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1 de agosto de 2011

HISTORIA ARGENTINA: La República en crisis - (1955-1973)

HISTORIA ARGENTINA: La República en crisis - (1955-1973)

Las diferencias entre los grupos que habían derribado a Perón se manifestaron de inmediato. Los sectores nacionalistas y católicos, algunos de ellos comprometidos con el régimen peronista durante largo tiempo, inspiraron la política del presidente Lonardi, quien proclamó que no había "ni vencedores ni vencidos". Hubo un intento de acercamiento a los dirigentes sindicales, bien dispuestos a tratar con los vencedores, pero éste no llegó a cuajar: el 13 de noviembre de 1955 los sectores liberales y rígidamente antiperonistas, nucleados en torno del vicepresidente Rojas, separaron a Lonardi y colocaron en su lugar al general Pedro Eugenio Aramburu. Desde entonces, las figuras de tradición liberal -conservadores y radicales, abogados y empresarios- predominaron en la administración y fijaron la posición del gobierno, que fue definida explícitamente como una prolongación de "la línea de Mayo y Caseros". La fórmula significaba un retorno al liberalismo; pero aplicada a la situación del momento expresó la adopción de una actitud conservadora, especialmente en materia económica y social.

En materia económica, el acento fue puesto en la libre empresa, a pesar de que el economista Raúl Prebisch, a quien se le encargó la elaboración de un diagnóstico económico, había recomendado que el Estado conservara "los resortes superiores de la intervención". Esa tendencia repercutió sobre la política laboral, aun cuando el gobierno no acertó a fijar una línea en ese terreno. Los empresarios aprovecharon el debilitamiento de las organizaciones sindicales, que fueron intervenidas y, ante la prescindencia del Estado, procuraron limitar las conquistas que los asalariados habían obtenido en los últimos años. Estallaron entonces huelgas y conflictos gremiales, que fueron severamente reprimidos, y los sectores obreros se agruparon alrededor de la bandera de Perón, produciéndose una exaltación nostálgica de la época en que habían sido protegidos por el Estado.

No faltó el intento revolucionario desencadenado por jefes, oficiales y suboficiales del ejército adictos a Perón. El movimiento estalló en La Plata y el gobierno lo reprimió con desusada energía, no vacilando en aplicar la pena de muerte a los principales comprometidos. La medida causó estupor en muchos sectores y contribuyó a ensanchar el abismo que separaba a los derrotados de los vencedores.

Proscripto el peronismo, el gobierno estimuló la acción de los viejos partidos políticos y constituyó la Junta Consultiva, de la que sólo quedaron excluidos los partidos de extrema izquierda y extrema derecha. En su seno se debatieron ampliamente importantes problemas, advirtiéndose la aparición de contrapuestas corrientes de opinión frente a cada uno de ellos.

El gobierno demostró su decisión de acelerar la normalización institucional del país. Para prepararla, convocó una convención para la reforma de la Constitución, que se reunió en Santa Fe y congregó a representantes de casi todo los partidos, por haberse puesto en práctica el principio de la representación proporcional. El hecho político sobresaliente de ese período fue la división de la Unión Cívica Radical en dos sectores -la UCR Intransigente y la U.C.R de Pueblo- bajo las direcciones de Arturo Frondizi y Ricardo Balbín, respectivamente. La U.C.R.I había comenzado a adoptar una actitud de oposición frente al gobierno, acusándolo de seguir una política antipopular. En las elecciones de convencionales de 1957 los dos sectores del radicalismo demostraron una paridad de fuerzas mientras los votos en blanco, que reunían al electorado peronista, constituían la mayoría. Para forzar al electorado en las futuras elecciones presidenciales, la UCRI decidió retirarse de la Convención. Por esa y otras causas el cuerpo no pudo cumplir su cometido y se limitó a establecer la vigencia de la Constitución de 1853, con el agregado de una declaración que instituyó los derechos sociales, entre ellos el de huelga.

