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29 de noviembre de 2011

El alma del hombre bajo el socialismo de Oscar Wilde

El alma del hombre bajo el socialismo de Oscar Wilde

Fuente: Clarín- Revista Cultura y Nación

No es extraño que los artis­tas realmente grandes sean incomprendidos por los críticos de su época, pero en el caso de Oscar Wilde el malentendido fue excepcionalmente largo: duró casi un siglo. Hasta hace poco, salvo la devoción de un puñado, la mayoría de la crítica no creía que la obra del escritor irlandés fuese digna de consideración. Uno de los argu­mentos más usados para descalificarlo afirma que Wilde (a diferencia de Goethe, Flaubert o Proust) no produjo ningún gran libro. Por "gran libro" se quiere decir "un libro grande": es decir, un texto volu­minoso, que parezca haberle costado mu­cho trabajo a su autor y que cualquier lector pueda considerarlo profundo. La obra de Wilde carece notoriamente de semejantes libros.
Escribió sólo una novela, El retrato de Dorian Gray, pero ella fundó uno de los pocos mitos actuales que tienen la estatura de los que nos legó la Antigüedad. Como Don Juan (el otro mito moderno), Do­rian Gray es hijo de nuestra época; sin embargo, la forma en que Wilde narra la historia de un hombre capaz de vender su alma para conservar la belleza es tan per­fecta que suena a clásica. Al leerla sentimos, erróneamente, que todo el trabajo  del autor consistió en rescatarla del fondo inagotable de la cultura grecolatina. Incluso, hay una legión de artículos académicos que testifican sobre la existencia de fuentes en las que Wilde pudo encontrar semejante historia, pero lo cierto es que no hubo un Dorian Gray antes del de Wilde.
El tema era tan nuevo y la forma de tratarlo tan original que no sólo hubo una  larga serie de inconvenientes que casi impi­dieron que la novela se publicase, sino que una vez publicada fue difícil lograr que lle­gase al público: muchos libreros se nega­ron a venderla (por ejemplo, uno de los li­breros más importantes excusó su negati­va a venderla diciendo que era "un libro asqueroso").
Cuando finalmente vio la luz en abril de 1891, El retrato de Donan Gray provocó un impacto prodigioso: desde hacía mucho tiempo, Gran Bretaña no se sentía sacudida de semejante manera por una obra de arte. Todo el mundo hablaba de ella. Se la debatía en los clubes, en los salones, en la prensa y en los colegios de las universidades. Para los jóvenes era el libro que inauguraba una nueva forma de hacer literatura y los conservadores lo con­sideraron poco menos que la encarnación del Anticristo: la novela era tan descarada­mente moderna que indignó a los mora­listas, pero era a la vez tan exquisitamente equilibrada en sus desbordes que parecía eterna, hasta anticuada.
Wilde no respetó nunca la tradicional división en géneros. Sus relatos y sus obras teatrales no renuncian a exponer ideas. Casi todos sus ensayos (la excepción es El alma del hombre bajo el socialismo) recurren al diálogo para presentar su posi­ción: esos diálogos van acompañados por acotaciones escénicas, lo que los asemeja a los escritos dramáticos. "Me temo que la novela que estoy escribiendo es como mi propia vida: todo conversación y nada de acción. No puedo describir la acción: mis personajes se sientan y charlan", le escri­bió a una amiga, Beatrice Allhusen, mien­tras estaba trabajando en El retrato de Do­nan Gray. Esa falta de respeto por los lími­tes de los géneros es uno de los rasgos de estilo que lo hacen más moderno: para el lector actual, Wilde es un contem­poráneo.

