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24 de marzo de 2019

Jorge Luis Borges: La personalidad como destino y Dios como imposibilidad hu­mana


La personalidad como destino
 Lo azaroso de nuestra existencia toca, claro está, a la personalidad. Un hecho, una circunstancia trivial o me­morable, puede de pronto ponernos ante el rostro verdadero de nuestra vida. Este tema aparece reiterado muchas veces, siempre con variantes creadoras. Por ejemplo, en "El Sur" y en "El fin", donde se da la acepta­ción de ese destino, que se sabe con­tiene la muerte y que se espera como culminación natural y justa, tema que obtiene una versión admirable en el "Poema conjetural". Lo mismo le ocurre al compañero de Martín Fierro, que súbitamente se siente al lado del perseguido y se pone a su vera ("Bio­grafía de Tadeo Isidoro Cruz").
Aquí se manifiesta la preocupación antigua como el hombre de conocer "nuestro verdadero rostro eterno", pa­ra qué vivimos y qué somos. Pero junto a estas ficciones encontramos otras en que se expresa su contrapar­te: aquellas en que la personalidad individual desaparece, es anulada por el tiempo, lo divino o la historia, la capacidad de vivir y expresar otras vidas.
Todas formas de superar el do­gal temporal que encierra al hombre en un círculo insuperable. Borges, junto a la conciencia angustiada de que el hombre es una criatura histó­rica y finita, condenada a la vejez y a la muerte, ha querido superar esa realidad pensando que es posible es­capar a ella por ciertas vías. Así, en un prólogo escrito para una edición de Emerson (Clásicos Jackson, volu­men 36) escribe: "Nuestro destino es trágico porque somos, irreparable­mente, individuos, coartados por el tiempo y por el espacio; nada, por consiguiente, hay más lisonjero que una fe que elimina las circunstancias y que declara que todo hombre es todos los hombres y que no hay na­die que no sea el universo".
Esta idea de que el hombre individual puede ser todos los hombres tiene ilustres antecedentes (la filosofía in­dividualista de Hume y Berkeley, las concepciones panteístas occidentales y orientales), y algunos relatos de El Aleph la expresan de modo crea­dor y renovado. "La escritura del Dios" termina cuando el héroe, des­pués de haber coparticipado de la divinidad y el universo, cae en la na­da. De ser un hombre, ha pasado a ser todos los hombres, es decir, na­die.
Esta idea es un poco la que ha­ce de los grandes creadores la voz de todos los hombres, seres que han sido tantos otros que al final han perdido su individualidad (así Homero en "El inmortal", y Shakespeare en "Everything and Nothing").
 Lo mis­mo ocurre con el personaje de "La forma de la espada", cuyos actos rei­teran de alguna manera pecados, de­bilidades y grandezas que son de to­dos los seres humanos: "Lo que hace un hombre es como si lo hicieran to­dos los hombres. Por eso no es in­justo que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifi­xión de un solo judío baste para sal­varlo. Acaso Schopenhauer tiene ra­zón: yo soy los otros, cualquier hom­bre es todos los hombres, Shakespea­re es de algún modo el miserable John Vincent Moon".
Si la infinita variedad puede fundirse en un solo hecho y un hecho agrandarse hasta abarcar el universo, cabe pensar que los actos de la vida del hombre tal vez solamente consis­tan en una serie de repeticiones y, entre todos ellos, tal vez haya uno, uno solo, que permita inferir el perfil verdadero de toda una existencia. Es­ta idea no la aplicó Borges solamente a sus personajes de ficción (Droctful, Dahlmann), sino  también a su propia existencia. Hablando de sí mismo es­cribió: "Han transcurrido más de treinta años, ha sido demolida la ca­sa en que me fueron reveladas esas ficciones, he recorrido las ciudades de Europa, he olvidado miles de pá­ginas, miles de insustituibles caras humanas, pero suelo pensar que, esen­cialmente, nunca he salido de esa bi­blioteca y de ese jardín".
En otros casos el tema de la identi­dad de los hombres lo ha llevado a identificar existencias y personalida­des al parecer distintas y hasta an­tagónicas. Ha renovado de modo ta­lentoso el antiguo tema de la identi­dad entre víctima y verdugo. Uno de sus cuentos más perfectos, "Los teó­logos", está centrado sobre esta idea. Las últimas líneas de "El fin" revelan la identidad entre Fierro y el Moreno, que acaba de vengar el asesinato de su hermano: Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre”.
Esta identidad de destinos opuestos encuentra su versión teológica en "Tres versiones de Judas"; y otras for­mas en "Tema del traidor y del hé­roe", 'La forma de la espada". Una nueva forma de exponerlo aparece en "Historia del guerrero y de la cauti­va", en cuyo final leemos: "Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales".

