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7 de agosto de 2011

CUENTO POPULAR: El sastre, el zapatero y los ladrones

CUENTO POPULAR: El sastre, el zapatero y los ladrones

Aurelio Espinosa ofrece con "Juanito Malastrampas" (Cuentos Populares de España) una interesante versión homologable, en la que se destacan las características del típico artesano pícaro e ingenioso. Con referencia a estos personajes –'herrero, molinero, sastre– a los que siempre se concede un status singular­mente "demoníaco" en la naturalidad del orden campesino, pueden confrontarse las sugestivas ideas de Francois Cadic en sus Contes et léguenles de Bretagne, París, 1929: "La idea que se forma el paisano bretón del Diablo se parece apenas a la que nos enseña la Iglesia.. . Entre los hombres que se encuentran habitualmente en su camino y cuya astucia los compromete o pone en falta, dos son habitualmente cita­dos por el narrador: el molinero y el sastre. Ambos- son un poco sus primos y sus procedimientos no difieren. Nada extraño, por consiguiente, que consigan superarlo con ven­taja cuando él les falta. Acantonados uno y otro al margen de la sociedad campesina, a la manera de parásitos sobre el árbol, como éstos saben explotarla. Son los astutos, los intrigantes y los socarrones que se aprovechan de la inge­nuidad y credulidad del paisano y viven a sus expensas".

Fuente: Susana Chertudi, Cuentos Folklóricos de la Ar­gentina (1a. serie). Instituto Nacional de Filología y Folklore, Bs. As., 1960.

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Hace ya mucho tiempo había un pobre sastre que debía dinero a todo el mundo. Le debía al carnicero, al panadero, a la tienda, al almacenero, al verdulero, al boticario, al médico y al zapatero. Ganaba con su oficio muy poca plata y eso no le alcanzaba ni siquiera para poder vivir en la forma más modesta. Cada día más amargado por eso. De­cidió una vez hacerse el muerto, para que todos los vecinos acreedores le perdonen sus deudas.

Al recibir la noticia, que corrió enseguida de boca en boca, la gente del lugar se sintió conmo­vida y se olvidó de los reales que tañían que co­brarle al pobre sastre. El único que se negó a per­donar fue el zapatero del pueblo, avaro y testa­rudo.

–A mí me debe un real y me lo va a pagar por más muerto que esté –dijo–. Me lo va a pagar como que hay un solo Dios verdadero.

De acuerdo a la costumbre de aquella época, los amigos del sastre llevaron a la noche su cadáver para ser velado en la iglesia, hasta que llegara la hora de ir a sepultarlo en el cementerio. El zapa­tero se fue a la iglesia, se arrimó al cajón donde estaba el sastre y le gritó:

–¡Dame mi real, dame mi real!

En eso estaba, cuando al sentir la llegada de unas cuantas personas, el zapatero se apresuró a esconderse en un confesionario. Los que llegaban eran unos ladrones que venían a repartirse allí el dinero que habían robado en sus andanzas. Lo hicieron en siete montones, uno de más, porque ellos sólo eran seis.

–¿Para quién es el montón de más? –pregun­tó uno.

–Para el que le dé al muerto una puñalada en la barriga –le respondió el jefe,

Al oírlo, el ladrón que había hecho ¡a pregunta dijo:

–Yo se la daré.

Se acercó así al muerto, y ya le iba a clavar su cuchillo, cuando el muerto se levantó de un gran salto, gritando:

–¡Ayudemén los difuntos!

–¡Allá vamos todos juntos! –contestó el zapa­tero desde su escondite del confesionario.

Entonces los bandidos, temblando de miedo, se olvidaron del reparto del dinero y salieron de la iglesia corriendo como avestruces perseguidos.

Mientras tanto el zapatero le decía al sastre:

–Ahora dame mi real, dame mi real.

El sastre, que se había apoderado de todo el dinero de los ladrones, no quería dárselo y el za­patero le repetía con rabia:

–¡Dame mi real, dame mi real!

Uno de los bandidos, el más valiente de todos ellos, se detuvo en su carrera y le dijo a los otros:

–Esperen, esperen aquí. Yo voy a ver qué es lo que pasa allá en la iglesia.

La casualidad quiso que llegara a ella en el mis­mo instante en que el zapatero le decía al sastre:

–¡Dame mi real, dame mi rea!!

Entonces el ladrón salió nuevamente a todo es­cape y llegó y le dijo a sus compañeros, tartamu­deando todavía del tremendo susto que se había llevado:

–¡Sigamos, sigamos corriendo, que allá se es­tán repartiendo el dinero todos los difuntos a ra­zón de un real por barba!


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