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25 de enero de 2013

Análisis de La ralea de Emilio Zola




Análisis de La ralea de Emilio Zola

Comentario sobre  El ciclo de los Rougon-Macquart

La ralea (1871) se abre con una construida escena flaubertiana. La lenta y sensual agonía del ocaso, bastante arti­ficiosa, significa por contigüidad el hastiado espíritu de Renée quien va a descubrir durante el paseo por el Bois con su hijas­tro Máximo —nieto de Adelaida Fouquet— el deseo de un amor extranatural que la colme. Una metáfora reaparece con insistencia en el lenguaje del narrador al nombrar ciertos objetos, describir ciertos ambientes, mencionar la avidez de ciertas miradas. Gira en torno al verbo "arder", al sustantivo "llamas" y otros sinónimos. Expresa que el alma de Renée consume, en la pira de vanas apetencias, toda la energía vital de su juventud.

Desde el capítulo primero hasta el sexto, esa peculiaridad lingüístico-imaginativa acompaña los arrebatos sen­suales de Renée; sólo desaparece en el capítulo final, cuando ella se eclipsa y extingue. En cuanto a la disposición general del relato, responde al modelo rigurosamente simétrico carac­terístico del período realista-naturalista. Son los paseos por el Bois y las fiestas en casa de los Sáccard —apellidos que adopta Aríltides Rougon al encumbrarse— las unidades que enmarcan el resto de la acción y las que permiten apreciar con claridad los cambios ocurridos entre los personajes desde el comienzo hasta el final.
En efecto, si en la primera fiesta —una cena— predominan las charlas de negocios y una contenida sensualidad, que el narrador califica de "trivial", en la otra —un baile de disfraz— hay un amplio despliegue de arrebatos eróticos y lascivia desembozada. Si el primer paseo, como dijimos, comunica, a tra­vés de la naturaleza artificial del invernadero, el atractivo incestuoso entre Máximo y Renée, el último nos llega velado por una pátina de niebla, acorde con el desconcierto que ella experimenta al descubrir juntos y del brazo, amigablemente, a Arístides y Máximo, lo que la sume en una laxa desespera­ción.

Tanto el surgimiento del deseo incestuoso, como su más plena satisfacción se cumplen en el ambiente exótico, plagado de plantas carnívoras, del invernadero, y rodeados los amantes por "flores malsanas" y retoños "nudosos y torcidos, como miembros enfermos".

Tal insistencia en el carácter enfermizo del ambiente en que se inscribe la acción está connotando, a nuestro juicio, la corrupción social del Segundo Imperio. Agen­tes principales de esa descomposición parecen ser aquellos pro­vincianos de oscura procedencia (Arístides, Mignon y Charrier), que "cayeron" como buitres sobre París al día siguiente del golpe de Estado, dispuestos a aspirar "esos vahos del Imperio naciente en que se mezclaban ya los olores de alcoba y los manejos financieros". Para eso contaron con la inapreciable ayuda de otros coterráneos inescrupulosos que los habían pre­cedido (Eugenio Rougon, Sidonia), con una pequeña burguesía capaz de medrar a cualquier precio (los esposos Michelin) y con una nobleza en franca decadencia (el barón Gouraud).

Sólo la figura del viejo burgués republicano, Béraud de Chá-tel, conserva una solitaria dignidad, anacrónica, aunque su exceso de celo en materia de honra familiar haya sido la causa de la perdición de su hija Renée. En varias oportunidades apunta el narrador cómo reaparecen periódicamente en la joven los recuerdos de una infancia feliz, placentera, en el hogar paterno. Tales recuerdos contrastan con la lujuria posterior a su casamiento contractual y con el vacío moral al que va ca­yendo, sin advertirlo, hasta que, cuando concluye la segunda fiesta de la novela, señala el narrador que "se sentía como el producto, el fruto agusanado de esos dos hombres".

La ralea marca un hito decisivo en la formación del autor. Sobre todo en cuanto a la manera literaria de significar, que revela una atenta lectura de Flaubert, a quien admiraba y visitaba todos los domingos, hacia 1874, acompañado por los Goncourt, Daudet y Turguéniev. Un recurso aprendido en él es, por ejemplo, el de utilizar las ventanas para que los protagonistas, en momentos decisivos, conecten las imágenes del medio exterior con su intimidad.