Para las elecciones presidenciales que se avecinaban, el candidato presidencial de la U.C.R.I, Arturo Frondizi, gestionó y obtuvo el apoyo de los votos peronistas, obteniendo la mayoría en las elecciones del 23 de febrero de 1958. Algunos sectores militares miraron con recelo esa reaparición de los vencidos de 1955 y no faltó quien pensara que podía producirse un golpe de estado que impidiera la normalización constitucional, pero el presidente Aramburu se mantuvo firme en su promesa y entregó el poder a su sucesor.

En la etapa electoral, Frondizi había propuesto la integración de un vasto frente, en el que debían reunirse empresarios, obreros, sectores intelectuales, eclesiásticos y hasta militares, para impulsar al país a dar un gran salto en su desarrollo. Insistía en la urgencia de renovar la infraestructura y desarrollar un sector de industrias básicas, único camino para iniciar un crecimiento económico integrado. Aunque su lenguaje moderno y atractivo atrajo a muchos, el frente en definitiva se limitó a un pacto electoral entre Perón, depositario de los votos obreros, y Rogelio Frigerio, asesor de Frondizi y cabeza de un grupo de técnicos que aspiraban a hacer de puente entre los grupos empresarios nacionales y los inversores extranjeros, que por entonces manifestaban decidido interés por instalarse en la Argentina.

De los capitales extranjeros, precisamente, se esperaba el impulso fundamental. La ley de Radicación de Capitales les concedió condiciones harto atractivas, reforzadas por la ley de Promoción Industrial; en materia energética, el propio presidente condujo la negociación, que culminó con una serie de contratos para la exploración y explotación de las reservas petroleras. Paralelamente, el gobierno solucionaba la situación de las empresas eléctricas, adquiriendo el equipo instalado y constituyendo la empresa S.E.G.B.A, con mayoría estatal. En esos años la entrada de capitales extranjeros, especialmente norteamericanos, fue muy importante, desarrollándose rápidamente las industrias básicas, como la petroquímica y la siderúrgica, y también la automotriz.

Los primeros meses de gobierno fueron de acelerada expansión, acentuada por un aumento masivo de salarios que en parte, retribuía el apoyo electoral de los sectores obreros. La inflación que desató obligó pronto a aplicar fórmulas económicas más ortodoxas: al Plan de Estabilización y Desarrollo de diciembre de 1958 siguió, en junio de 1959, la incorporación como ministro de Economía del ingeniero Álvaro Alsogaray, campeón de la política económica ortodoxamente liberal y declarado enemigo del grupo encabezado por Frigerio. Alsogaray aplicó en los dos años siguientes un programa estabilizador ortodoxo: restricción crediticia reducción del déficit fiscal, congelamiento de salarios, fuerte devaluación y supresión de los subsidios que, a través de tipos de cambio preferenciales, recibían muchas empresas nacionales. El costo social de esta política fue muy alto, especialmente por la secuela de cierres y la creciente desocupación. Pasado el peor momento de la crisis, y cuando comenzaba una nueva fase expansiva, Alsogaray fue reemplazado y se retomó, parcialmente, la política originaria.

Las condiciones mismas de la economía hicieron que estas crisis se repitieran periódicamente; en esos años se vieron agravadas por la casi crónica crisis política de un gobierno que, carente de fuerza propia, se vio permanentemente atenazado por el sindicalismo peronista y por los sectores militares. El gobierno cumplió parte de sus compromisos con el sindicalismo peronista: se sancionó la ley de Asociaciones Profesionales, que daba una gran capacidad de maniobra a los dirigentes, y en 1961 se normalizó la C.G.T. A pesar de que el gobierno llegó a contar con un grupo de dirigentes adictos, la oposición sindical fue creciendo en intensidad, sobre todo luego de la aplicación del Plan de Estabilización de 1959. En enero de 1959 fue necesario ocupar militarmente el Frigorífico Nacional, para desalojar a los obreros que resistían la intervención. En mayo, Perón denunció el pacto firmado con Frigerio en vísperas de las elecciones, lo que motivó el alejamiento del asesor presidencial, y desde entonces creció la resistencia sindical, agravada por reiterados actos de sabotaje.

