Análisis (exhaustivo) de la Divina Comedia de Dante Alighieri: Infierno y Purgatorio
A mitad del camino de la
vida,
en una selva oscura me
encontraba
porque mi ruta había
extraviado.
Así comienza la Divina Comedia. Dante, apoderándose de
una antiquísima imagen literaria, que figura la vida corno una jornada a través
de este mundo, se da cuenta de que a mitad de la misma se ha extraviado en una “selva,
áspera y fuerte ". Admitiendo un sentido alegórico personal viene el poeta a decir que
después de haber vivido descarriado durante algún tiempo en una vida
pecaminosa, se percata de la bajeza de su estado y quiere volver a tomar el
camino del bien. En un sentido alegórico universal querrá decir que el hombre se extravía sin
darse cuenta entre las pasiones y vicios y allí permanece hasta que la gracia
divina y la razón le iluminan y le ayudan a salir de tan triste condición. Las
tres fieras —pasiones humanas— que le hicieron perder el recto camino le
acechan aún: son la pantera de manchado pelaje que representa la lujuria, el
león que es la soberbia y la loba, la codicia. Y le seguirán acechando hasta
que llegue el veltre, el mastín que ahuyentará a la loba y que es el propio
Cristo, a menos que se trate del emperador que efectuará la unidad espiritual y temporal de Italia
Mientras retrocede asustado hacia la selva, divisa el poeta una figura
humana, sin que acierte a distinguir si es hombre vivo o mera sombra: se trata de
Virgilio, el inmortal cantor de las desdichas de Troya y de la
azarosa fundación de Roma, enviado por Beatriz en auxilio de su protegido.
Virgilio, que sacará a Dante de la selva oscura y le guiará hasta el
Paraíso terrenal, figura de la felicidad en esta vida, es símbolo de la autoridad imperial, a la que incumbe el
oficio de guiar al género humano a la felicidad temporal y, porque es símbolo
de la autoridad imperial, representa también la razón humana. Tras haberle
dicho que el sendero tomado no es el bueno, le asegura que el único camino de
salvación es el viaje por el Infierno y por el Purgatorio. Se presta a
conducirle en ese periplo; si después quiera pasar al Paraíso le guiará el alma aventurada de Beatriz. No
acepta de inmediato el florentino, pero se decide cuando el futuro acompañante le
revela quién le envía: "Vamos, pues. Que una misma voluntad
nos une. Tú eres mi guía, mi señor, mi
maestro."
Las puertas
del Infierno, en cuyo dintel
resalta en negros caracteres la conocida leyenda: "Por mí se va a la ciudad doliente. Por mí se va a las eternas penas. Por mí se va
entre la gente perdida. La Justicia movió a mi autor supremo. Me hicieron el
divino Poder, la suma Sabiduría y el Amor primero. Antes que yo no hubo cosa
creada, sino lo eterno, y yo permaneceré eternamente. Dejad toda esperanza
los que entráis", se franquean a los dos viajeros, y el Viernes
Santo, 8 de abril de 1300, año del solemne jubileo decretado por el papa
Bonifacio VIII, penetran en la oscura llanura que sirve de vestíbulo al
Infierno. Allí vagan, incesantes, sin poderse detener jamás, las sombras de
personas carentes de carácter, los infelices que nunca estuvieron vivos, los
cobardes e indiferentes, obligados a correr tras una bandera, aguijoneados por
avispas y moscardones.
A orillas de la triste
ribera del Aqueronte
ven caer las almas como hojas muertas que se desprenden del árbol.
El barquero Caronte los pasa al lado opuesto. Es allí donde propiamente
comienza el Infierno, ese tremendo embudo de nueve círculos cada vez más
estrechos, cuyo fondo es el centro de la Tierra. Del
primer círculo o Limbo sacó Cristo a los Patriarcas; ahora es mansión de
los justos que murieron sin conocer la verdadera fe. Allí moran, sin llantos
ni suspiros, los muertos sin bautizar, y también los grandes sabios, héroes y
poetas de la Antigüedad que amaron la belleza del ser y fueron ya cristianos
en esperanza. "Honrad al altísimo poeta", clama una voz al reconocer
al mantuano que habita de ordinario este lugar, y enseguida corren a su
encuentro Homero, poeta soberano, el satírico Horacio, Ovidio, Lucano... En un
noble y luminoso castillo rodeado de siete muros tienen su residencia los
héroes que cantaron: Electra, Héctor y Eneas, César, Bruto, Camilo, Pentesilea,
Lavinia, Lucrecia, Cornelia. . . También la tienen los grandes filósofos de los
tiempos antiguos; Aristóteles "el maestro de los que saben",
Sócrates, Platón, Demócrito, Diógenes, Anaxágoras y Tales, Empédocles y
Heráclito, Séneca el moralista, Euclides el geómetra, Tolomeo, Hipócrates,
Galeno, Avicena y Averroes, "que escribió el gran comentario".
