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30 de noviembre de 2011

Nicolás Olivari, uno de los rostros de la vanguardia poética argentina

Nicolás Olivari, uno de los rostros de la vanguardia poética argentina, contribuyó al giro lúdico e irreversible de la estética rioplatense.

Siendo estudiante,  publica un cuento breve, "Matón de arrabal", en la re­vista de su colegio, el Nacional Ave­llaneda. Entre ese adolecente y el señor que ocuparía el sillón "Carlos de la Púa" en la Academia Porteña del Lunfardo circulan más de 20 li­bros -de logro desparejo-, los poemas de Pas de quatre (1964), las crónicas de Mi Buenos Aires queri­do (1966), los definitorios La musa de la mala pata (1926) y El gato es­caldado (1929), los cuentos de La mosca verde (1933), las "estampas cinematográficas" del El hombre de la baraja y la puñalada (1933).

En 1936,  Olivari obtiene el Primer Premio Municipal al mejor drama argentino estrenado en su año, por decisión de un jurado que integran Leónidas Barletta, Octavio Palazzolo y Jorge Luis Borges,
Amigo de Horacio Rega Molina y María Granata, admirador de la be­lleza de la escritora María Luisa Ru­bertino, colabora en diarios y revis­tas y pasa horas dedicándose al radioteatro. Es la época de los cuentos de La noche es nuestra (1952) y Un negro y un fósforo (1959), los poe­mas de Los días tienen frío (1958) y la "novela parroquial de Buenos Aires" El almacén (1959).

En Diez poemas sin poesía (1938), la desilusión o la misoginia le habían susurrado una sustitución inesperada: "Dedico estos poemas a mis perras Titina y Monín, a mi gata Nené y a mi tortuga Filomena, que reemplazan los nombres de las mu­jeres que los inspiraron y no se los merecen". Por esas cosas que tiene la vida o la literatura, su casa de siempre, la de Díaz Vélez al 4700, es hoy una veterinaria. Entre perros y gatos, gozosos en su ignorancia de la historia, estalla como un vegetal dormido una placa donde su nom­bre se despereza, casi en Parque Centenario: Nicolás Olivari.

Dijo Olivari:” Creo que ningún poeta ar­gentino ha sufrido como yo el bárbaro chaparrón de las peores injurias. Se me negó con sistema. Se me acon­sejó acremente no escribir más versos, se me disimuló y ennegreció con las peores tintas y sin embargo, seño­ras y señores, aquí me veis tan franco y se­reno y sencillo como si nada me hubiera pasado. Que nada pasó en verdad, porque los que pasaron fueron ellos y yo quedé es­cribiendo versos todavía y siempre a pesar de todo. Esta es la alegría que clarifica mi voz esta tarde."

Mediante estas palabras tan familiares, Nicolás Olivari, el poeta, se confiesa en el invierno de 1934.
Con "un orgullo de paria suburbano" (la frase es de Güiraldes), Nicolás Olivari -que había nacido el 8 de setiembre del 1900- se lanzó a caminar Buenos Aires para mejor cantarla. Ritmó versos con pie en el mismo bajo que frecuentaban César Tiempo, Alvaro Yunque, Julián Centeya. Se desgarró ante la inmediatez -no por tan reiterada menos inverosímil- de la gente a cuestas con su pobreza y su sole­dad. Pero no quiso ser trágico, mucho me­nos solemne, lo suyo era la mueca realista que no desconocía el juego.

Por eso ironizó, por eso se burló, por eso rió. Ironizó acerca de ciertas recitado­ras, se burló de los oropeles del ambiente literario, se rió con La amada infiel (1924) de la vencida costurerita de Evaristo Ca­rriego, ya que a pesar de haber dado aquel mal paso sin necesidad (y justamente por haberlo hecho) parece que no había fraca­sado.