Tampoco eran fáciles las relaciones con las fuerzas armadas, que desconfiaban de la versatilidad del presidente. Ya en 1958 se produjeron los primeros "planteos" (fórmula con la que se empezaron a conocer las perentorias exigencias de las Fuerzas Armadas), que se fueron agravando a medida que el estado deliberativo ganaba las filas militares. Ante cada coyuntura, los distintos jefes expresaban opiniones diferentes y no faltaron, en 1959, episodios en los que grupos antagónicos estuvieron a punto de dirimir sus diferencias a cañonazos en plena ciudad. Frente a las reiteradas presiones, el presidente optó por tratar de salvar su cargo y no vaciló en sacrificar, una y otra vez, a cada uno de sus cuestionados colaboradores civiles o militares. En marzo de 1960 dispuso la aplicación del llamado Plan Conintes, por el que las Fuerzas Armadas asumían la tarea de enfrentar la creciente oposición generada en los sectores obreros.

La política exterior de Frondizi creó un nuevo campo para las fricciones. El lanzamiento del programa de la Alianza para el Progreso por el presidente Kennedy -mi

rado con desconfianza por buena parte de los sectores tradicionales de ambas Américas—encontró en Frondizi un entusiasta partidario. Simultáneamente se había producido la crisis cubana, y el movimiento revolucionario del Caribe suscitaba en Buenos Aires una amplia ola de simpatía, en virtud de la cual en 1961 fue elegido senador por la Capital el socialista Alfredo L. Palacios. Frondizi se propuso mediar entre Estados Unidos y Cuba, y comenzó a desarrollar, en materia de política exterior, una línea cada vez má independiente. Sus entrevistas con el presidente brasileño Quadros —otro heterodoxo— y luego con el ministro cubano de Industrias, Ernesto Guevara, suscitaron una creciente oposición entre los mandos militares, quienes lo obligaron finalmente a romper relaciones con Cuba, a pesar de que poco tiempo antes Frondizi había declarado enfáticamente que no lo haría.

Sin embargo, el problema más complejo era el electoral, y en él se jugaba su suerte un gobierno cada vez más huérfano de apoyo. A través de los partidos neoperonistas, los vencidos de 1955 se aprestaban a volver a la escena política, y el partido oficial procuró convertirse en la alternativs a lo que muchos juzgaban su inevitable triunfo. El desplazamiento de Alsogaray del ministerio de Economía permitió retomar una política más flexible, en la que abundaror las dádivas de inequívoco sabor preelectoral, al tiempo que se procuraba polarizar en torno de la U.C.R.I a todo el electorado antiperonista. El camino a la elección de marzo de 1962 constituyó una suerte de gigantesco equívoco, pus los peronistas, que dudaban de las ventajas de un triunfo especularon con la posibilidad de ser proscriptos y

frecieron un elenco de candidatos francamente irritativos,

especialmente en la provincia de Buenos Aires. Alentado por algunos éxitos previos, el gobierno prefirió arriesgarse a

vencerlos en las elecciones y fracasó: mientras los radicales

del pueblo triunfaban en Córdoba y el partido oficial sólo se anotaba un éxito significativo en la Capital Federal, los partidos peronistas ganaban ocho provincias, entre ellas la de Buenos Aires. Esto selló la suerte del gobierno: anticipándose a lo que juzgaba una segura exigencia militar, el presidente decidió intervenir las provincias en que habían triunfado los peronistas, aunque no logró con ello evitar su deposición, apenas demorada unos días por la visita que por entonces realizaba el príncipe de Edimburgo. El 29 de marzo de 1962 los jefes militares detenían al presidente Frondizi y lo confinaban en la isla Martín García; concluía así, con un rotundo fracaso, el primer intento de encontrar una solución a la crisis política iniciada en 1955.