Sin aclararnos cómo, pasan los poetas del
primero al segundo círculo, donde Minos examina las culpas de los
que van llegando. Envueltos y agitados por un torbellino que no para nunca
encuentran a los pecadores carnales: Semíramis, Dido, Cleopatra, Elena, París,
Tristan. . . y mil sombras más "a las que Amor hizo salir de esta
vida" como la infortunada Francesca que, abrazando con pasión a su Paolo,
le asegura que no pudo evitar aquel impulso que la llevó a la muerte y a las
eternas penas.
Si en el círculo
segundo están los lujuriosos arrastrados por incesante torbellino, en el tercero los
glotones son azotados en el suelo por una lluvia tenaz y agobiadora
y desollados por el Cerbero, monstruo de tres cabezas. Por amor a su
ciudad se detiene Alighieri ante su compatriota Ciacco, que le habla indignado
y dolorido de las facciones que desgarran a Florencia y le predice su próximo
destierro.
Los pródigos y los
avaros, reunidos en el cuarto círculo,
se ven obligados a arrastrar enormes pesos y se mofan unos de otros cada vez
que se encuentran. Para bajar al quinto Virgilio hace seguir a Dante el curso de
un torrente que va a desembocar en la laguna Estigia. Sumergidos en aquel
inmenso lodazal se golpean y desgarran brutalmente los iracundos, mientras que
desde el fondo del fango suspiran los perezosos .
Flegias los conduce,
mal de su grado, antemuros incendiados de Dite,
la ciudad de Dis, como los antiguos denominaban a Plutón.
Los demonios, furiosos y arrogantes, intentan impedir la entrada a Virgilio si
bien están dispuestos a dejar pasar a Dante, pero llega en el preciso momento
un mensajero celeste atravesando a pie enjuto la Estigia y abre las
puertas, tocándolas con su varita, mientras huyen de estampida por todas partes los espíritus del mal.
Así, no sin esfuerzo y
peligro, franquean los poetas la puerta de Dite. Se encuentran ya en el sexto círculo
y ahora les toca bordear una landa sembrada de tumbas ardientes, dentro de las
cuales yacen los herejes. Entre ellos están los que creyendo muerta el alma con
el cuerpo fiaron exclusivamente en su voluntad e hicieron de ella la medida
de todas las cosas. Dante los
llama epicúreos, nos asoma a un ángulo de la Edad Media que suelen pasar por
alto los historiadores de aquella época, empeñados en esquematizar demasiado
las vivencias del Medievo. Entre los epicúreos está el magnánimo Farinata
degli Uberti, hombre de partido que amó apasionadamente a la patria y la
defendió con denuedo, pero que dejó detrás de sí un surco de odios y venganzas
imposible de colmar; entre los incrédulos el celebrado emperador de Alemania
Federico II y el cardenal Ottaviano degli Ubaldini; entre los heréticos, el
papa Anastasio, del que el clérigo medieval sospechaba que se había desviado a
la herejía.
En el séptimo círculo, dividido en tres
escalones, el Minotauro de Creta que se nutría de carne humana, reina soberano
sobre los rebeldes a Dios, creador del
orden natural y legislador supremo. Los violentos contra el prójimo y sus
cosas, tiranos y homicidas, están sumergidos en la sangre hirviente del
Flegetone, a lo largo de cuyas orillas corren, velocísimas fieras, los
Centauros, asaeteando a todo aquel que emerge de la sangre más de lo que su
cuerpo le permite. Allí se encuentran Alejandro de Tesalia —no Alejandro Magno,
al que la Edad Media reverencia—, Dionisio, el tirano de Siracusa,
Pirro, Ezzelino y, no podía faltar, Atila, el azote de Dios.
Más lejos se extiende
un bosque agreste reseco y desnudo de follaje, morada de las Arpías que rompen
las ramas, desoladora y gimiente germinación de las almas de los suicidas que,
arrancándose del cuerpo, se encarcelan como plantas en su propia
naturaleza. En este mismo escalón, perseguidos por hambrientos canes, huyen por
el bosque los dilapidadores, que lo fiaron todo a la suerte y al
azar. Junto con sus haberes disiparon la sustancia de su persona moral,
convirtiéndose en fácil presa de las discordantes exigencias del instinto.
Sobre el tercer escalón se cierne una atmósfera pesada e inmóvil y caen
de lo alto amplias bocanadas de fuego. Tendidos en el suelo yacen los que
blasfeman de Dios, mientras corren sin descanso los que en sus actos obraron
contra la naturaleza, y permanecen sentados, tratando de apartar de sí las llamas,
como los perros espantan las avispas, los que en el mundo fueron usureros.
Nos sorprende hallar en esta última zona a
Brunetto Latini, al que Dante llama mi maestro, ya que al señalarle el camino
de las letras le enseñó "cómo se inmortaliza el hombre". Si Alighieri
le sitúa entre los sodomitas, contradictores de la ley natural, débese a que
Latini, que vivió largos años en Francia, redactó y publicó en francés su Tesoro,
en el que asegura que "el idioma francés es el más deleitable y más común a todas las gentes". Dante,
lejos de compartir esa aseveración, le acusa implícitamente de haber obrado
contra la naturaleza, al no escribir en su lengua materna, la toscana.
