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27 de enero de 2013

Análisis de la obra de PIERO DELLA FRANCESCA


Análisis de la obra de PIERO DELLA FRANCESCA

Piero della Frances­ca, cuyo sobrenombre deriva de una corrupción del apellido de los Franceschi y no del nombre de su madre, Romana, vio la luz hacia 1416 en Borgo San Sepolcro, en el limite de Toscana y Umbria. El problema de su formación puede sintetizarse en tres puntos esen­ciales —identificables en la triple aportación sienesa, florentina y veneciana—, que aclaran muy bien la naturaleza de su obra. Nacido en zona de influencia sienesa, se educó en Florencia en un momen­to de gran fervor por el arte; tuvo la fortuna de estar cerca de un pin­tor, Domenico Veneziano, con el que colaboró el año 1439 en los frescos de la iglesia florentina de Sant'Egidio. Su obra principal es el gran ciclo de la Invención de la Cruz, pintado para la iglesia de San Francesco de Arezzo. El tema está extraído de la Leyenda dora­da. En sus grandes recuadros Piero inicia el relato de la muerte de Adán, sobre cuya tumba nace el árbol que proporcionaría más tarde el madero de la Cruz, y cuyo redescubrimiento sería obra de Santa Elena, hecho también representado. El tema, bastante amplio, per­mite al artista extenderse a los más variados temas sacros y profa­nos. Los episodios aquí narrados son los de la reina de Saba, que se dirigió a comprobar la sabiduría de Salomón; a su llegada a la corte, reconoce el árbol, ya abatido, con el cual había de hacerse la Cruz.

Como observa C. G. Argan, Piero asume la Invención de la Cruz como la historia del símbolo, no sólo de la Pasión, sino de to­da una civilización que se ha manifestado en su signo. Esta civiliza­ción se basa en una relación entre el hombre, la naturaleza y Dios, que Piero compendia en la fórmula siguiente: forma igual a espacio igual a Dios.

 De esta manera, los personajes son, más que protago­nistas, símbolos, del mismo modo que, con una interpretación dis­tinta, también eran símbolos los personajes de Fidias. De esto deri­va el carácter ideal que ostentan estos personajes, abstractos y pu­ros representantes de esa dignidad humana que nace de la toma de conciencia, por parte del hombre, de su propia entidad, entidad que es espacio, porque es libre y está fuera de todo confín. Así se aproxima a las cimas del arte clásico, que consigue proporcionar la vi­sión más alta, el retrato más puro del individuo.

En efecto, nada se concede a la anécdota, al sentimiento o a la pasión, aun cuando nada haya tan fundamentalmente apasionado co­mo este arte que se exalta en la impasibilidad; todo se ex­presa en puras relaciones de armonía, donde las formas, geométricamente fundamentadas, están concebidas como solemnes arquitecturas, las cuales actúan entre sí en una articulación de volúmenes que busca el espacio propio, y no la ilusión de un espacio tomado del mundo sensible. Así, las figuras, que de su severa construcción reciben una nobleza sobrehumana, tienen entre tanto el rigor de las for­mas abstractas. Y la luz matutina, que se disuelve en el es­pacio y suscita nítidas lejanías, casi se coagula al envolver estas figuras, de las que emana entonces una claridad de cristal, mientras la armonía de las relaciones formales se enriquece con las vibraciones de este universo luminoso.

PIERO DELLA FRANCESCA:  — RETRATO DE BATTISTA SFORZA (esposa de Federico II da Montefeltro);  — RETRATO DE FEDERICO II DA MONTEFELTRO (pintados por ambos lados: por uno el retrato y por el otro el triunfo del pro­pio retratado; ambas tablas tienen las mismas di­mensiones, 33x47 cm. y forman un díptico), 1465-1472. Florencia, Uffizi.—



