El alma del hombre bajo el socialismo de Oscar Wilde
Fuente: Clarín- Revista Cultura y Nación
No es extraño que los artistas realmente grandes sean incomprendidos por los críticos de su época, pero en el caso de Oscar Wilde el malentendido fue excepcionalmente largo: duró casi un siglo. Hasta hace poco, salvo la devoción de un puñado, la mayoría de la crítica no creía que la obra del escritor irlandés fuese digna de consideración. Uno de los argumentos más usados para descalificarlo afirma que Wilde (a diferencia de Goethe, Flaubert o Proust) no produjo ningún gran libro. Por "gran libro" se quiere decir "un libro grande": es decir, un texto voluminoso, que parezca haberle costado mucho trabajo a su autor y que cualquier lector pueda considerarlo profundo. La obra de Wilde carece notoriamente de semejantes libros.
Escribió sólo una novela, El retrato de Dorian Gray, pero ella fundó uno de los pocos mitos actuales que tienen la estatura de los que nos legó la Antigüedad. Como Don Juan (el otro mito moderno), Dorian Gray es hijo de nuestra época; sin embargo, la forma en que Wilde narra la historia de un hombre capaz de vender su alma para conservar la belleza es tan perfecta que suena a clásica. Al leerla sentimos, erróneamente, que todo el trabajo del autor consistió en rescatarla del fondo inagotable de la cultura grecolatina. Incluso, hay una legión de artículos académicos que testifican sobre la existencia de fuentes en las que Wilde pudo encontrar semejante historia, pero lo cierto es que no hubo un Dorian Gray antes del de Wilde.
El tema era tan nuevo y la forma de tratarlo tan original que no sólo hubo una larga serie de inconvenientes que casi impidieron que la novela se publicase, sino que una vez publicada fue difícil lograr que llegase al público: muchos libreros se negaron a venderla (por ejemplo, uno de los libreros más importantes excusó su negativa a venderla diciendo que era "un libro asqueroso").
Cuando finalmente vio la luz en abril de 1891, El retrato de Donan Gray provocó un impacto prodigioso: desde hacía mucho tiempo, Gran Bretaña no se sentía sacudida de semejante manera por una obra de arte. Todo el mundo hablaba de ella. Se la debatía en los clubes, en los salones, en la prensa y en los colegios de las universidades. Para los jóvenes era el libro que inauguraba una nueva forma de hacer literatura y los conservadores lo consideraron poco menos que la encarnación del Anticristo: la novela era tan descaradamente moderna que indignó a los moralistas, pero era a la vez tan exquisitamente equilibrada en sus desbordes que parecía eterna, hasta anticuada.
Wilde no respetó nunca la tradicional división en géneros. Sus relatos y sus obras teatrales no renuncian a exponer ideas. Casi todos sus ensayos (la excepción es El alma del hombre bajo el socialismo) recurren al diálogo para presentar su posición: esos diálogos van acompañados por acotaciones escénicas, lo que los asemeja a los escritos dramáticos. "Me temo que la novela que estoy escribiendo es como mi propia vida: todo conversación y nada de acción. No puedo describir la acción: mis personajes se sientan y charlan", le escribió a una amiga, Beatrice Allhusen, mientras estaba trabajando en El retrato de Donan Gray. Esa falta de respeto por los límites de los géneros es uno de los rasgos de estilo que lo hacen más moderno: para el lector actual, Wilde es un contemporáneo.
Como Borges, Wilde parece monótono. A través de poemas, narraciones, obras teatrales y ensayos apenas si habla de otra cosa que del esteticismo, del arte por el arte y de una nueva moralidad, fundada en la belleza y la alegría. Pero, a la vez, pocos escritores son más ricos: no sólo cada una de sus obras es extremadamente compleja, sino que casi cada frase inicia una nueva forma de pensar. Wilde apabulla al lector con tal acumulación de frases geniales, ocurrentes, fantásticas que puede llegar a parecer meramente divertido: se llega a perder el sentido y se deja de entender lo que se está leyendo. Wilde es de esos escasísimos escritores que son mejor entendidos y más disfrutados en la tercera relectura que en la primera impresión, aunque es difícil que un lector no se fascine con su obra ya desde el primer párrafo.