A la grupa de Gerión,
el monstruo alado con cabeza y brazos humanos y cuerpo y cola de serpiente, llega Dante al
octavo círculo de Malebolge —male bolgie, malas bolsas o
fosas—, diez fosas circulares, concéntricas, donde sufren condena los fraudulentos,
repartidos en otras tantas categorías: los alcahuetes y los seductores,
terriblemente burlados por el diablo; los aduladores, hundidos en el
estiércol; los simoníacos, ralea de aquel Simón el mago de Samaria, que quiso
comprar a los apóstoles Pedro y Juan el poder de comunicar el Espíritu Santo por
la simple imposición de manos con la cabeza metida en un hoyo de piedra, donde
sólo les queda agitar las piernas con los pies encendidos; los magos y
adivinos, que caminan hacia atrás con el rostro en los riñones; los culpables
de malversión, sumergidos en pez hirviente y vigilados por los demonios —esos
demonios truculentos, de denominaciones pintorescas, que tantas veces había
contemplado Dante esculpidos en los tímpanos de las catedrales—; los
hipócritas, revestidos de capas de plomo, doradas por encima, que agobian con
su peso; los ladrones, que, espantados, intentan escapar de una masa inmunda de
reptiles pululantes en la fosa, aunque en vano, porque las serpientes acaban
por morderlos y rodearlos hasta convertirse en las figuras humanas que han
atravesado; los consejeros pérfidos, envueltos en devoradoras llamas; los
sembradores de escándalos y cismas —Mahoma, Alí— lacerados y mutilados, de cuyo
vientre hendido brotan las entrañas; los falsificadores de toda índole, que se
presentan con semblantes de roñosos, rabiosos, hidrópicos, sedientos y
enfebrecidos. Diez fosas en las que se acumulan las más horribles visiones, las
fantasías más desatentadas, que con justicia suelen llamarse
"dantescas", los suplicios más inauditos y refinados.
Por simoníaco está
condenado en la fosa tercera el papa francés Clemente V, que trasladó la sede
papal a Aviñón y fue condescendiente en demasía con Felipe el Hermoso,
cediéndole no sólo los diezmos eclesiásticos, sino también los bienes de los
templarios inicuamente, perseguidos; por estafador Ciampolo de Navarra en la
quinta por ladrón, en la séptima con otros cinco florentinos Vanni Fucci, que
pierde la color al ver a Dante y por despecho le predice oscuramente las
calamidades que caerán sobre su partido. Una llama, que termina en doble lengua
de fuego, solicita la atención del poeta al pasar por la fosa octava, donde se
encuentran los consejeros fraudulentos: allí gimen los héroes griegos Ulises y
Diomedes. Del primero escucha Dante el relato de su postrer viaje y de su
muerte, un relato según el cual, Ulises, después del retorno a Ítaca se habría
embarcado en una nueva aventura llena de peripecias que ignorara la antigua
tradición.
Cuando calla Ulises y
queda inmóvil la llama que le cubre, le hace volver los ojos otra que demanda
noticias de la Romana: es la voz de Guido de Montefeltro, hombre de armas y
políticamente "el individuo más sagaz y más sutil que había en Italia por
aquellos tiempos", quien refiere las astucias del papa Bonifacio VIII y se
declara víctima consciente de las mismas.
En el último recinto de Malebolge —fosa décima— ayes
desgarradores taladran sus oídos, bien habituados ya a los lamentos de los condenados;
son de los falsificadores, cuyos espíritus languidecen amontonados en aquel
oscuro valle con los miembros gangrenados y cubiertos de pústulas. Dos
alquimistas apoyados el uno contra el otro, se arrancan con las garras las
costras de sarna que los cubren, del mismo modo que se hacen saltar las escamas
de la carpa con un cuchillo. A pocos pasos un falsificador, hábil, como tantos
otros, en aligerar el peso del florín, la moneda con la flor de Florencia, que primaba
en todos los mercados europeos, pareciera un laud si hubiese tenido cortado el cuerpo en el
sitio donde el hombre se bifurca. Ni las más osadas fantasías de nuestros
pintores surrealistas o las que estamparan en sus lienzos Brueghel el Viejo y
Jerónimo Bosch pueden parangonarse con las macabras que ha descrito la pluma
inmortal de Dante.
Y no ha terminado
todavía su recorrido por el Infierno. Estamos a la altura del canto XXXI
cuando arriba al
noveno y último círculo, para oír el sonido de un cuerno, que le
-recuerda el olifante de Roldán pidiendo ayuda a Carlomagno en los desfiladeros
de Roncesvalles, y divisar a lo lejos unas torres altísimas. Virgilio le saca
de su error: no son torres sino gigantes, masas brutales e inertes, de
los que tan sólo se aprecian las cabezas, hombros, torsos y parte
del vientre; el resto permanece sepultado en tierra. Allí está Nemrod,
el constructor de la torre de Babel que impidió que el mundo hablase una misma
lengua.
