Hannah Arendt: su pensamiento y su obra
Considerada
una pensadora sumamente original e inclasificable, Hannah Arendt (Hannover,
1906-Nueva York, 1975) fue discípula de Husserl, Bultmann y Jaspers, aunque su
gran maestro fue Heidegger, con quien mantuvo un secreto e intenso romance. En
1929 contrae matrimonio con el escritor Günther Stern (Anders). Por su origen
judío, es detenida por la Gestapo e internada en el campo de mujeres de Gurs.
En 1941 abandona Europa y huye a Estados Unidos. En 1951, ya nacionalizada
norteamericana, publica
su obra tal vez más famosa, Los orígenes
del totalitarismo, un detallado análisis crítico del
nacionalsocialismo y los regímenes marxistas. En 1961, el periódico New Yorker la envía a Jerusalén como
corresponsal para cubrir el proceso del nazi Eichmann. Sus comentarios suscitan
numerosos recelos entre la comunidad judía. Otras obras suyas importantes son La condición humana, Entre el pasado y el futuro y ¿Qué es la política?
Dos
experiencias van a marcar los primeros intereses intelectuales de Arendt: la
influencia del existencialismo a través de sus maestros Jaspers y Heidegger, y
el fenómeno del totalitarismo, que la obliga a asumir la condición de «paria».
Las primeras tentativas filosóficas de la joven Arendt se centran en la figura
de San Agustín (tema de su tesis doctoral, dirigida por Jaspers en 1928), que
ya había atraído la atención de Heidegger en Ser y tiempo. De ahí que en este trabajo no pueda por menos de
escucharse la voz existencial del maestro, sobre todo en el análisis de la crítica agustiniana del
«hábito». Una deuda, empero, que no ha de empañar la originalidad de
la discípula en un doble aspecto: por un lado, y anticipando su crítica
posterior del cristianismo —del radical apoliticismo de éste—, Arendt señala
las contradicciones inherentes al concepto de amor agustiniano e indica sus
posibles deficiencias en el espacio público (tema desarrollado años después en La condición humana); por otro, no deja
de apreciar en el primer «filósofo cristiano» una noción de libertad positiva,
sumamente original, que más tarde entenderá como «milagro». No hay nada que
defina mejor al hombre que su capacidad de realizar lo improbable, lo
incalculable.
Frente
al pathos del individuo
existencialista heideggeriano, para quien la «propiedad» del sujeto queda
oscurecida cuando uno se dispersa en la «charlatanería» del mundo público
anónimo y superficial («El mundo de lo público lo oscurece todo», se dice en Ser y tiempo), en esa dimensión vicaria
que el filósofo alemán denomina el «se» [Man],
Arendt trata de otorgar dignidad filosófica al mundo intersubjetivo, el
«entre», tradicionalmente repudiado o descuidado en aras de una autenticidad, a
la postre y según ella, romántica. Es en este espacio intersubjetivo donde
brota la acción política, la existencia auténtica del hombre, la pluralidad y,
por ende, la libertad. Puede decirse que nadie como Arendt ha combatido con mayor
ahínco la famosa aseveración sartreana «el infierno son los otros».
Sin
duda, la aportación más interesante de Arendt reside en su tentativa de
redefinir la política al margen de las categorías filosóficas tradicionales:
«[…] mirar la política con los ojos despejados de cualquier filosofía». De ahí
que la originalidad de su reflexión transcurra de los cauces de la filosofía
existencial a la reflexión casi fenomenológica sobre el sentido y la naturaleza
especial de la política. Con ayuda de la filología busca, más allá del desgaste
del sentido y su fosilización a causa del paso del tiempo, el rastro de los
conceptos hasta alcanzar las experiencias concretas en las que éstos hunden sus
raíces. Consciente del desprecio y resentimiento filosóficos frente al mundo,
de por sí frágil, contingente y plural, Arendt cree que la mayor parte de la
filosofía tradicional desde Platón no ha sido sino un intento de encontrar
bases teóricas y formas prácticas susceptibles de escapar del horizonte
político, de bloquear los posibles vínculos naturales entre pensamiento y acción
(tema que se pone bien de manifiesto en ¿Qué
es la política?). De ahí que sea falso afirmar que «siempre ha habido
política».
El origen del totalitarismo, aparecido en 1951, se compone de tres partes: «antisemitismo»,
«imperialismo» y «totalitarismo». Es esta tercera parte, que versa
sobre los regímenes nazi y estalinista, la que mayor resonancia ha tenido y la
que también más relación guarda con otra de sus grandes obras, La condición humana. Para Arendt, el
desarrollo del nazismo y su inédita capacidad de destrucción no fueron el fruto
de una tradición alemana cualquiera, sino de la transgresión nihilista de todas
las tradiciones: «La nada de la que surge el nazismo se podría definir […] como el vacío
que procede del derrumbamiento casi simultáneo de las estructuras sociales y
políticas de Europa […] El tremendo atractivo psicológico que ejerció el
nazismo no consistió tanto en sus falsas promesas como en el abierto
reconocimiento de este vacío».
