Análisis de la narrativa
de Jane Austen
Orgullo y prejuicio –
Estudio preliminar
"Tres o cuatro familias en una aldea rural es
el material apropiado en el que trabajar", escribía Jane Austen a una
sobrina que se iniciaba en la literatura de ficción. Y también: "Si quieres enviar a tus personajes a
Irlanda, hazlo; pero no los acompañes, pues como nunca has estado en ese país,
corres el riesgo de ofrecer una visión falsa de sus maneras y costumbres."
Estas propuestas, en
cierto modo recapituladoras de una poética, permiten extraer toda una visión
propia frente a la creación literaria a la par que brindan una serie de lineamientos
básicos a los que Jane Austen ciñó su obra: un reducido ámbito
geográfico e histórico y. por ende, caracterológico, con la consiguiente
restricción en cuanto a los personajes —una galería no muy nutrida do tipos—:
verosimilitud; ausencia de premura o de resortes exteriores aceleradores de la
acción; agudeza psicológica apoyada en este mismo retardo de !a acción en beneficio
de la profundidad descriptiva; y una sobria, decantada, sutil ironía, apuntando
algunas veces a una suave crítica social, otras a los aspectos ridículos o
grotescos de los personajes.
A las innegables dotes
personales de esta singular, notable narradora, cultora asidua de la
observación y la mesura, cabe agregar una carga no menos decisiva o
definitoria: la herencia literaria del siglo XVIII inglés, de la que ella hizo,
al iniciarse en las letras, justamente en su culminación, una síntesis
equilibrada y rotunda: figuras de primera línea como Daniel Defne (circa
1660-1731). Samuel Richardson (1689-1761), Henry Fielding (1707-1764) y
Laurence Sterne (1713-1768) confieren a la época una riqueza y variedad
narrativas —de la que debe señalarse como rasgo distintivo el profundo sentido crítico—
tal vez nunca igualada en la historia de la literatura inglesa.
En la nutrida
biblioteca de su padre, un ministro anglicano graduado en Oxford, de sólida
formación y perteneciente a la alta burguesía, Jane Austen (1775-1817) tuvo
acceso a la narrativa de estas representativas figuras del momento, así como A
la novela gótica, género que conoció un gran éxito de público, y del cual hace
una amable sátira en una de sus novelas.
Fiel a sus premisas (restricción del material narrativo a lo conocido y
vivenciado), Jane Austen sólo contó lo que vio de la vida social, los amores de
terratenientes, medianos y grandes propietarios rurales, rozando a veces los
estratos inferiores de la nobleza; nunca más allá de un lord o un baronet; la
de los párrocos de pueblo; los comerciantes prósperos; también militares y
marinos a los que su fortuna hecha en guerras recientes permitía un ascenso
social, circunscribiendo esto al tranquilo, estático ambiente provinciano en
que vivió, cuyo eje era la vida familiar y social.
Circunstancialmente
esta quieta existencia se veía interrumpida por temporadas en Bath —un sitio
elegante de veraneo, de concurrencia ineludible para la mediana y alta
burguesía— o en Londres, centro más ineludible aun de la vida mundana. De todo
ello brinda acabado testimonio Jane Austen en sus seis novelas completas;
Sentido y sensibilidad (Sense and Sensibility, 1811); Orgullo y prejuicio (Pride
and Prejudice, 1813); El parque Mansfieu (Mansfield Park, 1814); Emma (Emma, 1816);
La abadía de Northanger (Northanger Abbey) y Persuasión (Persuasión), estas dos
últimas aparecidas en 1818, después de su muerte. También se publicaron algunos
fragmentos de novelas inconclusas y su regocijante correspondencia.
Esto en cuanto a los
hechos; poco más puede decirse en ese sentido de esta calma, silenciosa
escritora de provincias, que hizo de la sobriedad y el equilibrio un culto, que
empezó a escribir muy joven —aunque publicó en forma relativamente tardía— tras
haber recibido una esmerada educación, al igual que sus siete hermanos mayores,
y que permaneció soltera.
No obstante —o, tal vez, precisamente por eso—
el matrimonio fue el centro de las novelas de Jane Austen. La vida de sus
heroínas transcurre —como la suya propia— en el estático ámbito rural inglés de
fines del siglo XVIII y principio del XIX, en lenta progresión hacia el
matrimonio o la muerte. Todo parece acelerarse, modificarse, iluminarse,
insuflarse de una acción transformadora cuando en el camino de éstas aparece
la posibilidad del matrimonio.