El florentino busca en
vano a Briareo, encadenado más lejos, pero distingue a Anteo, al que venciera
Hércules, levantándole en sus brazos. Por orden de Virgilio alza a los dos
viajeros y los lleva hasta el fondo de aquel pozo, donde en cuatro zonas
distintas, oprimidos por los hielos del Cocito, reciben su castigo los
traidores a sus parientes (la Caína), a su patria (la Antenora), a sus
huéspedes (la Tolomca) y a sus bienhechores (la Judaica). Aprisionados por el
silencio, su existencia es semejante a la de las piedras y su tormento apenas
puede describirse en una lengua que dice "papá y mamá". Hielos, más
gruesos que los del Danubio en el invierno austríaco, los ciñen hasta la cintura
y sus dientes castañetean como las cigüeñas baten sus picos. También el poeta
se estremece en aquella algidez eterna. Su pie, al pasar, toca un semblante y
su dueño exclama sollozando: "¿Por qué me hablas? Es el mudo dolor de Bocca
degli Abbati, que traicionó en Montaperti la causa güelfa y se avergüenza de
revelar su nombre a Dante.
Es el dolor del conde
Ugolino, el traidor a su patria, que se ensaña brutalmente en el cuerpo de
aquel que a su vez le traicionó a él, y que presta voz al instinto de la
paternidad herida y da color a la ferocidad del arzobispo Ruggiero, narrando su
propia muerte y la de sus hijos en la Torre del hambre. Los dos están
congelados en un agujero; la cabeza de uno sirve de sombrero al otro: como
quien devora hambriento el pan, así clavaba los dientes en el cuello ajeno,
donde el cerebro descansa en la nuca. Ruggiero, arzobispo de Pisa —oprobio de
Italia, llama Dante a esa ciudad— encerró al conde en la Torre del hambre,
después de haberle traicionado. Y tras haberla descrito el poeta por boca del
propio protagonista, ¿quién no ha oído hablar nunca de la horrorosa escena de
Ugolino en la famosa Torre, más terrible por lo que insinúa que por lo que
expresa? El florentino se retira maldiciendo a la ciudad, teatro de tan gran crimen,
dejando a Ugolino que prosiga su macabro yantar en el cráneo miserable de
Ruggiero.
'En el centro del universo, en el punto
más alejado de Dios, entre los hielos que envuelven las sombras, está Lucifer,
emperador del reino del dolor, sacando medio cuerpo fuera de la superficie
glacial. Brotan en su espalda dos descomunales alas de murciélago, como velas
en el mar sacudidas por el viento. Trinidad material del ciego abismo, monstruo
de tres caras que llora por seis ojos, mientras sus tres bocas mastican a tres
pecadores: Judas, traidor a Cristo y Bruto y Casio, traidores a César. En el
momento en que Dite o Lucifer despliega sus inmensas alas, agárranse a sus
crines los dos poetas, atraviesan el centro de la Tierra y, por un abrupto
sendero, suben al hemisferio opuesto para volver al mundo luminoso y divisar
de nuevo las estrellas, que ya empezaban a brillar en el cielo, en las
primeras horas de la noche de aquel Sábado Santo, 9 de abril del año del Señor
de 1300.
El Infierno
de Dante es una especie de embudo, formado por nueve círculos concéntricos,
cada vez más estrechos y cada vez más profundos. Está situado bajo la corteza
de la tierra, en la parte del hemisferio boreal habitada por el hombre. Ese
cono invertido se hunde hasta el centro de la tierra, que es también el centro
del Universo y el lugar más alejado de Dios. Allí, precipitándose desde el
cielo, cayó y está confinado Lucifer. La tierra que se retiró ante su caída y
quedó sobresaliendo por encima de las aguas del hemisferio austral, formó el
islote del Purgatorio: una montaña alta y
escarpada bajo la Cruz del Sur, formada por nueve terrazas superpuestas, en
cuya cumbre verdean los frescos y vivos bosques del Paraíso terrenal. De
las nueve terrazas, las dos primeras,
la playa que limita la montaña y las abruptas pendientes del monte, son el
vestíbulo de las almas arrepentidas: el Antepurgatorio, donde permanecen en
espera las "sombras" de los negligentes; las otras siete constituyen
el Purgatorio propiamente dicho, y en cada una de ellas se purga uno de los
pecados capitales.
Al alba del Domingo de Pascua de 1300,
después de haber atravesado de parte a parte el globo terráqueo, arribaron
Virgilio y Dante al hemisferio austral, en los antípodas de Jerusalén. Se encuentran en una
isla, al pie de la; montaña del Purgatorio, cuya custodia está confiada
al suicida Catón de Utica, aquel decidido defensor de la libertad contra César.
Llevaba una larga barba canosa como sus cabellos, que, dividida en dos
mechones, le caía sobre el pecho. Virgilio le presenta a su compañero
"buscador de la libertad tan amada como bien lo sabe el que por ella
desprecia la vida"., y obtiene permiso para visitar aquellos reinos;
lávase las mejillas con el rocío de la hierba fresca y presta a Dante para que
se lo ciña un junco flexible, símbolo de la humildad. Y es el propio Catón
quien, en la frescura de la madrugada, bajo un cielo azul en el que brillan
Venus y las cuatro estrellas de las virtudes cardinales, señala a Dante el
camino que debe seguir, humildemente, con ojos claros y afecto puro.
