Antecedentes del teatro nacional argentino-Contexto histórico
Las primeras manifestaciones teatrales de América estuvieron ligadas
a ceremonias religiosas en honor de los antepasados indígenas
y fueron desarrolladas por las grandes culturas precolombinas.
Los incas, que alcanzaron un alto grado de diversificación teatral,
dedicaban sus piezas a la representación de la vida y las hazañas
de sus reyes, y denominaban wanka a esas verdaderas páginas de
historia. También llevaron a la práctica piezas relacionadas con la
agricultura y las acciones cotidianas de la población, en las que no
faltaba el toque de humor; se llamaban aránway.
Las representaciones teatrales que se desarrollaron en el continente
americano durante los tiempos de la colonización (siglo XVI y
XVII) contaron con el impulso dado por los evangelizadores, ya
que la puesta en escena de pequeños episodios dramáticos cumplía
exitosamente un objetivo: llevar a los indígenas el conocimiento
de la fe cristiana. Así, los españoles optaron por reemplazar las antiguas
piezas precolombinas por sus propias obras religiosas, los
autos sacramentales. Este teatro era más rudimentario y en manos
de los conquistadores tenía un fin didáctico y moralizador, ya que
pretendía enseñar pautas de conducta para vivir de acuerdo con las
nuevas leyes y con la religión que imponían a los nativos.
Con el paso del tiempo, y ya consolidado el sistema colonial mediante
la organización de virreinatos, el crecimiento de ciudades
como México, Lima, y un poco más tarde Buenos Aires, exigió una
mayor difusión cultural. En este contexto, se representaron obras
extranjeras, estrenadas por actores que no eran de estas tierras, y
de una manera muy discreta, a veces en el interior de las casas,
pues el público estaba acotado a la clase alta.
Un antecedente importante del teatro nacional, que luego se consolidaría hacia finesdel siglo XIX, fue la creación del teatro de La Ranchería, una sala inaugurada durante el gobierno del virrey Vértiz. En este período también existieron ciertos tablados improvisados a los que asistía el pueblo. Sin embargo el teatro aún no despuntaba. Entre 1804 y 1806 funcionó en Buenos Aires una única sala, el Coliseo Provincial. Más tarde, y durante todo el siglo XIX, aumentaron las producciones
de autores locales, pero todavía no lograba concretarse el fenómeno
absolutamente necesario que determinaría el éxito teatral.
Nos referimos a la presencia de un público numeroso que sólo podía
formarse entre las clases populares. Ese momento, en el que las obras dramáticas despertarían el interés del público, recién llegó en 1884, cuando comenzó a representarse Juan Moreira bajo la dirección y actuación de artistas locales y con una gratificante respuesta del público. Esta obra se representó inicialmente sólo con movimientos corporales y gestos, es decir, como una pantomima; luego pasó a ser un drama gauchesco, cuando el circo de los hermanos Podestá le agregó diálogos y la representó ante el público del interior del país. El circo criollo, una carpa que contenía un picadero central, fue el
ámbito donde se desarrolló la pantomima Juan Moreira, inspirada
en la novela de Eduardo Gutiérrez publicada en el periódico La Patria
Argentina, que se publicó como un folletín, es decir que cada
día se publicaba una parte y los lectores debían continuar comprando
el diario para conocer las nuevas aventuras y su desenlace
La época de oro del teatro rioplatense
Poco a poco empezaba a formarse una temática local que a la
gente le interesaba. Pero el verdadero triunfo del teatro está marcado
por la presencia masiva de los inmigrantes, que principalmente
instalados en Buenos Aires trajeron consigo, entre otras
costumbres, la de asistir a espectáculos. Los autores porteños empezaron a manifestar en sus obras la problemática desatada por el
impacto cultural entre extranjeros y nativos. Y los llamados “gringos"
ingresaron como nuevos personajes en las obras teatrales.
Se abrieron numerosos teatros, empezó a respetarse el oficio de actor
y los inmigrantes asistían en masa a ver un teatro en el que se
encontraban retratados y que les devolvía, aunque sea pasajeramente,
la identidad de su país de origen.
Los inmigrantes, sobre todo españoles e italianos, estaban acostumbrados a asistir en sus países de origen a representaciones de obras dramáticas del ‘género chico’: frecuentaban las zarzuelas, sainetes y los números humorísticos del vodevil para entretenerse. Lejos de su patria, iban a los teatros de Buenos Aires para recuperar algo de su identidad y costumbres.
En este contexto, mientras nacía el siglo XX, dos autores se ganaron
la admiración del público. Uno de ellos fue Gregorio de Laferrère,
quien se dedicó en gran medida a escribir comedias con una
alta cuota de jocosidad y burla sobre las costumbres de la sociedad,
como en ¡Jettatore!, estrenada en 1904.
El otro era un joven uruguayo, periodista y dramaturgo, lúcido observador de los cambios que se estaban gestando en el Río de la Plata. Hablamos nada menos que de Florencio Sánchez, un autor que
trasciende hasta nuestros días por la simpleza con que plantea sus
obras dramáticas, y porque presenta los pensamientos y emociones
que se despertaban en las personas debido a las modificaciones profundas que acontecían tanto en las ciudades como en el campo. Para esa época, las costumbres se modificaban: la alfabetización se
extendía y aumentaban las posibilidades de desarrollo de las personas,
que muchas veces llegaban a las ciudades en busca de trabajo
en las grandes fábricas; la relación entre los padres, que habían
sido educados en una noción rígida del respeto, chocaba con
la libertad de los hijos; los periódicos de circulación masiva llevaban
a las personas información nacional y del mundo. Florencio Sánchez se ocupó de todos estos temas y dio mucha importancia
a la presencia del inmigrante.
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