Mientras los jefes militares deliberaban sobre el rumbo a seguir, José María Guido, presidente provisional del Senado y primero en la línea sucesoria institucional (el vicepresidente electo había renunciado en 1958) se presentaba sorpresivamente ante la Corte Suprema de Justicia y prestaba juramento como presidente. Poco después, los comandantes militares aceptaban esta situación, cuando el flamante mandatario se comprometió a anular las elecciones, intervenir todas las provincias y declarar el Congreso en receso. Se conservaba así un remedo de legalidad, y en ello radicó la fuerza de un presidente permanentemente sometido a las imposiciones de los distintos grupos militares. La crisis política había agravado la crisis económica cíclica, y se decidió aplicar rápida y enérgicamente la conocida fórmula estabilizadora: el ministro Federico Pinedo efectuó una violenta devaluación del peso, que sumió la actividad económica en el marasmo; aunque al cabo de dos semanas fue relevado, su sucesor, el ingeniero Alsogaray, continuó aplicando las mismas fórmulas, aunque con más prudencia.

El año 1962 fue difícil en lo económico y también en lo político. Dentro de las Fuerzas Armadas la deliberación llegó a su grado más alto y condujo a repetidos enfrentamientos abiertos. Se discutía, sobre todo, la pertinencia de intentar una nueva salida electoral, visto que de uno u otro modo la decisión quedaba en definitiva en manos de los votos peronistas. A esto se agregaba la creciente desconfianza que algunos sectores tenían hacia los dirigentes políticos en general, e iba cobrando cuerpo la idea de un gobierno puramente militar. Esta opinión no era por entonces unánime y, frente a esa tendencia, caracterizada por un estricto liberalismo en materia económica y una firme posición antiperonista, se fue constituyendo otra, proclive a una salida electoral que resguardara la legalidad, pero preocupada, sobre todo, por la creciente politización de las Fuerzas Armadas. La vuelta a la legalidad era para esos jefes militares el único camino para que las Armas retornaran a la senda profesional. En septiembre de 1962 la situación hizo crisis en el ejército, y los dos bandos, conocidos como colorados y azules (colores que identificaban a los contendientes en los juegos de guerra académicos) llegaron a un choque armado que tuvo por escenario las calles de la capital. Triunfó el grupo azul, legalista, cuyo jefe, el general Onganía, fue designado comandante en jefe del Ejército. Todavía hubo un nuevo episodio de este enfrentamiento cuando la Marina, simpatizante con el grupo colorado, pero voluntariamente marginada de los incidentes anteriores, se rebelo en abril de 1963. El enfrentamiento fue entonces mucho más violento y la victoria de los azules, concluyente.

La salida electoral, sin embargo, no dejaba de ofrecer

dificultades. Originariamente el gobierno estimuló la formación de un gran Frente Nacional, que incluyera a todas las fuerzas políticas, pero en definitiva éste se limitó a un acuerdo entre el peronismo y algunos partidos menores. La fórmula presidencial que presentó, aceptable inclusive para muchos antiperonistas, fue finalmente vetada y el Frente no concurrió a elecciones. En cambio se presentó el general Aramburu, postulado por un partido nuevo formado apresuradamente, la Unión del Pueblo Argentino, que ofrecía al electorado antiperonista la seguridad del respaldo militar. El 7 de julio de 1963 los votos en blanco fueron otra vez muy importantes pero, gracias al aporte de una parte de los votos peronistas, la Unión Cívica Radical del Pueblo

ocupó el prlmer puesto, con apenas algo más del 25% de los sufragios. En el Colegio Electoral hubo acuerdo para consagrar presidente a su candidato, Arturo lllia.

Carente de una sólida mayoría electoral y con pocos apoyos entre los restantes factores de poder, el gobierno encabezado por el Dr. Illia apenas pudo ofrecer un elenco honorable y una conducción mesurada, suficiente seguramente para un período normal, pero incapaz de elaborar una alternativa imaginativa y sólida para la casi crónica crisis política. Durante su campaña, el partido había hablado de nacionalismo económico, de intervención estatal y de protección a los consumidores, y estos principios orientaron su política económica. Buenas cosechas y una mejora en la balanza de pagos permitieron un aumento relativo de los salarios y un estímulo a la demanda, con lo que se solucionó la desocupación y se puso fin a la aguda crisis cíclica. La sanción de la ley de Abastecimientos procuró, con poca eficacia, defender a los consumidores, mientras que retiraba parte del apoyo crediticio a las grandes empresas, derivándolo a las pequeñas, de capital nacional. Los contratos petroleros firmados por Frondizi fueron anulados y, finalmente, renegociados, al tiempo que se modificaba el acuerdo con S.E.G.B.A., asegurando la mayoría estatal en la conducción. Esta política nacionalista no pasó de allí, pero creó reticencias entre los inversores extranjeros, que cesaron de hacer nuevos aportes.