Por el mar se aproxima,
rauda y esplendorosa en una nave tan rápida que apenas roza las olas, una
potente luz: es el ángel del Señor. Su barca acarrea las almas exultantes,
destinadas a la expiación y a la salvación, que recogió en la desembocadura del
Tiber. De entre ellas se destaca un viejo conocido, Casella, el que pusiera
música a su poemita: "Amor que dentro de mi mente habla", y que ahora
empieza a cantar tan dulcemente que embelesa a las "sombras", y a los
peregrinos como si no tuvieran otra cosa en qué pensar.
Sácalos de su embeleso
la severa voz del uticense, que censura su conducta y les insta a la ascensión.
Ascensión ruda, lenta, porque la montaña es escarpada y como cortada a pico;
sus flancos están aserrados por precipicios o cornisas circulares, donde las
almas se purifican. Al pie de la montaña, fuera todavía del verdadero
Purgatorio, Dante encuentra temporalmente retenidas, las "sombras"
de los negligentes. Entre esas almas, que vivieron en este mundo, difiriendo
para más tarde el cuidado de su salvación, distingue tres grupos: los que
vivieron excomulgados por la Iglesia, y los perezosos propiamente dichos, que
murieron de muerte violenta y se arrepintieron in extremis. Con los
primeros divisan un joven rubio y gallardo, mostrando una reciente herida en la
garganta. "Yo soy Manfredo, dice, nieto de la emperatriz Constanza."
Hijo natural de Federico II, ha pecado mucho. Sufriendo la persecución del
papa, pero confiando en la infinita Bondad reclama la sepultura que le negó el
obispo de Cosenza después de la batalla de Benevento, donde Carlos de Anjou le
arrebató su reino.
Los dos compañeros
suben el acantilado por una estrecha grieta de la roca. Arriba, en una especie
de plataforma, Virgilio se orienta por medio de las constelaciones y del
ecuador y nos da, de paso, una lección de cosmografía medieval. Sentados a la sombra
de los peñascos, siempre 'ociosos, vegetan los que tuvieron pereza para
arrepentirse, como aquel Belacqua, fabricante de astas de laúdes y de
guitarras, tan bebedor como perezoso. Algo más lejos, se adelantan hacia ellos,
cantando verso a verso el Miserere, cuantos murieron de muerte violenta
y terminaron sus días pecadores, pero que, iluminados por el cielo en la
postrera hora, abandonaron la vida en gracia de Dios: el primero en
presentarse es el podestá de Bolonia, Jacobo del Cassero, asesinado en 1298 por
orden del marqués de Ferrara; pronuncia después su nombre Buonconte de
Montefeltro, que pereció a orillas del Arno después de la rota de Campaldino y
del que nunca se supo donde estaba su sepultura; la última en hablar es el alma
melancólica, tímida y pudorosa de Pía de Tolomei; solo tiene palabras de perdón
para aquel cruel marido, que ordenó la defenestraran. Con el arrepentimiento,
y por obra de la misericordia divina, todas estas almas instauraron en sí
mismas a la hora de la muerte el estado de gracia, por lo que pudieron
salvarse. Y desde ese estado de gracia contemplan su vida terrenal y juzgan sus
errores y culpas, mientras exaltan en Dios la bondad del perdón. Cuantas almas
encuentra en su ascenso le ruegan las recuerde a las personas queridas que
permanecen todavía en la Tierra, para que les sirva de consuelo en el dolor y
para que, con sus plegarias, quieran aquel bien que Dios quiere para todos por
toda la eternidad.
A poco divisa Virgilio
un alma que los contempla en solitario apartamiento. Al nombre de Mantua reconoce
al vate latino, corre hacia él y se abrazan jubilosos. La escena arranca a
Dante una tremenda invectiva contra Italia, dividida por odios, egoísmos e
intereses materiales.
A la simple mención
de Mantua, su ciudad natal, se abrazan los dos poetas, mientras sus
descendientes, sin más separación que una muralla y un foso, se hostilizan
mutuamente. Ningún estado italiano sabe lo que es la paz. La bestia resulta
feroz porque carece de freno. Invoca al César de Germania hacia el que clama
Italia, como una viuda lastimada en sus derechos.
Por un tortuoso sendero
desembocan en un risueño valle, donde, sentados entre flores, agrúpanse los
príncipes que faltaron a sus deberes de rectores de los pueblos.
Sordello, desde la
cumbre de una colina, va señalándoselos, con breve comentario: Rodolfo de
Habsburgo, que pudo curar las llagas que han dado muerte a Italia, y su gran
enemigo Gttokar de Bohemia. A su lado los franceses, también negligentes:
Felipe III el Atrevido, hijo de San Luis y padre de Felipe el Hermoso, a quien
Dante jamás perdonará ni el atentado de Anagni ni el proceso de los Templarios.