Como Borges, Wilde parece monótono. A través de poemas, narraciones, obras teatrales y ensayos apenas si habla de otra cosa que del esteticismo, del arte por el ar­te y de una nueva moralidad, fundada en la belleza y la alegría. Pero, a la vez, pocos escritores son más ricos: no sólo cada una de sus obras es extremadamente comple­ja, sino que casi cada frase inicia una nue­va forma de pensar. Wilde apabulla al lec­tor con tal acumulación de frases geniales, ocurrentes, fantásticas que puede llegar a parecer meramente divertido: se llega a perder el sentido y se deja de entender lo que se está leyendo. Wilde es de esos es­casísimos escritores que son mejor enten­didos y más disfrutados en la tercera relec­tura que en la primera impresión, aunque es difícil que un lector no se fascine con su obra ya desde el primer párrafo.
En los números de julio y septiembre de 1890 de la revista Nineteenth Century apareció El crítico como artista. En este ensayo Wilde expone por primera vez de manera sistemática  su estética y su ética. Todo el libro es una declaración de independencia de Wíl­de respecto de las teorías de Whistler, de Gautier y de cualquiera de los demás deca­dentistas y esteticistas.
Gautier había escri­to: "No había crítica de arte bajo Julio II", queriendo demostrar que en los momen­tos de gran vitalidad y renacimiento artísti­co no hay pensamiento crítico. Whistler había adoptado esa idea sin conocer su origen y la repetía por todas partes. En el inicio de El crítico como artista, Wilde po­ne en boca de Ernst, el personaje que repi­te los saberes convencionales, una idea se­mejante: "En los mejores días del arte no había críticos de arte". Esa afirmación es respondida tajantemente por Gilbert (alter ego de Wilde): "Me parece haber oído esa observación antes, Ernst. Tiene toda la vi­talidad del error y el tedio de un viejo ami­go. Por el contrario, los griegos eran una nación de críticos de arte". A partir de allí comienza una de las exposiciones más célebres contra las ideas vulgares respecto del arte, de la vida y hasta de la historia.

Contra la idea romántica que dice que el arte es un desbordamiento espontáneo de sentimientos profundos, el crítico como artista afirma que es un proceso extrema­damente consciente: "Toda la mala poesía proviene de sentimientos genuinos", dice Gilbert. Lo que impide a la creación ser re­petitiva es la facultad crítica, que siempre genera nuevas formas. Según Richard Ellmann (el más interesante de los biógrafos de Wilde), la reflexión de Yeats sobre la máscara deriva de El crítico como artista. Contra la idea de Matthew Amold (influ­yente profesor de Oxford), que afirmaba que la "verdadera función de la crítica es ver el objeto tal como realmente es", en el ensayo de Wilde, Gilbert propone que la crítica vea el objeto "como realmente no es". De esa manera el critico se libera de la subordinación en que se lo quería encasi­llar: Wilde no se opone a que un crítico pueda explicar un libro o un cuadro, pero él prefiere que "en vez de aclararlo, ahon­de su misterio". Como "la vida es un fraca­so", Gilbert cree que el crítico está "cada vez menos interesado en la vida real, y tra­ta de lograr sus impresiones directamente de lo que el arte ha producido". La estética no necesita de la acción, ya que la belleza reside en contemplación. Por eso es que  la estética es superior a la ética, porque pertenece "a una esfera más espiritual".
Como el arte y la crítica (que abren la mente a nuevas posibilidades), también 'el pecado es un elemento "esencial al progre­so humano". En su defensa del pecado, Wilde dice que "por su curiosidad, el peca­do aumenta la experiencia de la raza; me­diante su individualismo intensificado, nos salva de la monotonía de lo típico; en su rechazo de las ideas corrientes sobre la moralidad, coincide con la ética más eleva­da". Le parece que no asumir riesgos equi­vale a no vivir. Por eso propone, como haría Jean Genet medio siglo más tarde, una analogía entre el artista y el criminal. Pero, a diferencia de Genet, Wilde creía que, debido a que el artista no necesita ac­tuar, su lugar es superior al del criminal ("que está condenado a la acción, casi co­mo "un trabajador manual").

