Autorreferencialidad y performatividad. Postautonomía.
La obra de arte pierde progresivamente su función social en relación
con la característica tendencia de la sociedad burguesa hacia la progresiva división del trabajo (l’art pour l’art o el Esteticismo son una clara manifestación de este proceso). Ahora bien, a comienzos
del siglo XX, las denominadas vanguardias históricas (el futurismo, el dadaísmo, el surrealismo, el cubismo, etc.) buscan tramar una nueva relación
entre arte y vida que ya no esté signada por la idea de representación. La intención
de los vanguardistas era organizar, a partir del arte, una nueva praxis
vital, un nuevo principio
organizativo de la existencia, que se opusiera
a la sociedad burguesa, ordenada por la racionalidad de los fines.
De este modo, con los movimientos vanguardistas de principios de siglo XX la relación entre arte y realidad deja de concebirse a partir de la idea de reflejo o de referencia para pasar a pensarse
a partir de la idea de efecto. El arte asume así un carácter revolucionario que no está dado ni por los temas que aborda
ni por lo que permite
conocer de una realidad anterior sino por las nuevas
prácticas, sensaciones y experiencias que habilita
un trabajo rupturista con el material en un nivel estrictamente formal. El rechazo de la dimensión expresiva, que caracteriza no solo a la literatura sino a toda la estética moderna, se produjo
antes en la literatura que en los estudios
literarios. La literatura ya no es un producto
de su contexto
o de una intención sino de los juegos de palabras
y las potencialidades del lenguaje, que se revelan ahora también como una forma concreta de acción.
En sintonía
con este nuevo estatuto
que alcanza el arte y capitalizando los aportes de la lingüística estructural y la semiótica, la teoría literaria concebirá al realismo ya no como un reflejo de la realidad sino como un discurso
que tiene sus propias reglas y convenciones y que sirve, asimismo, a determinados intereses. Como señala Antoine Compagnon, la crítica al concepto
de mimesis es también una crítica
al orden capitalista (1998, pp. 122-123).
En este sentido,
la narración y la descripción (tipos textuales predominantes en la novela) se concebirán como formas singulares de organizar la experiencia en las que se inscriben
la cultura, la ideología, la historia y, por supuesto,
las relaciones de poder. En la segunda
mitad del siglo XX, distintos téoricos estructuralistas como Lévi-Strauss y Roland
Barthes insistieron sobre el rol protagónico de la narración
en la literatura en contra del realismo literario
que encontraba en la descripción el modo de sostener
la función mimética del arte, es decir, la idea de que la función
primordial del arte es la de representar o imitar la realidad.
Ahora bien, las críticas a esta elección
formal, que puede parecernos un detalle
menor, una cuestión meramente
estilística, estuvieron acompañadas de un muy duro cuestionamiento al capitalismo y al régimen burgués de representación que presentaba como “real” o “natural” lo que,
en rigor, constituía un modo subjetivo, parcial y arbitrario de apreciación del mundo propio de una determinada clase social. Traemos a colación esta polémica
para mostrarles en qué medida hasta los niveles
mínimos del relato
participan de la construcción del referente y de un punto de vista específico.
En un trabajo clásico sobre el realismo
de 1968, “El efecto de realidad”, Roland Barthes analiza el papel que juegan los detalles insignificantes y las descripciones de elementos que en rigor no participan de la trama narrativa en las representaciones literarias. Allí Barthes se detiene
en distintos elementos
menores que no pertenecen al orden de lo “anotable”, como por ejemplo la referencia a un barómetro en la descripción de la casa de los Aubain en Madame Bovary de Gustav Flaubert.
Su mención, concluirá
Barthes, responde a imperativos realistas: la anotación superflua produce el efecto de estar siguiendo el referente de una manera esclavizada como si no mediase entre el registro y la realidad
representada principio alguno de selección
o jerarquización del material; se trataría
de la “realidad en bruto” capturada por la pluma del escritor
como por una cámara fotográfica.
Pero esto es solo un “efecto”, una ilusión de realidad
que tiene por finalidad
hacer de la anotación
el encuentro entre un objeto y su expresión
en contra de la naturaleza tripartita del signo (signo, objeto e interpretante o significante, significado
y significación). De esta manera,
lo que se escamotea, lo que el realismo
oculta – gracias, entre otros procedimientos, a la descripción- es el punto
de
vista que organiza
y ordena esa selección de los materiales en apariencia irrelevantes o superfluos. En una clara oposición a la utopía realista de una plenitud referencial, la verosimilitud que rige en el presente
se funda en el vaciamiento del signo, en hacer retroceder infinitamente su objeto hasta poner en cuestión, de una manera radical,
la estética secular de la representación (Barthes, 1994, p. 187).
