaciones a numerosos oficiales de menor graduación. En los días de Semana Santa de 1987 un grupo de oficiales se acuarteló en Campo de Mayo y exigió lo que denominaban una solución política. El conjunto de la civilidad, así como todos los partidos políticos, respondió solidarizándose con el orden constitucional, salió a la calle, llenó las plazas y exigió que depusieran su actitud. La demostración fue impresionante, pero las fuerzas militares que debían reprimir a los rebeldes, que empezaron a ser conocidos como "carapintadas", sin apoyarlos explícitamente, se negaron a hacerlo. El resultado de este enfrentamiento fue en cierta medida neutro. Luego de que el propio presidente fuera a Campo de Mayo, los rebeldes se rindieron, pero poco después, a su propuesta, el Congreso sancionó la ley de Obediencia Debida, que permitía exculpar a la mayoría de los oficiales que habían participado en la represión. Aunque este resultado no era sustancialmente distinto de lo que el presidente Alfonsín había propuesto a lo largo de su campaña —los principales responsables ya habían sido condenados— el conjunto de la civilidad lo vivió como una derrota y como el fin de una de las ilusiones de la democracia, incapaz de doblegar a un poder militar que seguía incólume.

El gobierno también se propuso democratizar la vida sindical y abrir las puertas a distintas corrientes de opinión, lo que suponía debilitar el poder de la dirigencia tradicional, casi unánimemente peronista, que había sido restaurada al frente de los sindicatos al fin del gobierno militar. La ley propuesta establecía el derecho de las minorías a participar en la conducción sindical, así como mecanismos de control de las elecciones; fue resistida exitosamente por los dirigentes sindicales, y luego de que la Cámara de Diputados la aprobó, el Senado la rechazó, por apenas un voto de diferencia. Desde entonces el gobierno debió lidiar con una oposición sindical encrespada. Saúl Ubaldini, secretario general de la C.G.T, encabezó trece paros generales contra el gobierno y su política económica, y aunque al principio no preocuparon demasiado, cuando se sumaron otros factores de intranquilidad la oposición de la C.G.T resultó inquietante. En marzo de 1987, en vísperas del levantamiento de Semana Santa, el gobierno acordó con quince de los mayores sindicatos —al margen de Ubaldini— una serie de concesiones importantes para los dirigentes, e incluyó a uno de ellos en el Ministerio de Trabajo. La medida resultó oportuna, a la luz del subsiguiente conflicto militar, pero significó también el fin de otra ilusión: el gobierno democrático renunciaba a doblegar el poder de la corporación sindical.

Los problemas económicos heredados por el gobiemo eran enormes: inflación desatada, déficit fiscal, alto endeudamiento externo, estancamiento de las actividades productivas, y una fuerte concentración, por la que algunos grupos empresarios poseían un amplio control de la vida económica. Sin embargo, en un primer momento el enfrentamiento con estos problemas fue postergado en aras de afirmar la institucionalidad democrática. Inicialmente se impulsó una política de redistribución de ingresos y ampliación del mercado interno similar a la que habían practicado anteriormente tanto los gobiernos peronistas como el radical. Pero en la nueva situación de recesión pronto se desató la inflación, agravada por el fracaso en la concertación con los sindicatos.

A mediados de 1985, con el país al borde de la hiperinflación, el ministro de Economía Juan Sourrouille lanzó un plan económico, el Austral, de excelente factura técnica, con el que logró estabilizar la economía sin causar recesión ni afectar sustancialmente ni a trabajadores ni a empresarios. Hubo buena voluntad de los acreedores externos y un vasto esfuerzo colectivo para detener la inflación. El plan resultó popular; y el gobierno obtuvo en 1985 un buen éxito electoral. Pero no incluía mecanismos para avanzar de la estabilización hacia la transformación de la economía requerida tanto por el cambio de las condiciones externas —la crisis iniciada en la década de 1970 había impulsado en todo el mundo un vasto proceso de reestructuración— como por la angustiante situación financiera y económica. Cuando la disciplina de la sociedad se afloió, reaparecieron las causas persistentes de la inflación, y con ellas la puia entre las grandes corporaciones, empresaria y sindical, por la defensa de su parte en el ingreso. Hacia 1987 el gobierno se propuso emprender el camino de las soluciones más profundas para el problema del déficit fiscal, apoyándose en el grupo de los empresarios más poderosos. Como en los casos anteriores, llegaba a su fin otra de las ilusiones de la democracia.