En los números de julio y septiembre de 1890 de la revista Nineteenth Century apareció El crítico como artista. En este ensayo Wilde expone por primera vez de manera sistemática su estética y su ética. Todo el libro es una declaración de independencia de Wílde respecto de las teorías de Whistler, de Gautier y de cualquiera de los demás decadentistas y esteticistas.
Gautier había escrito: "No había crítica de arte bajo Julio II", queriendo demostrar que en los momentos de gran vitalidad y renacimiento artístico no hay pensamiento crítico. Whistler había adoptado esa idea sin conocer su origen y la repetía por todas partes. En el inicio de El crítico como artista, Wilde pone en boca de Ernst, el personaje que repite los saberes convencionales, una idea semejante: "En los mejores días del arte no había críticos de arte". Esa afirmación es respondida tajantemente por Gilbert (alter ego de Wilde): "Me parece haber oído esa observación antes, Ernst. Tiene toda la vitalidad del error y el tedio de un viejo amigo. Por el contrario, los griegos eran una nación de críticos de arte". A partir de allí comienza una de las exposiciones más célebres contra las ideas vulgares respecto del arte, de la vida y hasta de la historia.
Contra la idea romántica que dice que el arte es un desbordamiento espontáneo de sentimientos profundos, el crítico como artista afirma que es un proceso extremadamente consciente: "Toda la mala poesía proviene de sentimientos genuinos", dice Gilbert. Lo que impide a la creación ser repetitiva es la facultad crítica, que siempre genera nuevas formas. Según Richard Ellmann (el más interesante de los biógrafos de Wilde), la reflexión de Yeats sobre la máscara deriva de El crítico como artista. Contra la idea de Matthew Amold (influyente profesor de Oxford), que afirmaba que la "verdadera función de la crítica es ver el objeto tal como realmente es", en el ensayo de Wilde, Gilbert propone que la crítica vea el objeto "como realmente no es". De esa manera el critico se libera de la subordinación en que se lo quería encasillar: Wilde no se opone a que un crítico pueda explicar un libro o un cuadro, pero él prefiere que "en vez de aclararlo, ahonde su misterio". Como "la vida es un fracaso", Gilbert cree que el crítico está "cada vez menos interesado en la vida real, y trata de lograr sus impresiones directamente de lo que el arte ha producido". La estética no necesita de la acción, ya que la belleza reside en contemplación. Por eso es que la estética es superior a la ética, porque pertenece "a una esfera más espiritual".
Como el arte y la crítica (que abren la mente a nuevas posibilidades), también 'el pecado es un elemento "esencial al progreso humano". En su defensa del pecado, Wilde dice que "por su curiosidad, el pecado aumenta la experiencia de la raza; mediante su individualismo intensificado, nos salva de la monotonía de lo típico; en su rechazo de las ideas corrientes sobre la moralidad, coincide con la ética más elevada". Le parece que no asumir riesgos equivale a no vivir. Por eso propone, como haría Jean Genet medio siglo más tarde, una analogía entre el artista y el criminal. Pero, a diferencia de Genet, Wilde creía que, debido a que el artista no necesita actuar, su lugar es superior al del criminal ("que está condenado a la acción, casi como "un trabajador manual").
Wilde y Alfred Douglas en Oxford. Un amor que le cambió la vida |
Para Wilde toda idea es siempre peligrosa, pero en El alma del hombre bajo el socialismo lleva esa posición al extremo: es su obra más subversiva. No hay en ella una frase que no sea, a la vez, espléndida e inquietante: Borges dijo que este libro no sólo es elocuente, sino que además es justo. Mientras que El crítico como artista hablaba del pasado y del presente, El alma del hombre bajo el socialismo está dedicado al futuro. La idea en que se basa este formidable ensayo ya había sido enunciada en "Humanidad", uno de los primeros poemas de Wilde. Al referirse-a la desdicha que padece un joven pagano, Wilde escribe que estamos obligados . "a vivir las vidas de los otros y no la nuestra/ por pura piedad".