En lo económico, el estancamiento fue progresivo, mientras que en lo político se advertía, con creciente claridad, que el gobierno carecía de una salida posible. A principio de 1963 se normalizó la C.G.T y los sindicalistas peronista asumieron su conducción; el gobierno procuró hostilizarlos sobre todo mediante la reglamentación de la ley de Asociaciones Profesionales y el estímulo a los grupos sindicales minoritarios. Los sindicatos se enfrentaron pronto con el gobierno y en 1964 lanzaron un "Plan de Lucha" que concluyó con la ocupación pacífica por los obreros de 1100 establecimientos fabriles. Por entonces se estaba desarrollando, dentro del movimiento peronista, una tendencia a

establecer relaciones más flexibles y distantes con el ex presi dente, por entonces residente en Madrid. El neoperonismo o peronismo sin Perón, como querían sus críticos, creció en algunas provincias tradicionales y, sobre todo, en el sector sindical, cuyos dirigentes descubrieron que los intereses de las poderosas instituciones que manejaban a menudo no coincidían con los del jefe en el exilio. Creció por entonce el predicamento de un dirigente singular, el metalúrgico Augusto Vandor, artífice de una política que combinaba, en dosis cambiantes, el enfrentamiento y la negociación. En las elecciones de Mendoza, de principios de 1965, el neoperonismo decidió sostener un candidato poco grato a Perón quien jugó toda su autoridad en apoyo de otro menos conocido pero probadamente leal. La división peronista favoreció en definitiva el triunfo de sus adversarios, pero el líder exiliado logró vencer a los disidentes y asegurar su hegemonía dentro del movimiento.

Las elecciones de 1965 llevaron al Congreso Nacional muchos diputados neoperonistas, que hicieron alardes de convivencia con sus colegas. Sin embargo, a nadie escapaba que las elecciones de gobernadores en 1967 reactualizarían el problema que había provocado la caída de Frondizi en 1962. Por entonces, las relaciones entre el Ejército y gobierno eran cada vez más frías y, mientras se veía con preocupación la futura e inevitable crisis, cobraba cuerpo entre los jefes militares la idea de constituir un gobierno que, excluyendo a los partidos políticos, integrara a las Fuerzas Armadas con los "factores reales de poder", sobre todo empresarios y sindicatos. Durante los meses iniciales de 1966, mientras los dirigentes sindicales acentuaban su presión, una campaña periodística minó el prestigio del gobierno, acusándolo de lento e ineficiente. El 28 de junio de ese año los tres comandantes en jefe depusieron al presidente Illia. La situación no era nueva —aunque sí lo era la dignidad con que el presidente afrontaba su destino sin torcer su conducta—y ponía fin al segundo intento para solucionar la crisis política iniciada en 1955.

La presencia de varios sindicalistas en la ceremonia en que juró el nuevo presidente, general Juan Carlos Onganía, pareció confirmar la existencia de un acuerdo entre el poder militar y el poder sindical. Sin embargo, el flamante presidente dio pronto pruebas de no estar dispuesto a compartir sus responsabilidades con nadie y los propios mandos militares debieron dar un paso atrás. Por entonces Onganía no sólo tenía el apoyo pleno de las Fuerzas Armadas, sino que gozaba de un vasto consenso nacional, y había una suerte de confianza general en su capacidad para realizar los cambios que a todos parecían urgentes. De ese modo, el nuevo presidente pudo anunciar, sin despertar mayores resistencias, que su gobierno carecía de plazos.