Olivari ,hijo de la inmigración italiana, como demuestran su apellido y su obra, ­tuvo también su almacén, en la esquina de una infancia que no fue rosada, en Cangallo y Ombú. A ese rincón vuelven con in­sistencia sus oraciones. "Cinco años de al­macén/ más veinte de vida urbana" -cuenta en 1925 en la revista Martín Fierro-. Pero esa no es la única medida; otro poema, Cuadro sinóptico de mi existencia, recons­truye: "Diez horas, diez horas de almacén,/ Diez horas, diez./ Sacos de garbanzos, "Petit Pois extrafins" / y fardos de té", para termi­nar en un grito de ilusiones perdidas, "Mamá, mamá, mamá".

Se acercó a los puertos e intentó buscar más allá del río algunos ecos de sus oríge­nes. Sin embargo, es la realidad local la que más lo sobrecoge: las calles con sus miserias de cosas desprendidas y personas girando en la farsa colosal de la sobrevi­vencia. Los oficios que conmueven, las prostitutas que casi nunca alegran, los colores, un excedente de desenfado y litera­tura donde probar los propios límites.

Este personaje importante de la van­guardia de los años veinte, que contribuyó al giro lúdico e irreversible de la estética rioplatense, no sólo fue el poeta del salto de Boedo a Florida. (Aquel grupo de Boe­do que fundara junto a Lorenzo Stanchina  y Elías Castelnuovo; aquel grupo de Florida al que Evar Méndez, Ricardo Güiraldes y luego Jorge Luis Borges lo convocaron con aplauso fraterno.) Fue también el dramaturgo de algunas piezas que subieron a Corrientes 465, el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta. Y un periodista (que conoció, entre otros, el seudónimo de Diego Arzano y las redac­ciones de Critica, El Mundo, Para Ti, Voso­tras, Histonium, Atlántida, Democracia ... , un pintor de vocación, un autor de novela policial. Un guionista de actos para radio­fonía, el que firmó un tango ahora más o menos olvidado -La violeta-, pero que en­tonces escalara la música de Cátulo Casti­llo y la voz de Gardel, y más tarde el bandoneón de Troilo y las vocales de Jorge Casal y Goyeneche.

Lector entusiasta de Baudelaire, de Francois Villon, de Lautréamont, de Tristán Corbiere, de los rusos, de J. K. Huysmann, de la novela estadounidense de las primeras décadas de su siglo, de las revistas italianas de los años cincuenta, de sus contemporáneos españoles y brasi­leños, lector incluso desprolijo pero sin duda ávido, adaptó obras y tradujo.

Frecuentemente escribe en colabora­ción; en esa tarea son sus compañeros L.Stanchina -con quien comparte el primer estudio que se realiza sobre Manuel Gálvez (1924)-, y Raúl González Tuñón -a quien lo unen varias piezas dramáticas- La pierna de plomo, representada en el Teatro del Pueblo en 1934 o Dan tres vueltas y luego se van, del mismo año aunque estrenada en el Teatro La Máscara en 1958.

Con Stanchina y con Raúl G. Tuñón lo enlazan además páginas que si bien no surgen a cuatro manos reciben escrituras paralelas, evidencia que puede rastrearse ya desde ciertos títulos, La mala vida (1923) para hermanarlo al primero y Antigua canción de la marina mercante
(1946) para arrimarlo al segundo.

En 1929, su famoso poemario El gato escaldado,  le aseguró el Premio Municipal. Con similar impronta a la de su libro ante­rior, La musa de la mala pata (1926), la irreverencia de Olivari visita allí tanto la imagen ultraísta como el lunfardo.
 De pronto, se siente claramente en sus textos: lo único no contingente es la ciu­dad. Pueden cambiar las mujeres, las mo­das cambiarán, cambian las mareas y los árboles y los niños con las estaciones, han de cambiar las memorias y los notas es­quivas de los diarios, todo, desde el amor hasta le enfermedad, la traición o el éxito puede huir de un solo golpe de vista, igual que las imágenes en la pantalla que ya fue­ron, pero la ciudad -la ciudad cambiante- estará siempre, continente crucial como la lengua.