Dios como imposibilidad hu­mana
 Si ante la impenetrabilidad del mundo, Borges asume una posi­ción casi siempre negativa, junto a ella es posible encontrar en su obra varios relatos que intentan comunicar y juzgar la experiencia del hombre frente a la sabiduría total, a la feli­cidad inmerecida de comprenderlo y saberlo todo sobre todo: la inasible visión de poseer los ojos de Dios.
"El Aleph", "El Zahir", "La escritura del Dios" y "Funes el memorioso" in­tentan trasladar a formas literarias es­ta circunstancia única. La más limpia de otras intenciones (no se olvide que cada relato apunta a una doble o tri­ple intención temática e ideaológica) es "La escritura del Dios". El prota­gonista llega a comprender la divini­dad, a unirse a ella. Contempla el Universo y adquiere su mirada. En ese momento deja de ser un hombre, pasa a pertenecer a una categoría en la cual la realidad humana carece para él de sentido: "Quien ha entre­visto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hom­bre ha sido él y ahora no le importa. Qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora es nadie".
Lo divino le está vedado al hombre, nos dice Borges, porque formamos parte de una realidad absolutamente distinta. O somos seres humanos o se­res divinos; y entre ambas esferas se extiende una barrera infranqueable. En "El Aleph" se suman varias me­tas: una sátira a ciertos falsos poetas y prosistas argentinos; una apenas aludida forma de relación erótica muy nuestra; una voluntariamente fracasa­da expresión literaria de la visión di­vina del universo. El protagonista vi­ve la experiencia y nos la comunica: "... y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto sagrado y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo".
Si se lee con atención, se comprende que tanto el narrador en primera per­sona como el ridículo Carlos Argenti­no Daneri (obsérvese el segundo nom­bre del poeta), no alcanzan a com­prender ni a asumir en plenitud la re­velación. Sus vidas siguen atadas a los intereses anteriores; la visión pasa a su lado y el objeto sagrado está en manos de un tonto. Saben qué es, pe­ro no alcanzan a asumir totalmente su enorme significado.
En el caso de Funes enfrentamos dos hechos que una vez más prueban la idea borgiana de nuestra imposibili­dad de ser como los dioses. Un acci­dente, una circunstancia fortuita, ca­sual, irrepetible, pone en los ojos y la mente de un hombre inculto, uno solo de los atributos de la mirada de Dios: la capacidad de recordarlo todo distintamente, la capacidad de verlo todo en su plenitud simultánea y multiplicadamente heterogénea. En nin­gún caso la experiencia total, seme­jante a la de Dios. El único que la adquiere deja de ser un hombre, de­ja de interesarse en su nivel anterior: ha pasado a otra realidad.
Acierta Ana María Barrenechea (La expresión ele la irrealidad en la obra de Borges), al afirmar que los tres últimos cuen­tos están rodeados de un cierto halo de fracaso; ya sabemos por qué Bor­ges los ha escrito de ese modo. Con un estoico asentimiento, nuestro es­critor sabe que al hombre le está ve­dado alcanzar esa visión y entonces el aparente fracaso expresivo tiene como fin probar estéticamente lo im­posible de esta antigua y vana am­bición humana.


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