Es balzaciano, en cambio, el modo de fijar la historia familiar de los Rougon a un deter­minado sistema político merced a las dos apariciones del hom­bre público representativo —aquí el Emperador— y a sus acti­tudes respecto de los Rougon: en la primera, elogia lasciva­mente la belleza de Renée; en la segunda, responde emocionado el saludo del pervertido Arístides, quien acaba de "ignorar" las relaciones incestuosas de su mujer porque no es precisamente fidelidad, sino sus bienes lo que busca en ella.

Detalles como éste debieron influir en la decisión gubernamental de prohibir su publicación como folletín de La Choche, aunque lo que se censurara expresamente fuera la escena íntima del café Riche entre Máximo y Renée. Zola protestó por ello en carta diri­gida al crítico Louis Ulbach, uno de sus detractores: "Durante tres años he acumulado documentos, y lo que predomina en ellos es la hedionda realidad, las increíbles aventuras de ver­güenza y locura, dinero robado, mujeres vendidas . .. Cierta­mente no se me puede acusar de exageración. |No he osado relatarlo todo, más bien! La audacia que se me reprocha de mostrar los hechos crudos, ha retrocedido varias veces ante los documentos que poseo".

Es innegable, sin embargo, que mu­chos pasajes se resienten a causa del excesivo regodeo sensual del narrador, así como del determinismo biologista que trans­forma a algunos caracteres en mero reflejo hereditario de los males paternos.


El ciclo de los Rougon-Macquart

De los dieciocho volúmenes que completan la serie de los Rougon-Macquart se destacan especialmente aquellos que brin­daron, durante más de una década, los primeros frescos e interpretaciones de la clase obrera francesa en la novela, desde El vientre de París (1873), imagen anticipatoria del submundo Urbano, hasta las magistrales exploraciones de seres envilecidos y dagradados que hay en La taberna (1877), Nana (1880), Germinal (1885) y La bestia humana (1890).

El ciclo de los Rougon-Macquart se inicia con la fortuna de los Rougon, en 1871. Adelaida Fouquet es una neurópata que engendra del marido la rama legitima de los Rougon y de su amante, un contrabandista borracho, la rama ilegítima de los Macquart; todo eso en el enrarecido ambiente donde, mediante un golpe de Estado, Na­poleón III se convierte en Presidente vitalicio y posteriormente en Emperador (diciembre de 1832).

La acción transcurre en Plassans -—artificio detrás del cual disfraza el autor su propia experiencia provinciana de Aix-en-Provence— y consiste en el estudio caracterológico de los pri­meros descendientes: la ingenua pareja de Silverio Macquart y Miette, que se enrola generosamente en la revuelta cam­pesina y sucumbe víctima de la feroz represión; los inescrupu­losos Antonio Macquart y Pedro y Felicidad Rougon, quienes se definen políticamente según las circunstancias y propician el sacrificio de los demás en provecho propio. Inseguro aún de la manera en que su mensaje puede ser asimilado, recarga Zola los efectismos sobrecogedores. La escena final, por ejem­plo, contrasta con fuerte trazo la locura de Adelaida, que acaba de ver la ejecución de su nieto Silverio, y las postreras im­presiones del muchachito, con la insultante cena de los Rougon en su "salón amarillo".  Ciertas observaciones funcionan como verdaderos cartelones para la atención del lector: "...el pe­dazo de satín rojo, colocado en el ojal de Pedro, no era la única mancha roja en el triunfo de los Rougon. Olvidado bajo el lecho de la pieza vecina se encontraba todavía un zapato con el talón ensangrentado. El cirio que ardía junto al señor Peirotte, al otro lado de la calle, sangraba en la sombra como una herida abierta. Y a lo lejos, sobre la losa sepulcral, un charco de sangre se iba coagulando". Pero no debemos olvidar que esta novela inicial, así como todas las restantes, aparecían en periódicos parisienses y necesitaban captar a un tipo de lector no demasiado sutil y en algunos casos semialfabetizado.