También los amigos cambiarán, sin embargo entre ellos una pareja se recorta con nitidez, la de Enrique González Tuñón y María Luisa Carnelli, "los más buenos, los más fieles, los más leales".
Si sale de la complicidad y de los ba­rrios, cuando mira por encima de su perímetro, Olivari es aquel que querría competir en atuendos con el lord británico George María Brummmel, compañero del Príncipe de Gales, a quien dedica un cuento en La noche es nuestra (1952), o con el actor estadounidense William Po­well, primera figura masculina del cine que celebra, por lo que tiene de victorioso y de aliado: "Nos consuela de nuestra pro­vinciana trabazón de las manos (nunca sa­bemos dónde ponerlas cuando nos retrata­mos) este hombre que sostiene una baraja como una flor."
Para tal conquista de elegancia, las bo­quillas 22 centímetros que gusta sostener equilibradamente, como una espada entre los labios-, los sombreros, el lápiz de oro e innumerables detalles que hacen sobre­saltar al lector lineal que espera, como co­rolario imprescindible de la bohemia van­guardista y de los recorridos marginales, una figura descosida o despeinada.

Sus textos tematizaban inquietudes en torno a la apariencia, es así que en Glosa de un amor que no tuve (de Carne al sol, 1922), el gimnasio se muestra como una alternativa de la literatura, recursos de fuerza y seducción para alcanzar a una mujer.
Olivari es un coleccionista (las postales, las armas, los blasones lo atestiguan); un tierno. Y un provocador. Naipes, asesinatos, amantes codiciadas; humo, muelles y una destreza que hace de los cuerpos el dato inequívoco de una épo­ca de transformaciones.
El ingreso del cine como "nuevo arte" ensancha las perspectivas de la visión so­bre el mundo que gradúan los escritores. (…)

Un juego de palabras a mano, entre fir­mar y filmar, facilita las cosas: "He ahí la única literatura del porvenir si es que, co­mo resultará evidente, no la desaloja el ci­nematógrafo. Entonces los poetas fir­marán filmes como ahora poemas y todos saldremos ganando".
"Abonado permanente a los cine­matógrafos, él mismo es un personaje de cine", había sugerido Lisardo Zía.

El hombre de la baraja y la puñalada (1933) es un libro desconocido e insólito, un canto múltiple al cinematógrafo, donde las imágenes pulsan hasta gastar la franja entre realidad y ficción (…)
Un telón hacia el otro cielo (ahora Atlas lo que sostiene sobre su hombro es una cámara) había descorrido Horacio Quiro­ga, el pionero de "Miss Dorothy Phillips, mi esposa" (1919), "El espectro" (1921), "El puritano" (1926), "El vampiro" (1927). A su lado espían el uruguayo Enrique Amo­rim -a través de sus columnas en El Ho­gar-, Borges, Arlt, los hermanos Tuñón, Sergio Piñero. La fantasía reiterada de to­da una generación de escritores -que fue del escritorio a la butaca- va a llegar a su punto culminante en 1937 con un relato de Adolfo Bioy Casares, La invención de Morel. Desde su isla urbana Olivari, que pertenece a dicha generación, va estable­ciendo relaciones personales con las actri­ces y los actores.

Nicolás Olivari murió el 22 de setiem­bre de 1966. Sirva este recuerdo como conjuro de algunas de sus certezas más dolorosas: "El oficio de escribir en nuestro país es atroz, mal remunerado y sin mayor gravitación en el medio oficial ni popular. Más valdría imitar a tantos que desertaron de nuestras filas y se enriquecieron ... ". En un país que cada vez tiene menos de poesía, ojalá puedan permanecer algunos desafíos cotidianos como los que él que­rría: barajar aún los sueños y apuñalar la  injusticia.


Fuente: María Gabriela Mizraje
Cultura y Nación- Clarín- Octubre de 2000

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