Wilde y Alfred Douglas en Oxford. Un amor que le cambió la vida
Para Wilde toda idea es siempre peli­grosa, pero en El alma del hombre bajo el socialismo lleva esa posición al extremo: es su obra más subversiva. No hay en ella una frase que no sea, a la vez, espléndida e inquietante: Borges dijo que este libro no sólo es elocuente, sino que además es jus­to. Mientras que El crítico como artista ha­blaba del pasado y del presente, El alma del hombre bajo el socialismo está dedica­do al futuro. La idea en que se basa este formidable ensayo ya había sido enuncia­da en "Humanidad", uno de los primeros poemas de Wilde. Al referirse-a la desdi­cha que padece un joven pagano, Wilde escribe que estamos obligados . "a vivir las vidas de los otros y no la nuestra/ por pura piedad".
El ensayo comienza exponiendo esta pa­radoja: la mayoría de la gente no puede dar lo mejor de sí porque vive desperdi­ciando sus energías en aquellos que su­fren. Sólo el socialismo puede liberamos de la piedad. Esa liberación permitirá que cada uno pueda expresar lo mejor de sí. Los pobres tienen razón al despreciar la caridad porque los embrutece aún más. Pedir limosna corroe el alma, por eso los miserables tienen derecho a robar: "Reco­mendar el ahorro a los pobres es a la vez grotesco e insultante. Es como aconsejar el ayuno a un hombre hambriento". Tam­poco se puede dignificar la vida a través del trabajo manual: "No hay absolutamen­te nada que sea necesariamente digno en el trabajo manual. La mayor parte de él es absolutamente degradante".
En cuanto al tipo de socialismo del que está hablando, Wilde es muy claro al afir­mar que se opone al autoritarismo, ya que un socialismo autoritario sería aún peor que el presente estado de cosas. Esclavi­zaría a toda la sociedad en vez de solamen­te a la parte que ahora está sometida. Wil­de se alegra de las consecuencias que ten­dría el triunfo de un socialismo libertario: la desaparición de la propiedad, de la fami­lia, del matrimonio y de los celos. Esa nue­va sociedad permitiría que cada persona fuera un artista. Su modelo de artista es Cristo, pero un Cristo que enseña, como Nietzsche, que lo más importante es llegar a ser uno mismo. Los artistas encarnan siempre una fuerza perturbadora, ya que  buscan constantemente nuevas experiencias. Por eso, para ellos el mejor gobierno es una ausencia de gobierno: Wilde se acerca así más al anarquismo -que tam­bién Borges admiraba-, que al socialismo.
Una vez que desató la máquina subver­siva, Wilde la detiene. Uno de los párrafos más gloriosos de El alma del hombre bajo el socialismo (Joyce lo admiró hasta el pla­gio: en el Ulises lo parafrasea por boca de Stephen Dedalus) es la que habla de lo tres despotismos: “Hay tres clases de dés­potas. El déspota que tiraniza el cuerpo, el déspota que tiraniza el alma y el déspota que tiraniza el cuerpo y el alma a la vez. Al primero se lo llama Príncipe. Al segundo se lo llama Papa. Al tercero se lo llama Pueblo".
 Para oponerse a estos tres déspo­tas, Wilde cita el ejemplo de Cristo. Pero Cristo tiene una limitación: exalta el dolor. Por eso no es en el cristianismo donde Wilde encuentra el modelo de un mundo nuevo, sino en un nuevo helenismo, que mezclaría el espíritu de la cultura griega con la exaltación del individuo que Wilde ve en el cristianismo: en ese nuevo hele­nismo el arte y la vida podrán alcanzar su objetivo final, que es la alegría.
La estética de Wilde termina convirtién­dose en una ética de nuevo tipo. Incluso hay una escena en El retrato de Dorian Gray que prefigura esta conversión. Uno de los personajes declara que daría cual­quier cosa con tal de poseer un alma bella y otro le responde: "Es una buena base en la que fundar una nueva ética".
La belleza y la alegría como móviles de la vida son el sueño de un artista, no el de un político: El alma del hombre bajo el so­cialismo es una utopía que no le exige a nadie que se sacrifique por ella. Como el artista debe ser capaz de expresado todo, el arte es siempre disidente y peligroso. Wilde dice que la sociedad cristiana se ba­sa en el odio y que usa la religión para le­gitimar su resentimiento: ningún político se atrevería a decir algo semejante.
El arte no sólo es el territorio de la ale­gría, para Wilde también es la patria de la libertad. Y ser desaforadamente libre se suele pagar caro. Wilde lo supo como po­cos. 

Daniel Molina
Fuente: Clarín- Revista Cultura y Nación
19 de noviembre de 2000





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