Frente al poder de las corporaciones tradicionales que no podía doblegar, el presidente Alfonsín trató de fortalecer su más sólido respaldo: la civilidad. Procuró que la sociedad discutiera las grandes cuestiones por resolver, desde el tema del autoritarismo al de la modernización política y la reforma del Estado, alimentó permanentemente el debate y desarrolló sus dotes pedagógicas y persuasivas. La suma de los fracasos parciales señalados, unida a la escasa ductilidad de su partido para acompañarlo, hicieron que perdiera la iniciativa. Los beneficiarios fueron en parte los grupos de izquierda, en parte la derecha liberal, con las populares, aunque algo vacías, recetas del liberalismo económico, pero sobre todo el peronismo, donde un conjunto de dirigentes logró imponer al tradicional movimiento un nuevo rumbo. El peronismo renovador, que encabezaba Antonio Cafiero, desplazó de la dirección a los antiguos sindicalistas y políticos e impuso al partido una línea moderna, fuertemente comprometida con las instituciones democráticas y con las mismas banderas que Alfonsín no había podido defender exitosamente. En septiembre de 1987 el peronismo obtuvo una importante victoria electoral.

En los dos últimos años de gobierno el radicalismo no pudo recuperarse. A lo largo de 1987 los "carapintadas" protagonizaron dos nuevos episodios, que revelaron no sólo las profundas fracturas en el Ejército, sino también las dificultades del gobierno civil para controlar la institución. Dentro del justicialismo, el grupo encabezado por Cafiero, que tenía importantes afinidades con el gobierno radical, resultó desplazado por una heterogénea alianza encabezada por el gobernador de La Rioja Carlos Menem, quien utilizó en la campaña electoral que lo consagró candidato presidencial, los recursos más tradicionales del peronismo. Para enfrentarlo, la U.C.R postuló al gobernador de Córdoba Eduardo Angeloz, con figura de buen administrador, pero sin la fuerza carismática que había tenido Alfonsín en 1983.

En los dos últimos meses de 1988, cuando la inflación volvía a ser fuerte, el gobierno lanzó un nuevo plan económico que debía frenarla hasta la época de las elecciones. Pero el plan Primavera, que se inició con escasísimos apoyos, se derrumbó cuando los acreedores externos retiraron su confianza al gobierno: a principios de 1989 sobrevino una crisis, y el país comenzó a conocer su primera experiencia de hiperinflación, acompañada por asaltos y saqueos, que produieron una fuerte conmoción en la sociedad. En ese contexto, en mayo de 1989 el candidato justicialista Carlos Menem se impuso con facilidad. Faltaban más de seis meses para la fecha prevista para el traspaso del mando, pero el gobierno, carente de respaldo político, jaqueado por los vencedores e incapaz de dar respuesta a la hiperinflación, optó por adelantar la fecha de entrega. De este modo un poco accidentado, se logró concretar la renovación presidencial, la primera desde 1928 que se realizaba según las normas constitucionales.

El nuevo gobierno, de manera sorpresiva, desechó totalmente lo que habían sido sus propuestas electorales, encuadradas en la tradición peronista, y adoptó sin reticencias el programa económico y político de la derecha liberal, incorporando al gobierno a sus dirigentes y a destacados miembros de los altos círculos económicos. Así lo revelaba la conspicua presencia del ingeniero Alsogaray y de su hija María Julia.