Este tema ya se había
presentado en las novelas de Fanny Burney (1753-1840), una escritora
sentimental y moralizadora; en la Pamela (1741) de Richardson, y en la Amelia
(1751) de Fielding, pero es en manos de Austen que se presenta escudriñado con
mayor morosidad e intensidad, jerarquizado y convertido sin ninguna duda en
punto crucial y de convergencia de posibilidades para la existencia femenina.
O, en realidad, de única posibilidad de cambio y, en ocasiones, de ascenso y/o
movilidad social para la mujer. No obstante, Jane Austen no es feminista: respeta
demasiado al amo de ese cambio social, al que tiene todas las claves, todos los
resortes económicos, el poder de decisión, la autonomía de la acción, todo lo
que la mujer no tiene y, tal vez, no quisiera tener; y respeta también
demasiado al orden vigente como para rebelarse contra ellos; más bien la espera
hacia la gran Meta del matrimonio es pasiva o sólo discretamente vigilante.
Única posibilidad de cambio para la mujer, pues ¿acaso había otra para
estas heroínas de provincia que sofocaban toda aspiración o rebeldía o añoranza
de otra vida en el bordado, la música, el baile, la lectura de alguna novela de
moda, o el intercambio de estas experiencias en los salones? Jane Alisten no
era tan ingenua como para suponer que este cambio era ambicionado únicamente
como vía de acceso al amor y a la maternidad en el seno de una sociedad
rígidamente moralista. Las señoritas de buena familia, en efecto, podían tener
otros motivos para desearlo, además de estos y la consideración social que en
todas las épocas dispensó: se trataba también de un porvenir económico. A
menudo pertenecientes a la familia de algún hidalgo rural prestigioso pero no
rico, dueño de unas pocas propiedades que, a su muerte, serían repartidas entre
la viuda y una prole con frecuencia numerosa o, peor aun, pasarían, por la
restrictiva ley de mayorazgo, al pariente varón más cercano (como el
fastidioso Mr. Collins de Orgullo y prejuicio),
su soltería potencial podría ser sinónimo de estrechez o de miseria en los
años futuros.
Así, el amor guiará los pasos de las bellas y discretas hermanas Bennett (Orgullo y prejuicio), pero también
será un motor de ascenso social al acceder a una esfera económica superior, la
de los señores Bingley y Darcy. Casos similares son el de Catherine, en La
abadía de Narthanger, y el de Anne (Persuasión), que rechaza a
Wentworth cuando es un desconocido sin prestigio ni arraigo, y con sólo un buen
pasar, para amarlo en silencio sufriente durante ocho años y concretar su unión
cuando el azar los reúna nuevamente, pero, ahora sí, habiendo puesto en sus manos
prestigio y fortuna.
Esta lucidez para captar los aspectos económicos de la cuestión matrimonial
proviene indudablemente del agudo poder de observación de Jane Austen, poder
que pasa, en primera instancia, por lo descriptivo. Pero resulta un testimonio
claro de las circunstancias que vivía Inglaterra en la época. En el umbral de
la revolución industrial, la sociedad inglesa se mostraba permeable a cierta
movilidad social: si bien lo importante seguía siendo el dinero, la propiedad
y el abolengo, no se excluía como posible y
socialmente aceptado el ascenso debido al propio esfuerzo, al trabajo, a las
profesiones liberales.
Algunos sectores aceptaban
estos hechos con menos reticencia que otros. Así. el general Tilney (La abadía
de Northanger) afirma, aunque en realidad su convicción no es muy grande y se trata,
además, de una estratagema para cazar
para su hijo a quien él cree una rica heredera: "El dinero no es nada, es un objeto: lo que importa es el trabajo.
Hasta Frederick, mi hijo mayor, que heredará la finca más extensa del condado,
tiene su profesión".
Momento de transición,
que mezcla y confunde aspiraciones económicas con pretensiones de abolengo y,
con mayor o menor apertura, muestra sus resistencias o su aceptación al cambio.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que Austen no manipula a la verdadera
nobleza, sino a hidalgos rurales más o menos poderosos, o, como en el caso de
Darcy (Orgullo
y prejuicio), a propietarios muy encumbrados, vagamente
aristocráticos, altaneros y presuntuosos (a la despótica tía de Darcy se alude
como a lady Catherine, aunque nunca se especifique su linaje ni se expliciten
sus orígenes y vinculaciones). El fatuo padre de Anne, de Persuasión, es sir Walter
Elliott, pero nada más, ya que su estupidez y la limitación de sus recursos,
dilapidados neciamente, lo han empobrecido en forma ostensible.