En este sentido, una de las tesis más llamativas de su pensamiento es la de
la «banalidad
del mal» que arraigó en el régimen nazi. Si el pensamiento de la
filósofa alemana descuella en el panorama de la reflexión politológica
contemporánea, no es sólo por su labor de cronista del eclipse democrático en
nuestras sociedades tecnológicamente anestesiadas; sin blandir de modo
irresponsable la perezosa identificación entre totalitarismo y democracia,
Arendt también trató de desenredar los nudos de su esporádica e intrincada
connivencia en el mundo moderno. Toda la reflexión arendtiana gira en torno a
este problema: cómo hacer inteligible el fenómeno del totalitarismo a la luz
del déficit político de nuestras sociedades modernas de masas, compuestas de
sujetos aislados, impotentes, que se definen meramente en términos privados. «El
totalitarismo no busca un gobierno despótico sobre los hombres, sino que busca
un sistema en el que los hombres sean superfluos».
Bajo
estas claves, el peligro fundamental que se cierne sobre las sociedades
modernas de masas es que la esfera de lo político termine desapareciendo por
completo. Según Arendt, la característica principal del hombre masa es su
aislamiento y su falta de relaciones sociales. Son la soledad y la atomización
social los elementos catalizadores del totalitarismo: «los movimientos
totalitarios son organizaciones masivas de individuos atomizados y aislados»,
cuyo fanatismo y devoción al gran líder no son sino tentativas de zafarse del
desamparo burocrático en el que se hallan inmersos.
De
ahí que, enarbolando la preciosa fragilidad de lo humano —su finitud
constitutiva—, la reflexión de Arendt acierte en diagnosticar que el verdadero
enemigo de nuestro tiempo no es tanto el embate mostrenco de la irracionalidad
como la amenaza cotidiana y banal de la indiferencia e impotencia gregaria de
las masas. Aquí
cabe comprender su famosa distinción entre «poder» y «violencia»:
mientras el poder tiene que ver con
la reunión y la actuación concertada de los hombres, la violencia surge cuando éstos se aíslan y dispersan. Es aquí donde
cabe apreciar la reivindicación arendtiana de la política y su tentativa de
comprender las raíces totalitarias de toda sociedad huérfana de esfera pública.
Por esta razón, protesta asimismo contra una concepción de la verdad pasada por
el tamiz del modelo científico, un conocimiento totalmente privado de su
virtualidad expresiva, comunicativa, que no apela ya a la imprescindible
experiencia existencial que acaece «entre» los hombres, como era el caso en la
«polis» griega. Arendt relaciona así la esfera pública de la Antigüedad y su
exaltación del agonismo político con el cultivo no privado de la
individualidad. En el mundo griego, era en la esfera pública donde los
individuos mostraban realmente quiénes eran. En la Antigüedad, no sólo los
dioses eran inmortales; para los
griegos y los romanos, también los seres humanos podían llegar a obtener un
tipo de inmortalidad a través de grandes hazañas capaces de preservarse en la
memoria de los coetáneos y descendientes. «La polis era para los griegos, como la res publica para los romanos, ante todo una garantía frente a la
futilidad de la vida individual, un espacio reservado a una relativa
permanencia, cuando no a la inmortalidad, de los mortales».
El esquema
conceptual de La condición humana
gira en torno al triángulo categorial «labor», «trabajo» y «acción»,
las tres actividades vitales por antonomasia. Mientras que la labor y el
trabajo son actividades que actúan sobre un entorno natural, la acción,
condición de la política, implica una interacción entre seres humanos que
concierne a una pluralidad, a una comunicación simbólica y al fenómeno de la
natalidad (una diferencia decisiva respecto al énfasis heideggeriano en el
«ser-para-la-muerte»). La acción es precisamente la condición humana que tiene
un contacto más estrecho con la natalidad. Paralelamente, según Arendt, otra
distinción ha marcado la historia de las actividades humanas, la existente
entre la vita contemplativa y la vita activa. Aunque la primera categoría
ha sido considerada por la tradición filosófica como la más excelsa, Arendt
trata de recuperar para la modernidad la importancia de la segunda, perdida con
la irrupción de la era cristiana y, concretamente, con san Agustín, quien la
despojó de su significado político. De ahí que una de las preocupaciones de Arendt sea mostrar
cómo el homo faber no es la figura
que encarna la libertad humana, toda vez que el trabajo es una categoría sujeta
a la necesidad, esto es, que surge de un interés básicamente instrumental.
Fuente: Diccionario Espasa
Filosofía
Germán
Cano Cuenca & Ángel Manuel Faerna García-Bermejo & Pablo López Álvarez
& Eugenio Moya Cantero & Jacobo Muñoz & Ángeles J. Perona, 2003