Desde el principio caracterizó su accionar un definido paternalismo, fuertemente autoritario, un estilo sobrio y escasamente verborrágico y un carácter marcadamente tecnocrático. Acompañó su gestión un grupo de funcionarios de inmaculados antecedentes, vasta experiencia empresarial y nula experiencia política. Pronto se hizo sentir el carácter autoritario del gobierno: un Estatuto de la Revolución condicionó la vigencia de la Constitución, se suspendieron las actividades políticas, se ejerció una severa tutela sobre periódicos y libros y, en el episodio más criticado de su gobierno se acabó mediante un acto policial con la autonomía de la universidades. Pareció entonces que, más que contener lo desbordes estudiantiles, se buscaba destruir la fecunda creativa experiencia universitaria iniciada en 1955. La severa mano del Estado llegó hasta los puertos y ferrocarriles llevando a cabo una racionalización largo tiempo demorada, y también hasta los sindicalistas, a quienes se dio la opción de "participar"—esto es, aprobar sin disentir— o sufrir las consecuencias pertinentes.

Sólo en marzo de 1967 se advirtió a dónde se orientaba esta política ordenadora. Hasta entonces la conducción económica había sido errática e ineficiente; ese mes asumió el ministerio de Economía Adalbert Krieger Vasena, autor de uno de los programas más coherentes en concepción y ejecución, que haya conocido la República en crisis. Se atacó decididamente la inflación mediante la racionalización del Estado, la reducción del déficit y el congelamiento de los salarios, regulados por el gobierno.

Se suprimieron los subsidios indirectos a ciertas industrias y a regiones marginales; se realizó una fuerte devaluación que aseguró a la moneda un largo período de estabilidad pero simultáneamente se aplicó una retención a las exportaciones que impidió que sus beneficiarios fueran los sectores agropecuarios. Con esta masa de dinero el Estado emprendió una serie de obras públicas —El Chocón, el Ni huil, el túnel Santa Fe-Paraná, los accesos a la Capital— que en muchos casos solucionaban graves problemas para el crecimiento del sector industrial. Se procuró con esta medidas alentar a las empresas eficientes, y este vocablo, e "eficientismo", sirvió para definir toda la nueva política eficientes eran aquellas empresas que producían según normas y costos internacionales, capaces de competir en el mercado mundial, y sobre todo las filiales de las grandes corporaciones extranjeras, que por esos años consolidaron su posición en el país.

Es posible que, con más tiempo, esta política hubiera dado sus frutos; pero en lo inmediato suscitó resistencias tales que determinaron su fracaso. No eran solamente los disconformes los sectores asalariados, que veían sensiblemente reducida su capacidad adquisitiva; eran también las empresas de capital nacional, afectadas por la disminución de las ventas y la restricción del crédito; los grupos agropecuarios, gravados con fuertes impuestos; provincias enteras, como Tucumán o Chaco, cuyas economías locales sufrían los efectos de la política adoptada; y otros sectores menos precisos, pero igualmente amplios, como los inquilinos, afectados por la liberación de los alquileres. Era un movimiento general de protesta que, con dificultad y poca claridad, trataba de manifestar el descontento popular.

A lo largo de 1969 la "paz militar" fue deteriorándose. Comenzó a conocerse por entonces la acción de los grupos armados clandestinos que, a partir de algunas acciones de notoriedad, ingresaron en la vida política argentina para no abandonarla por mucho tiempo. Más espectaculares fueron algunos estallidos antigubernamentales en ciudades del interior, en los que si bien participaron aquellos grupos armados, hubo una evidente movilización popular, expresiva de las tensiones acumuladas en la sociedad argentina. La más espectacular fue la ocurrida en Córdoba, a fines de mayo de 1969, cuando por un par de días la ciudad estuvo en manos de los insurrectos.

Aquel movimiento, el llamado "cordobazo", hirió de muerte al gobierno de Onganía. Muchos de quienes lo habían apoyado, desilusionados por la falta de perspectivas de su política, ordenancista, poco flexible y carente de creatividad, descubrieron que ni siquiera era totalmente eficaz para salvaguardar el orden público. Hubo rectificaciones parciales, como el relevo del ministro de Economía pero en lo sustancial el presidente se negó a rever el rumbo y aun a aceptar las sugestiones de los mandos militares. En junio de 1970, en momentos en que el asesinato, poco claro a por entonces, del ex presidente Aramburu agregaba un nuevo clemento de dramaticidad, los tres comandantes militares, recientemente designados por el presidente Onganía, disponían su relevo y su reemplazo por el general Levingston, por entonces en Estados Unidos, prácticamente desconocido para la opinión pública.