Testimonio de la altísima categoría artística de Piero son los retratos. Aun presentándose de perfil como en los primeros intentos del gótico internacional, gra­cias a su prodigiosa maestría técnica, «no dan lu­gar a efectos de línea», como señala Roberto Salvini, sino que tienden «a una exaltación casi me­tafísica del sentido del volumen». (Aquí la repre­sentación de perfil pudo haber estado dictada por la preocupación de no mostrar el ojo derecho de Federico, nada agraciado.)
Y la verdad es que, siempre basados en la geometría y resaltados por la luz, los volúmenes existen; pese a esto, no surge aquí una impresión de profundidad de ín­dole realista, así que las obras, casi de manera prodigiosa, mantienen toda la fascinación de una pintura sólo de superficie.
 Ante un paisaje que se difumina en la lejanía y acaba por confun­dirse en una única inmensidad con los tonos fríos de la atmósfera, paisaje que desde luego de­riva de los flamencos y supera todo intento rea­lista para adquirir un atractivo preleonardesco, se recortan las imágenes de los dos príncipes. Hay que observar con qué nitidez Piero logra fi­jar el carácter físico de los mismos, sin pasar por alto ni una arruga ni una imperfección. Con todo, pese al análisis de los rasgos físicos, las imáge­nes se transfiguran en la luz, que presenta varie­dad de tonos madreperla y ópalo. Ni siquiera an­te el modelo vivo, el pintor demuestra interés por la psicología de los retratados: si bien se desta­ca con la nitidez de la incisión de una medalla, el rostro impenetrable halla una relación con el es­pacio, con el cual, en efecto, se compenetra. Po­cas veces se es dado a un artista representar en sus obras un mundo, «un universo completo».
 Giotto disfrutó de esta posibilidad, como en el Quattrocento, del que fue el mayor de los maes­tros, le ocurrió a Piero della Francesca. En él tie­ne lugar una síntesis entre las experiencias inno­vadoras de su siglo y las atesoradas por el pasa­do; por eso Piero es universal y por eso se han señalado algunos puntos de contacto entre su pintura y la griega e incluso la egipcia.
Tuvo también por maestro a Domenico Veneziano, en 1439, en Florencia, pero su for­mación se enriqueció con el contacto con los más altos espíritus de su tiempo, de cuyas bases rigurosas derivaron la perspectiva y los volúme­nes. Vuelto a San Sepolcro en 1442, pintó un políptico con la Virgen de la Misericordia (Pinacote­ca municipal) y tal vez el Bautismo de Cristo (Na­tional Gallery de Londres). Hacia 1445, su estan­cia en la corte de Urbino, que ya poseía obras de Van Eyck, le hizo conocer a los flamencos. Allí pintó la Flagelación y el San Jerónimo con un devoto de la Academia de Venecia.
En Ferrara, donde residió en 1449, Piero perfeccionó sus contactos con los nórdicos, gracias a su conocimiento personal de Roger van der Weyden. En 1451 estaba en Rimini, donde retrató a Malatesta; en 1452 comenzó la aventura aretina, durante la cual realizó otros trabajos, conto la Virgen del parto de Monterchi, la Resurrección de San Sepolcro, el Hércules del Museo Gardner de Boston y la Magdalena de la catedral de Arezzo.

En 1454 se le encargó para la igle­sia de S. Agostino de San Sepolcro un políptico que le llevó largos años pese  a la intervención, a veces importante, de sus colaboradores;  hoy está repartido en varios museos; la misma suerte sufrió otro políptico, bastante más tardío, ejecutado para las antonianas de Perusa. En 1459 Piero fue a Roma para la decoración, hoy perdida, de la estancia de Pío II, tras lo cual se dividió entre Borgo San Sepolcro, donde asumió cargos públicos, y Urbino, en que, huésped del padre de Rafael, pintó la Virgen del huevo la de Senigallia (Galleria di Urbino) y la Natividad de la National Gallery de Londres: se trata de tres manifestaciones extremas de un arte que, entrado en buen hora en la plena certeza de los medios propios, luego evoluciona casi siempre al mismo altísimo nivel, pa­ra acoger sólo al final algún rasgo naturalista más acentuado, aca­so,  bajo la presión de los flamencos. Tal vez ya ciego, el pintor dejó de producir después de 1480: parece que en sus últimos años se dedicó a estudios teóricos- Murió en 1492. dejando una influencia que llegó hasta  el propio Rafael.



PIERO DELLA FRANCESCA: LA FLAGELACION (59x81,6 cm.), hacia 1450. Urbino, Gallería Nazionale delle Marche.—
Esta Flagelación señala una etapa importante en la obra de Piero, pero no sólo en ella, sino en la propia evolución artística que comienza con Masaccio y remata con La escuela de Atenas de Rafael. Desde esta obra, todo se organiza a partir de las formas geométricas, las cuales crean un juego compacto de efectos de perspectiva y este­reométricos en el que la luz interviene para combinar sus relaciones con los de orden espacial. Es de observar que, en cuanto a la composición, los tres personajes del primer plano constituyen elementos de una arquitectura que con­tinúa la del interior, en la cual se desarrolla la escena de la flagelación, casi como si fuesen miembros vivos insertos en la prolongación de la columna del medio. Pero estas tres figuras son también un eco de las del fondo, en una vi­brante relación compositiva que tiene asimismo una fun­ción simbólica, porque si allí aparece Cristo entre sus ver­dugos, aquí, casi como si fuese un reflejo, el duque Anto­nio da Montefeltro está representado entre los dos pérfi­dos consejeros que provocaron su muerte.


PIERO DELLA FRANCESCA, de los frescos sobre la Historia de la Invención de la Cruz, iglesia de S. Francesco de Arezzo, 1452-1466; 43 — LA REINA DE SABA VISITA A SALOMON


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