¿QUÉ ES EL ATEÍSMO? - Definición-
Los «maestros de la sospecha»: Marx, Nietzsche y Freud
Ateísmo
Doctrina
que profesa quien defiende que no hay Dios (o dioses). De hecho,
etimológicamente procede del término griego theós,
‘dios’, y del alfa privativa: a-theós,
‘sin dios’. En este sentido, el ateísmo se opone tanto al teísmo fuerte —que, en su versión monoteísta, filosófica, afirma la
posibilidad de demostrar la existencia del Dios personal, creador, omnipotente,
bondadoso, etc. —, como al teísmo débil,
comúnmente llamado deísmo —que, ya
sea en su versión aristotélica o ilustrada, defiende la posibilidad de
demostrar que existe sólo en tanto que causa primera o Primer Motor. Las razones por las
que un ateo niega la existencia de Dios pueden ser de tres tipos:
ontoepistémicas, semánticas o históricas.
Las
ontoepistémicas están ligadas a los sistemas filosóficos monistas: esto es, aquellos que sostienen la existencia de una sola
clase de sustancia —sea espiritual o material—, o de un solo principio —también
espiritual o material— para explicar el conjunto de la realidad. El monismo
materialista (del que son ejemplo el atomismo, el epicureísmo, el materialismo
francés ilustrado o el materialismo dialéctico) negaría la existencia de
cualquier realidad divina y trascendente porque todo es material o reducible a
materia; el monismo idealista (cercano, en algunas versiones, al panteísmo)
negaría la idea de un Dios-sustancia separado del mundo y, en consecuencia,
defendería la identificación de Dios con el mundo (Spinoza, Hegel), o con el
orden —o gobierno— moral del mundo (Fichte).
Desde
el punto de vista semántico (también epistémico), han sido por lo general
pensadores de la tradición empirista los que, más allá del indiferentismo agnóstico,
han denunciado la ilicitud de los discursos con los que los metafísicos
pretenden hacer una defensa argumentada de la existencia de Dios.
En
este sentido, Rudolf
Carnap («La superación de la metafísica mediante el análisis lógico
del lenguaje»), siguiendo en cierto modo la estela de Hume —quien, en la
segunda sección de la Investigación sobre
el conocimiento humano, había calificado la idea de Dios como «ficción
conceptual»—, defiende que, a la hora de analizar la palabra «Dios», debemos
distinguir dos usos. Uno, el mitológico, no tiene pretensiones de verdad y se
limita a narrar historias de seres corpóreos o espirituales entronizados en el
Olimpo, en el Cielo o en los Infiernos, dotados en mayor o menor grado de
poder, sabiduría, bondad y felicidad, y que se manifiestan de alguna forma en
cosas o procesos del mundo visible. En cambio, en el uso que recibe dentro del
discurso metafísico, la palabra «Dios» designa algo que está más allá de toda
experiencia y, pese a todo, tiene pretensiones de verdad. El vocablo es
deliberadamente despojado de su carácter adjetivo —es decir, aplicable a
cualquier ser corpóreo o espiritual que presente ciertas propiedades— y se
convierte en un nombre propio, con lo que deviene asignificativo (pues no hay
ninguna entidad directamente conocida con la que emparejarlo).
A menudo puede parecer que
la palabra «Dios» también posee significado en el orden metafísico, pero una
cuidadosa inspección de las definiciones establecidas al respecto revelará su
verdadero carácter: se trata de secuencias de palabras lógicamente ilegítimas.
En definitiva, es como si alguien utilizara la palabra «tago» y sostuviera que
hay objetos que son tagos, pero no aportara ningún criterio empírico de
aplicación (ni ninguna definición inteligible) que permita la identificación de
tales objetos; es obvio que nadie, concluye Carnap, defendería en tal caso la
legitimidad del término. Pero lo más revelador es que, en el discurso
metafísico, los enunciados sobre Dios violan la sintaxis lógica del lenguaje.
Por ejemplo, sabemos desde Kant que, en la proposición «Dios existe», «existe»
no puede considerarse un verdadero predicado; pero sucede que «Dios» tampoco
puede ser tomado como un auténtico sujeto (no es un nombre lógicamente propio).
El enunciado, una vez analizado, tendría la forma: «hay un objeto, y sólo uno,
tal que (ese objeto) es Dios». Es decir, «Dios» es en realidad parte
inseparable de la función proposicional
«x es Dios», la cual, para tener significado, debe disponer de criterios
empíricos para determinar su extensión; en cualquier otro caso, no hay
posibilidad alguna de determinar el valor veritativo del enunciado, que, por
esa razón, no debería figurar en ningún discurso con pretensiones de verdad.
A
pesar de la importancia que en las disputas clásicas han tenido los modos
ontoepistémicos y semánticos de argumentación, no hay duda de que, en las
formas modernas de ateísmo, el razonamiento predominante es otro: los dioses
tienen un origen histórico. Se trata de una idea que ya manejó en la Antigüedad
el sofista Critias, y que desde entonces no ha dejado de figurar en el arsenal
dialéctico del ateo; pero, en la cultura contemporánea, su presencia se afianza
con la fuerza que recibe desde el discurso filosófico de los «maestros de la sospecha»: Marx,
Nietzsche y Freud. En último término, todos ellos sostienen que Dios
no es el creador del hombre, sino éste el creador o inventor de Dios. Niegan
así, pura y simplemente, la existencia de Dios: por considerarla una alienación
(Feuerbach, Marx, Sartre), una ilusión (Nietzsche) o un símbolo totémico
(Freud). Lo esencial de esta forma de ateísmo filosófico es la refutación histórica.
Como defiende Nietzsche en
Aurora, el ateísmo no debe intentar
probar que Dios no existe, sino tan sólo «mostrar cómo ha podido nacer la
ilusión de Dios y por qué medios dicha ilusión obtuvo su gravedad e
importancia». Sobre todo en el caso de los filósofos de la sospecha, se trata
de afirmar, frente al teísmo, que no hay Verdad, y que la tarea de la filosofía
es explicar los mecanismos de poder que han hecho que un error haya sido
aceptado como auténtica y única verdad. Esto es lo que nos permite percibir la
modernidad de Critias: para él, la creencia en los dioses es un arma política
de gran utilidad social, porque los gobernantes se sirven de ellos, más allá de
las leyes, como una especie de testigos
ideales, más temibles que los poderes políticos y, en general, más
eficaces, pues es imposible para todos evitar su omnisciente mirada.
Fuente:
Diccionario
Espasa Filosofía
Germán Cano Cuenca &
Ángel Manuel Faerna García-Bermejo & Pablo López Álvarez & Eugenio Moya
Cantero & Jacobo Muñoz & Ángeles J. Perona
2003