El ensayo comienza exponiendo esta paradoja: la mayoría de la gente no puede dar lo mejor de sí porque vive desperdiciando sus energías en aquellos que sufren. Sólo el socialismo puede liberamos de la piedad. Esa liberación permitirá que cada uno pueda expresar lo mejor de sí. Los pobres tienen razón al despreciar la caridad porque los embrutece aún más. Pedir limosna corroe el alma, por eso los miserables tienen derecho a robar: "Recomendar el ahorro a los pobres es a la vez grotesco e insultante. Es como aconsejar el ayuno a un hombre hambriento". Tampoco se puede dignificar la vida a través del trabajo manual: "No hay absolutamente nada que sea necesariamente digno en el trabajo manual. La mayor parte de él es absolutamente degradante".
En cuanto al tipo de socialismo del que está hablando, Wilde es muy claro al afirmar que se opone al autoritarismo, ya que un socialismo autoritario sería aún peor que el presente estado de cosas. Esclavizaría a toda la sociedad en vez de solamente a la parte que ahora está sometida. Wilde se alegra de las consecuencias que tendría el triunfo de un socialismo libertario: la desaparición de la propiedad, de la familia, del matrimonio y de los celos. Esa nueva sociedad permitiría que cada persona fuera un artista. Su modelo de artista es Cristo, pero un Cristo que enseña, como Nietzsche, que lo más importante es llegar a ser uno mismo. Los artistas encarnan siempre una fuerza perturbadora, ya que buscan constantemente nuevas experiencias. Por eso, para ellos el mejor gobierno es una ausencia de gobierno: Wilde se acerca así más al anarquismo -que también Borges admiraba-, que al socialismo.
Una vez que desató la máquina subversiva, Wilde la detiene. Uno de los párrafos más gloriosos de El alma del hombre bajo el socialismo (Joyce lo admiró hasta el plagio: en el Ulises lo parafrasea por boca de Stephen Dedalus) es la que habla de lo tres despotismos: “Hay tres clases de déspotas. El déspota que tiraniza el cuerpo, el déspota que tiraniza el alma y el déspota que tiraniza el cuerpo y el alma a la vez. Al primero se lo llama Príncipe. Al segundo se lo llama Papa. Al tercero se lo llama Pueblo".
Para oponerse a estos tres déspotas, Wilde cita el ejemplo de Cristo. Pero Cristo tiene una limitación: exalta el dolor. Por eso no es en el cristianismo donde Wilde encuentra el modelo de un mundo nuevo, sino en un nuevo helenismo, que mezclaría el espíritu de la cultura griega con la exaltación del individuo que Wilde ve en el cristianismo: en ese nuevo helenismo el arte y la vida podrán alcanzar su objetivo final, que es la alegría.
La estética de Wilde termina convirtiéndose en una ética de nuevo tipo. Incluso hay una escena en El retrato de Dorian Gray que prefigura esta conversión. Uno de los personajes declara que daría cualquier cosa con tal de poseer un alma bella y otro le responde: "Es una buena base en la que fundar una nueva ética".
La belleza y la alegría como móviles de la vida son el sueño de un artista, no el de un político: El alma del hombre bajo el socialismo es una utopía que no le exige a nadie que se sacrifique por ella. Como el artista debe ser capaz de expresado todo, el arte es siempre disidente y peligroso. Wilde dice que la sociedad cristiana se basa en el odio y que usa la religión para legitimar su resentimiento: ningún político se atrevería a decir algo semejante.
El arte no sólo es el territorio de la alegría, para Wilde también es la patria de la libertad. Y ser desaforadamente libre se suele pagar caro. Wilde lo supo como pocos.
Daniel Molina
Fuente: Clarín- Revista Cultura y Nación
19 de noviembre de 2000
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