Años después, y como respuesta a ciertos juicios adversos de Flaubert y los Goncourt, diría el mismo Zola: "Vosotros dis­ponéis de una pequeña fortuna que os ha permitido libraros de una serie de cosas ... Yo a mi vida debo ganármela con la pluma y me he visto obligado a practicar todo tipo de es­critos, sí, de escritos despreciables ... |Eh, mi Dios! Yo tam­bién me burlo, como vosotros, del término naturalismo, y sin embargo lo repetiré porque fue un bautismo para cosas que el público creía nuevas ... Mirad, yo divido en dos partes todo lo que escribo: están las obras por las cuales me juzgo y quiero ser juzgado, y por otra parte mis artículos para El bien pú­blico, mis notas sobre Rusia, mi correspondencia de Marsella, que nada me interesan".

Como muchos alegaron  que su visión denigraba la condición y las costumbres trabajadores, Zola añadió una nota a la segunda edición La taberna, sin duda alguna su novela más impactante, en  la cual explicaba que había querido "describir la trayectoria en decadencia de una familia obrera dentro del marco corrupto de nuestros arrabales. La embriaguez y la ociosidad conducen al relajamiento de los lazos familiares, a las impurezas de la promiscuidad, al olvido progresivo de los sentimientos honestos, que tiene como lógica conclusión la vergüenza y la muerte. Es una obra verídica, el primer estu­dio sobre el pueblo que no miente y que lleva el olor de ese pueblo. De ella no se puede deducir que el pueblo entero sea malvado, pues mis personajes no son malos, sino sólo ignoran­tes e influidos por el ambiente de rudo trabajo y miseria en que viven".

Zola no interrumpió su permanente labor en la vejez; por el contrario, emprendió dos nuevas series, la de Las tres ciuda­des: Lourdes (1894), Roma (1896) y París (1898), y la de Los cuatro Evangelios: Fecundidad (1899), Trabajo (1901) y Verdad (1903), que quedó inconclusa.

Adaptó varias de sus novelas para el teatro (por ejemplo, en 1887 se estrenó una versión teatral en cinco actos y prefacio de La ralea, titulada Renée), escribió dramas y comedias líricas y cuantiosos artícu­los periodísticos. De estos últimos reunió en varios volúmenes los que tenían carácter estético o literario: La República y la literatura (1879), La novela experimental (1880), El na­turalismo en el teatro (1881), Nuestros autores dramáticos (1881), Los novelistas naturalistas (1882), etc.

Esa intensa creación, que motivaba frecuentes escándalos, o al menos polémicas encendidas, concentró sobre él la atención de muchos jóvenes con inquietudes literarias renovadoras y preocupaciones sociales, que lo frecuentaban en su casa de Médan, junto al Sena, y en 1880 decidieron publicar un libro colectivo en torno a un asunto común: la guerra franco-prusiana.

Integraron el volumen seis relatos: El ataque al molino (Zola), Bola de Sebo (Maupassant), Mochila al hombro (Huyamana), La san­gría (Céard), El negocio del gran siete (Hennique) y Después de la batalla (Alexis). Así quedó definitivamente constituido el grupo literario naturalista, con Emilio Zola a la cabeza.

Un conflicto extraliterario, sin embargo, popularizó más que nada su nombre. Nos referimos al conocido asunto Dreyfus, violenta explosión de antisemitismo que arrojó a un ino­cente en la cárcel, suscitó sesiones judiciales tumultuosas, su­marios militares, manifestaciones callejeras, atentados, etc. La apasionada intervención del autor de Verdad en defensa del único oficial judío del Estado Mayor, Albert Dreyfus, con­denado arbitrariamente por alta traición, culminó con una famosa carta abierta al Presidente de la República publicada en L'Aurore: ¡Yo acuso! Ese valiente testimonio le acarreó un juicio por infundios, a causa del cual debió expatriarse por un tiempo, y una campaña sensacionalista de desprestigio.

Eduardo Romano
CEAL, Bs.As., 1979


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