Y Pedro III de Aragón y Carlos I de Anjou, y Alfonso el Magnífico y Jaime y
Federico. Toda una galería de los reyes y reinas de la segunda mitad del siglo XIII,
entre quienes va distribuyendo reproches y alabanzas, con predominio de los
primeros. En el canto siguiente, sin embargo, se deshará en loas a los
Malaspina de Lunigiana, de cuya corte fue huésped el poeta.
Ha llegado la noche y Dante se ha quedado
dormido. En sueños es transportado por su patrona bienamada, Santa Lucía, hasta la entrada del
Purgatorio propiamente dicho, custodiada por un ángel que simboliza al
sacerdote. Con la punta de la espada traza en la frente del florentino siete P,
inicial de la palabra Peccutum, que representan los siete pecados
capitales; una por una se irán borrando en la terraza respectiva. Gira en sus quicios
la sacra puerta, de metal macizo y sonoro, mientras voces misteriosas cantan al
son de dulces acordes el himno Te Deurn laudamus.
Huelga advertir que en
el Purgatorio, aunque lugar también de pena, se han las cosas de muy diversa manera
que en el Infierno. A las escenas violentas y atormentadas de allí suceden aquí
espectáculos de mansa resignación. La purificación de las almas se verifica
necesariamente de muy distinto modo que el castigo infligido a los condenados
del Infierno. Las "sombras" que el ángel acoge en el Purgatorio se
encuentran ya en gracia de Dios, pero tienen que despojarse de las malas
inclinaciones inherentes a la naturaleza humana. Empero tales inclinaciones no
pueden desaparecer más que cediendo a las contrarias. Sigúese de ahí que los
castigos del Purgatorio no pueden tener más que un carácter esencialmente
moral: subsisten, es cierto, las penas aflictivas, como en el Infierno, pero
predomina siempre el tratamiento curativo. Por eso cuando desfilan por las
diversas terrazas los pecadores, al lado de cada pecado capital veremos surgir
su antídoto correspondiente.
Las almas que están
purgando su vida pasada, serán iluminadas en su inteligencia y confortadas en
su voluntad con ejemplos que exaltan la virtud moral opuesta al pecado que
purgan o recuerdan cómo ha sido castigado su mismo pecado en otras almas.
En la primera terraza del Purgatorio
están detenidos los orgullosos. Lo primero que sorprende a nuestros
viajeros a su arribo a este recinto son los varios ejemplos de humildad
esculpidos en las paredes; ejemplos que arrancan al poeta un sentido apostrofe
al orgullo humano. Entre los soberbios, que en esta terraza avanzan encorvados
bajo pesados peñascos, advierte Dante a Oderisi de Gubbio, que destacó en el
arte de iluminar miniaturas; con sus palabras que le recuerdan el rápido
marchitarse de la fama terrenal, vive el poeta por anticipado el olvido futuro
de su fama como tal. Oderisi se creía superior a Franco de Büionia; ha sido esa
vanidad de artista la que le ha llevado a la cornisa de los soberbios. Así
Cimabue se creyó el primero en la pintura hasta que Giotto oscureció su fama;
así Guido Cavalcanti, el rival de Dante en el "dulce estilo nuevo",
arrebató la palma de la lengua al otro Guido, a Guinizelli, el poeta lírico
bolones. Y quizá haya nacido ya, prosigue Dante —sin temor a asignarse un lugar
entre los orgullosos del Infierno, si aceptamos la interpretación más común—
quien a los dos expulse de su nido. Que el rumor del mundo —la fama lisonjera—
no es más que un soplo; tan pronto viene de un lado como de otro, y cambia de
nombres por lo mismo que cambia de sitios.
A los envidiosos se les reserva la
segunda terraza, donde se ven sombras, "cuyas capas se
confundían con las piedras", que invocaban a María, a Miguel, a Pedro y a
todos los santos. Cubiertos de cilicio, como mendigos ciegos pegados a las
rocas, tienen los párpados cosidos con alambres. Entre los envidiosos que,
fruncido el ceño, se apoyan unos en otros, reconoce que estuvo un tiempo la
sienense Sapia, cuyo nombre evoca la sabiduría, pero que en la vida se alegraba
de los males de sus conciudadanos. Gracias, sin embargó, a la ayuda de un humilde terciario franciscano
muerto en olor de santidad, se la admite a que haga penitencia. Envidiosos son
los habitantes del Valle del Arno, a juicio de Guido del Duca y de Ranieri de
Calboli, que deploran el ocaso de las virtudes caballerescas de su Romana
natal. Pero la presente corrupción del mundo no tanto se debe a la naturaleza
del hombre, esencialmente buena, cuanto a la falta de una armadura moral sólida
que lo sostenga y proteja.