Los designios del gobierno aparecieron claros de entrada: se trataba de invertir todas las políticas tradicionales en la Argentina en el último medio siglo. Dominar el dragón —esto es controlar la inflación desbocada e imponer una cierta disciplina a los operadores económicos— fue difícil, y en la tarea fracasaron los dos primeros ministros de Economía, provenientes ambos del grupo Bunge y Born. El tercero, Erman González, tuvo más fortuna, pero a fines de 1990 lo sorprendió una segunda hiperinflación, menos famosa que la primera. En los primeros meses de 1991 dejó su cargo a Domingo Cavallo, quien lo ocupó por más de cinco años. La revolución menemista había encontrado su ejecutor.

La acción de Cavallo se asocia fundamentalmente con la estabilización de la economía y el control de la inflación, que logró con una drástica ley de convertibilidad: para asegurar la equivalencia entre un peso y un dólar, el Estado se comprometió a prescindir de cualquier emisión monetaria no respaldada. Su aplicación coincidió con un acuerdo con el F.M.I y los grandes acreedores externos —a los que aseguró un mínimo cumplimiento de los pagos de la deuda externa—, y con un período de fluidez financiera mundial, que le permitió al país beneficiarse con una corriente de capital. Estabilidad y un cierto respiro en la crisis crearon para el Plan de Convertibilidad un amplio consenso, y transformaron al ministro, de personalidad desbordante, en el verdadero conductor del gobierno.

Buena parte de sus esfuerzos estuvieron dedicados a mantenerse firme en el cargo, pues fue jaqueado desde muchos lados, y particularmente desde el entorno más directo del presidente; con frecuencia éste debía salir a respaldarlo, aunque cada vez con menos entusiasmo. Pese a que era evidente su disgusto por la preeminencia del ministro, el presidente no podía prescindir de él, no sólo porque los acreedores externos lo consideraban clave para el mantenimiento de la confianza, sino porque el consenso del gobierno en la sociedad se cimentaba cada vez más en lo que era su mayor y casi único logro visible: la estabilidad, permanentemente revalorada por el recuerdo de la primera hiperinflación.

Ese logro implicó fuertes costos para la sociedad. Para los trabajadores, la caída del salario y sobre todo de la ocupación. La reducción del déficit fiscal implicó el abandono de la inversión pública e inclusive el descuido de servicios esenciales, como la salud, la educación y la seguridad. El Estado dirigista y benefactor, en cuya construcción el general Perón había tenido un papel fundamental, fue sistemáticamente desmantelado, se eliminaron los instrumentos de regulación económica y se modificó drásticamente la legislación laboral y social. Las empresas del Estado fueron privatizadas, y se aceptaron en pago títulos de la deuda externa, lo que permitió mejorar las relaciones con los acreedores y normalizar la situación del país en la esfera internacional alejado de lo que habían sido tradicionalmente los apoyos del justicialismo —los sindicatos y los sectores trabajadores— el gobierno se vinculó estrechamente con los principales factores de poder: los grandes grupos económicos, beneficiarios de la política de privatizaciones, los militares, cuya buena voluntad obtuvo indultando a los condenados por la represión ilegal, la Iglesia y los Estados Unidos, cuyas orientaciones internacionales se siguieron celosamente.

Si Menem se respaldó en los logros de su ministro, éste pudo operar con libertad gracias al sustento político de un presidente hábil para reunir fuerzas y desarmar las de sus opositores. Sus métodos resultaron chocantes para quienes se habían ilusionado con la restauración democrática y republicana. En torno de un poder ejercido de forma personal y casi monárquica por un presidente que desdeñaba la administración cotidiana y prefería practicar deportes, se constituyó un grupo de influyentes sobre quienes recayeron fuertes sospechas de corrupción. La consolidación del nuevo poder supuso también un avance sobre las instituciones de la República: creció la influencia del Ejecutivo, el papel del parlamento fue minimizado pues las decisiones más trascendentes se tomaron mediante decretos, y el de la Justicia fue menoscabado por la permanente ingerencia en ella del poder político. Las imágenes del autoritarismo y de la corrupción crecieron en forma paralela, y se alimentaron recíprocamente.