En Orgullo
y prejuicio, al comienzo de sus relaciones con Elizabeth, Darcy
lucha contra la atracción que ésta ejerce sobre él, ya que la joven pertenece a
una familia no muy acaudalada, su madre no sabe conducirse convenientemente en
sociedad (es vulgar, indiscreta y charlatana), dos de sus hermanas flirtean
entusiasta y descaradamente con los oficiales de un cuartel cercano, entre sus
parientes se cuentan comerciantes y notarios. No obstante, se aclara que
Bingley, su mejor amigo, un joven notablemente refinado, debe su actual fortuna
al comercio. Más adelante, Darcy traba relación con los tíos de Elizabeth,
comerciantes, y, aunque viven en un sector londinense muy poco aristocrático y
carente de todo prestigio, los encuentra aceptables porque son personas bastante
distinguidas y de un trato social que permite, si no olvidar, al menos soslayar
el origen de su fortuna. Finalmente, su amor por Elizabeth, unido a una visión
autocrítica, duramente obtenida sobre su desmedido orgullo de casta, y lo
infundado y/o necio y exagerado de sus prejuicios, posibilite la unión. Unión
que, dejando de lado aspectos afectivos, resulta sumamente conveniente para
Elizabeth y su familia, ya que su padre, un discreto propietario rural, que
contempla con ironía y escéptico desdén los manejos casamenteros de su mujer,
sólo podría darle una muy modesta dote y, a su muerte, ademas, su magra
propiedad pasaría a manos de su sobrino, único heredero varón de la familia ("¡Dios mío! ¡Dios me bendiga! ¡Oh, qué
cosa, querida mía! ¡El señor Darcy! ¡Quién lo habría pensado! ¡Oh, mi queridísima
Isabel, qué rica y qué grande vas a ser! ¡Qué bolsillo, qué joyas, qué
carruajes tendrás! ¡Estoy tan contenta, soy tan feliz! ¡Qué hombre tan
encantador, tan hermoso, tan buen mozo! ¡Oh, mi querida Isabel, dispénsame
porque me haya disgustado tanto antes!; supongo que él me dispensará. ¡Querida,
queridísima Isabel! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible! ¡Diez mil
libras anuales! ¡Oh, Dios mío! ¿Qué va a ser de mí? Voy a enloquecer", .afirma
acertadamente la señora Bennett al anunciarle Elizabeth su ventajoso
casamiento).
Bellas, razonables,
discretas, sensibles, a veces inteligentes, conocedoras de todas las cortesías
y rituales apropiados, dotadas en algunos casos de cierto ingenio, así
progresan las heroínas de Jane Austen hacia la Meta (jamás cuestionada, por
otra parte, salvo en el caso de Emma, que afirma desea permanecer soltera para
acompañar a su padre, el achacoso señor Woodhouse, aunque cambia de parecer
ante la proposición del rico y elegante señor Knightley, de su misma
condición).
Casi podría decirse que
esta progresión, con su trasfondo descriptivo, constituye la trama de sus
novelas, cuyo desenlace, tras algunos modestos, discretos avatares —jamás
teñidos por la pasión y la tragedia, siempre excluyentes de la rebeldía, la desobediencia,
el desacato a la moral o a las costumbres vigentes—, se vislumbra desde el
comienzo, y no es otro, naturalmente, que el matrimonio de la pareja
protagónica, cuyos razonables sentimientos se conjugan siempre con convenientes
intereses económicos o sociales.
Por último, la ironía:
es la gratificación final, el premio que Jane Austen reserva a los personajes
excesivamente ridículos o mezquinos, y la utiliza tanto por medio de los otros
personajes como en su papel de narradora: el tratamiento permanentemente
irónico que otorga el señor Bermett a su esposa en Orgullo y prejuicio es
estupendo, un verdadero hallazgo; el que la misma Jane Austen brinda a lady
Catherine, en la misma novela; los contornos grotescos que alcanza el señor
Collins, exclusivamente a través de sus propias palabras; la señora Elton,
modelo de cursilería y presunción; la grosería de John Thorpe, la actitud
siempre quejumbrosa de Mary Elliot, la necia fatuidad de sir Walter: todo esto
es logrado a través de las propias palabras de los implicados, sin que la narradora
añada la menor observación. Así, con extrema sutileza, sucumben todos bajo los
aspectos ridículos, risibles, de su propia condición.
La ironía de Jane
Austen resulta un elemento fundamental de equilibrio; si bien no es
directamente enjuiciadora de la sociedad, lo es de una manera menos explícita a
través de la crítica que formula a determinados personajes; y está formulando
también, si no un consenso, al menos el reconocimiento de esas modificaciones estructurales
de la estática campiña inglesa que ella supo detener, apresar y congelar en el
tiempo con tanta dignidad, con tanta eficacia, a través de su narrativa.
Nora Dottori
CEAL, BS.AS., 1979
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