Tal es el pensamiento de Marco Lombardo,
habitante de la tercera terraza, entre los iracundos, a quienes envuelve
una densa humareda. Marco expone a Dante la teoría del libre albedrío según la
doctrina, entonces reciente, de Santo Tomás. El hombre tiene libertad para
elegir entre el bien y el mal por voluntad propia, y es él la única causa de
sus desgracias. Las leyes existen; el hombre está ordenado como individuo al
bien común de la ciudad, y como persona al bien espiritual y eterno, pero nadie
hace valer esas leyes por la confusión que reina actualmente entre las dos
supremas potestades. Es el mal gobierno lo que ha hecho culpable al mundo, no
la naturaleza; la Iglesia de Roma se equivocó al querer reunir en sí los dos
poderes. Así es como este pasaje, que comenzó evocando las disputas de los
Blancos y los Negros en Florencia, va elevándose de tono hasta desembocar en
temas de la más alta política.
Pasando de la tercera a la cuarta terraza, salen los viajeros
del humazo, corno de una espesa niebla, para ver el sol. Al canto de:
"Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios",
el ángel de la paz ha borrado de la frente de Dante la tercera P, signo de la
ira. La falta que en este nuevo ámbito se purga es la de la pereza en hacer el
bien, revela Virgilio a su pupilo, y esboza a continuación la teoría del amor:
el amor instintivo por Dios y el amor racional o de elección, 'que a veces
puede oponer la criatura al Creador. Sólo el Primer Bien, que es Dios, hace
dichoso al hombre. Este, por su naturaleza de animal racional, está ordenado al
bien moral, y debe quererlo bajo pena de perder su razón de ser. Debe, porque
su conciencia le promulga ese deber. Por ello los perezosos, los demasiado
tardos en buscar el bien, vense obligados a agitarse en perpetuo movimiento.
Inmóviles, con los rostros aplastados
contra el suelo, hallamos a los avaros y pródigos en los cantos XIX y XX. El
papa Adriano confía al florentino que, después que hubo alcanzado los más altos
honores cuando fue elegido
Pastor romano.
Y Hugo Capero,
"raíz de la mala planta que hoy arroja sobre toda la tierra cristiana tan
nociva sombra que apenas se coge en ella fruto bueno", a quien siguiendo
una falsa leyenda creía Dante hijo de un carnicero de París, tras confesar
algunas turbias peripecias de familia y exponer las poco gloriosas gestas de
sus descendientes, desde Carlos de Anjou a Carlos de Valois y a Felipe el
Hermoso, siente dentro de sí la necesidad y el poder dominador de los derechos
de la justicia, y la invoca a Dios.
De improviso, retiembla
la montaña del Paraíso cual si se hundiera y resuena por todos sus ámbitos el
canto del Gloria in excelsis Deo, dejando inmóviles y suspensos a los
viajeros hasta que cesó el temblor y acabó el himno: un alma ha quedado purificada.
Esa alma que se ha hecho digna del cielo es la del poeta latino Estacio, del
primer siglo de nuestra Era, a quien Dante por una equivocación hace nacer en
Toulouse y de quien —nuevo error— supone que fue cristiano en secreto.
Sobremanera emocionante resulta el encuentro de estos dos vates latinos en el
Purgatorio. Pero el lector se quedará sorprendido por la presencia de Estacio
en tal lugar hasta que le saque de su asombro, en el canto XXII, la explicación
brindada por el autor de la Tebaida. Fue pródigo en vida y la prodigalidad
se castiga, lo mismo que la avaricia, en esa quinta terraza. A Virgilio debe
su primera inspiración; él le enseñó a beber el agua de la Fuente Castalia, que
brota al pie del Parnaso, el monte de doble cumbre nevada. A Virgilio, que
cantara —Egloga IV— el retorno de la antigua Edad de Oro, el
advenimiento de una nueva humanidad en un mundo de justicia y de paz, debe
también su bienaventurada suerte, ya que le enseñó el camino de Cristo. La Edad
Media gustaba colocar a Virgilio entre los profetas de Cristo, interpretando su
vaticinio como el anuncio de la llegada de Jesús a la tierra. Eso justifica que
lo eligiera Beatriz para guía de Dante a través de los circules infernales y
las terrazas descubiertas del Purgatorio. Estacio, que acompañará a los dos
peregrinos del infinito, remata con el bello verso: Per te poeta fui, per ie
christiano. '
En la sexta terraza se aposentan los
glotones, reducidos a lastimosa delgadez y sometidos al suplicio de Tántalo.
Dante y Forese Donati, su antiguo camarada de errores y francachelas, evocan
oscuramente su pasado, mientras los recuerdos familiares van desfilando,
tiernos y dulces, por su memoria, y en sus labios resuenan los ecos de los
nombres de las personas queridas. Forese ensalza a su bondadosa mujer que está
rogando por él y arremete contra las impúdicas mujeres florentinas. Prevé
también el triste fin de su arrogante hermano Corso, el caudillo de los
güelfos negros. A propósito de una pregunta del poeta Bonagiunta de Luca,
cultivador, como sus contemporáneos provenzales, del Trobar clus o
poesía hermética, Dante erige en regla suprema del arte aquel recto amor que
informaba la lírica juvenil de su "dolce stil nuovo" y conseguía una
cabal correspondencia de la forma con el sentimiento, con lo que el de Luca
alcanzó a ver la causa que impidiera a Guittón de Arezzo, al notario siciliano
Jacopo da Lehtino y a él arribar al nuevo estilo.