El estructuralismo y el postestructuralismo ponen en cuestión, de este modo, la posibilidad de que el discurso literario
se refiera a asuntos que estén por fuera del propio texto en la medida en que cualquier referencia solo puede ingresar a la literatura al precio de ser organizada y regulada por el código de la lengua, convirtiéndose así en un efecto de lectura,
el efecto de un arbitrario juego con el lenguaje.
El concepto de texto que maneja
el estructuralismo y el postestructuralismo incorpora a la “realidad” pero no ya como causa o disparador del proceso semiótico sino principalmente como su resultante. Asimismo, además de la tendencia
a considerar la referencialidad como un producto
de la sintaxis de las estructuras literarias narrativas, el postestructuralismo ubicó la referencialidad del lado de la lectura
y la interpretación. Es, entre otros, el caso de Jacques
Derrida que fue más allá que el estructuralismo al proponer que la anotación se reactualiza incesantemente en distintos contextos donde asume cada vez un sentido
diferente. Si la ausencia de referente no es un accidente de la escritura
sino lo que constituye la anotación, si la anotación no es el vehículo
de la cosa percibida sino su sujeción a una estructura lingüística y si la característica principal del significante es que puede reproducirse, entonces, cada acontecer del significante vale en sí mismo.
En un mismo nivel significante cada lector
(o un mismo lector en momentos y contextos diferentes) leerá significados distintos, en otras palabras, cada nueva recontextualización de una misma forma habilita nuevas significaciones.
Dicho todo esto, vale también aclarar que la literatura nunca renuncia a plasmar
la experiencia: consciente de la inadecuación fundamental entre el lenguaje y lo real, debe buscar siempre la forma de rehuir de los usos hipercodificados del lenguaje y el lugar común de modo de poder decir la novedad, albergar la singularidad y la contingencia, contar un acontecimiento único. Como bien sintetiza Barthes en su Lección
inaugural, “(…) la literatura es categóricamente realista en la medida en que sólo tiene a lo real como objeto de deseo; (…) también
es obstinadamente irrealista: cree sensato el deseo de
lo imposible” (1998,
p. 128).
Postautonomía
En el último tiempo, son cada vez más frecuentes las reflexiones teóricas que apuntan a un fin del ciclo de la autonomía
del discurso literario. En el campo de la crítica
y la teoría literaria argentinas, el trabajo de Josefina
Ludmer “Literaturas postautónomas” lee la narrativa argentina del presente en esta clave. La autora
analiza un conjunto de textos contemporáneos que asumen la forma prototípica de los géneros realistas, como la crónica, la autobiografía, el testimonio, etc., pero la realidad
cotidiana a la que aluden
(…) no es la realidad histórica referencial y verosímil
del pensamiento realista y de su historia política
y social [la realidad separada de la ficción], sino una realidad producida y construida por los medios, las tecnologías y las ciencias. Es una realidad
que no quiere ser representada porque ya es pura representación: un tejido de palabras e imágenes
de diferentes velocidades, grados y densidades, interiores-exteriores a un sujeto, que incluye
el acontecimiento pero también
lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático (2007; la negrita es nuestra).
Pese a circular como literatura, estos textos se vuelven
refractarios a cualquier
análisis a partir de las
categorías literarias tradicionales, como autor, obra,
estilo, escritura, texto y
sentido. Son y no son literatura, son simultáneamente ficción y realidad,
porque la realidad a la que aluden es ya una realidad
de segundo orden,
una realidad “ficcional”
construida por una imaginación pública en la que los medios masivos de comunicación juegan un papel destacado. La realidad ya no es la historia
de algún país, la biografía de un sujeto
determinado o las costumbres y tradiciones de un pueblo
en particular si no la realidad que los medios fabrican constantemente.
En una nueva vuelta
de tuerca, la literatura se reencuentra con el mundo, solo que ahora el mundo
fuera y dentro
del texto son una única y misma cosa: mera representación.
FUENTE:Equipo Especialización (2016). Modulo Didáctica
de
la Teoría Literaria.
Clase 4. El mundo: el problema
de la referencialidad
y la mediación lingüística. Especialización en Enseñanza de Escritura y Literatura para la escuela
secundaria. Ministerio de Educación
y Deportes de la
Nación.