Sin embargo, la misma sociedad reaccionó con mucha moderación, frente a la sustancial transformación de las reglas del juego y ante el avance del poder presidencial. El compromiso político de la ciudadanía, que había renacido con la crisis del régimen militar, decayó en forma notable. El peronismo aceptó este abandono total de sus ideas tradicionales y se sometió con disciplina a la voluntad del nuevo jefe. El aparato sindical, cuyo poder resultó fuertemente recortado por la recesión económica, la privatización de las empresas estatales y la modificación de la legislación laboral, sólo opuso resistencias esporádicas, que parecían apuntar a alcanzar alguna negociación. La oposición política señaló con dureza los casos de corrupción y los avances de la autoridad presidencial, lo mismo que la prensa en general, pero no acertó a proponer un rumbo sustancialmente distinto del que llevaba el gobierno.

A fines de 1993, todavía en plena calma económica, el presidente Menem dio un golpe notable: acordó con el ex presidente Raúl Alfonsín, jefe de la Unión Cívica Radical, la realización de una reforma constitucional. Ésta debía incluir una serie de modificaciones que fortalecieran las instituciones republicanas, a cambio de las cuales se admitía la reelección presidencial, vedada por la Constitución vigente. Al año siguiente se hizo la reforma constitucional y en 1995 Menem fue reelecto, obteniendo prácticamente la mitad de los votos. La campaña presidencial explotó sistemáticamente la opción entre Menem o el caos, mientras que la oposición, luego de admitir el carácter benigno e inmodificable de la estabilidad, sólo pudo hacerse fuerte en los temas de la corrupción.

Sin embargo, desde 1995 se observan pequeños cambios en el equilibrio social y político. Desde principios de ese año había concluido la bonanza económica: una fuerte fluctuación en las finanzas internacionales provocó el retiro de los capitales golondrinas, sumiendo a la economía en un pozo depresivo. Las tasas de desocupación se elevaron de manera asombrosa y comenzaron a aflorar los signos de tensión social. Por otra parte, en esa elección emergió un nuevo agrupamiento político, que rompió el tradicional bipartidismo. El radicalismo obtuvo un magro resultad mientras José Octavio Bordón, un peronista disidente, reunió los votos disconformes del peronismo, los de la izquierda y los de unos cuantos radicales. Esta tercera fuerza, el Frepaso (Frente para un país solidario), fue muy fuerte en la Capital, pero tuvo dificultades para estructurarse a escala nacional. No obstante, su surgimiento, y una recuperaciá del radicalismo, coincidieron con intensas luchas interns del Partido Justicialista, protagonizadas por quienes desde 1995 comenzaron a especular con la elección de 1999. En una de esas batallas fue derribado Cavallo, sin que su caída produjera la conmoción que él mismo había vaticinado.

Las transformaciones posteriores a 1989 empezaron a dibujar una Argentina sustancialmente distinta, aunque todavía no puede percibirse con claridad su figura final. La industria, nervio vital de la economía desde 1930, se encuentra en retracción, y con ella el mundo del trabajo industrial del sindicalismo, sin que su lugar sea ocupado por nuevas actividades dinámicas. El poder sobre la economía de una docena de grandes grupos empresarios es enorme y difícilmente retroceda. Un sector reducido pero importante de sociedad prospera en estas nuevas condiciones pero una masa enorme de la población cae en la marginalidad, de modo que la tradicional fisonomía de la sociedad argentina, con amplios sectores medios y una movilidad que disolvía los cortes tajantes, deja paso a otra donde lo característico es la polarización y la segmentación. El Estado, que había tenido un papel fundamental en la conformación de aquella sociedad más democrática e igualitaria, renuncia a parte de sus funciones, y lo privado avanza sobre lo público e impone sus reglas y su lógica. La nueva Argentina, en suma, se parece cada vez más a la Latinoamérica tradicional.

FUENTE: Breve historia de la Argentina -José Luis Romero- Primer tomo -(Este capítulo ha sido redactado por Luis Alberto Romero).



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