Esta falta de autoridad y poder propios signó el gobierno del nuevo presidente y sus relaciones con la Junta de Comandantes. La violencia, recientemente establecida, continuó y aun se profundizó, anotándose nuevas y espectaculares acciones. Pareció, pues, necesario encontrar para el gobierno iniciado en 1966 una salida política que, ampliando las bases consensuales del poder, permitiera levantar un sólido dique a la violencia. El presidente Levingston procuró buscar la salida al margen de los dirigentes políticos tradicionales, dirigiéndose a lo que llamaba "la generación intermedia". También trató de innovar en materia económica, y el nuevo ministro, Aldo Ferrer, se propuso "argentinizar" la economía, apoyando al empresariado nacional. Si en este aspecto no hubo logros espectaculares, en cambio se desató una espectacular e incontrolable inflación que agregó otro elemento irritante al conflictivo panorama. Mientras tanto, los partidos tradicionales procuraron, por su cuenta, hallar la fórmula de la salida política. En noviembre de 1970 el radicalismo, el justicialismo (nombre con que el peronismo procuraba hacer olvidar viejos agravios) y muchos otros partidos suscribían un documento La Hora del Pueblo, que constituyó la base de la futura salida política. Los proyectos del presidente y de los partidos eran, en el fondo, incompatibles, y finalmente la Junta de Comandantes, que consideró más viable este último, decidió a su vez relevar a Levingston y reemplazarlo por el comandante en jefe del Ejército, general Alejandro Lanusse. Por primera vez, ambos cargos eran desempeñados por una misma persona.

Por entonces era evidente que el tercer ensayo de superar la crisis política iniciada en 1955 había fracasado, y el muevo gobierno se preocupó casi exclusivamente de buscar una salida política. El ministro del Interior, Arturo Mor Roig, veterano dirigente radical, impulsó un programa que fue bautizado "Gran Acuerdo Nacional". Había una coincidencia sobre la necesidad de llegar a las elecciones, pero también ciertamente, una gran discrepancia en torno del problema de Perón.

El Perón de 1972 aparecía muy distinto al de años anteriores. Abandonando casi totalmente (aunque no del todo) sus antiguas y rígidas consignas, se manifestaba abierto al diálogo y dispuesto al acuerdo con sus antiguos enemigos, con quienes procuraba lograr un amplio frente de coincidencias para reconstruir la República. Mientras tanto, cobraba cuerpo entre aquéllos una suerte de aceptación tácita del derecho del peronismo a volver al gobierno. Es que Perón se había convertido, por la fuerza de las circunstancias, en la única alternativa al poder militar, y la polarización que se dio en torno suyo ese año constituyó uno de los fenómenos más dramáticos e interesantes de nuestra historia. Estaban, naturalmente, quienes provenían del peronismo histórico, celosos defensores de lo que empezaba a llamarse la "verticalidad", esto es, el acatamiento a la voluntad, real o supuesta, del líder. Pero junto con ellos estaban también los activistas de todas las tendencias, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, que veían en el anciano líder la herramienta eficaz de múltiples cambios. Otros en cambio, veían en la figura de Perón la última posibilidad de un orden legítimo, que cerrara la crisis política en que se debatía el país desde 1955. Finalmente, grupos de empresarios nacionales y extranjeros, e inclusive de dirigentes rurales, eran captados por el lenguaje de un político de masas que, en los largos años del exilio, parecía haberse transformado en un verdadero estadista. El carisma de Perón operó esta vasta polarización, que se tradujo en el triunfo masivo, por dos veces, del frente electoral por él impulsado. El año 1973 pareció cerrar definitivamente un ciclo de inestabilidad y frustraciones. En poco tiempo, sin embargo, la República descubrió que todavía le quedaba por vivir la más aguda y dolorosa de sus crisis.

FUENTE: Breve historia de la Argentina -José Luis Romero- Primer tomo

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