Los tres poetas se
alejan de la muchedumbre de espíritus famélicos, que inútilmente extienden sus
manos hacia el árbol cargado de frutos, y, a una llamada del ángel, trepan la
angosta escalera de la séptima terraza —la de los lujuriosos, rodeados por una
llama purificadera—. Estacio, transformándose en filósofo y en teólogo, les explica
la generación humana y la infusión del alma en el feto, corrigiendo de paso la
doctrina del árabe Averroess, que separaba del alma el intelecto posible,
porque no vio que dispusiera de ningún órgano especial adecuado a sus
funciones, para concluir que el alma, separada del cuerpo por la muerte, se
enfrenta a sus propias culpas o méritos y se lanza a la ribera del Aqueronte
—los condenados— o a la del Tiber —los elegidos—, no sin antes exponer una
curiosa teoría que nos aclara por qué sufren las sombras de los que están condenados
o en el Purgatorio. Recorriendo la vasta estancia de los lujuriosos, topa Dante
con poetas contemporáneos suyos a quienes el fuego purifica: Guido Guinizelli,
el precursor e iniciador del "dolce stil nuovo" y Arnaldo
Daniel, el sutil y alquitarado trovador perigordino, preferible, dice el
florentino, a aquel lemosín que por entonces disfrutaba de enorme fama,
Gerardo de Borneil. Después, guiado y alentado afectuosamente por Virgilio,
traspasa el cinturón de llamas para llegar a la escalera que conduce al Paraíso
terrenal. Adormecido en un peldaño de la escala, entre Virgilio y Estacio,
contempla Dante a Lía y a Raquel, primera y segunda esposa de Jacob: simbolizan
respectivamente la vida activa y la contemplativa.
La dulce fruta que por
tantas ramas va buscando la solicitud de los mortales, calmará hoy tu
hambre", le asegura Virgilio al despertar. Ascienden toda la escalera y
desde la última grada le dirige el mantuano con conmovida frase sus postreras
recomendaciones antes de despedirse; hasta aquí pudieron conducirle su ciencia
y su arte; ahora ya está el discípulo purificado y libre; puede retirarse el
guía.
La mañana del miércoles de Pascua
sorprende a los poetas en la maravillosa floresta que corona la montaña del
Purgatorio. Es el Paraíso terrenal "en su bella juventud, en su primera
flor". A orillas del Leteo, el río del Olvido, "se le apareció, como
aparece súbitamente una cosa maravillosa que desvía de nuestra mente todo otro
pensamiento, una dama sola que iba cantando y cogiendo flores de las muchas
que esmaltaban su camino". Es Matilde, simbolizadora de la actividad virtuosa
que prepara al hombre a la contemplación bienaventurada. Da razón a Dante de
la forma del Paraíso terrenal, de sus dos ríos, el Leteo y el Eunoe y de la
caída del primer hombre, y de ahí le lleva a contemplar con una primera mirada
de fe, la sabiduría divina que vela por la ejecución de su plan providencial,
asistiendo a los hombres en su viaje hacia la eternidad por medio de los santos
del cielo y de los ángeles. Orlada por un gran resplandor, se acerca una
procesión maravillosa: veinticuatro ancianos coronados de azucenas, todos
cantando; los cuatro animales de Ezequiel que representan a los cuatro
evangelistas. Entre ellos avanza el carro triunfal de la Iglesia sobre dos ruedas —Antiguo y Nuevo Testamento— tirado por
un grifo de alas de ángel y cuerpo de león —Cristo con su doble naturaleza,
divina y humana—. Danzando en torno a la rueda derecha, tres damas, en las que
se reconoce a las virtudes teologales; cerca de la izquierda otras cuatro,
vestidas de púrpura: las cuatro cardinales. Por este tenor prosigue la
maravillosa visión, henchida de un simbolismo familiar al hombre del Medievo,
en cuyo manejo es maestro Dante.
Al fin, radiante y.
avasalladora, cubierta con un blanco velo, ceñida de hojas de olivo, portando
un manto verde y un vestido de color de fuego, aparece Beatriz, en su
personalidad real y en su personalidad simbólica. Dante se derrumba en su
presencia. La hermosa señora interpela
al lloroso poeta y le llama, por vez primera, por su nombre : "No
llores, Dante, porque se vaya Virgilio; es preciso que llores por otra
razón." Y le va recordando —continuo reproche— la gracia que recibió en su
niñez, cuando el primer encuentro a los nueve años, y cómo le sostuvo con su
inspiración "mostrándole sus ojos de adolescente". Cómo, después de
muerta ella, "cuando subió desde la carne al espíritu, y hubo crecido en
belleza y virtud", él encaminó sus pasos por un camino falso, corriendo
tras engañosas imágenes, a pesar de los sueños que le infundía. Muy abajo cayó.
Por él hubo de visitar el umbral de los muertos y buscar a Virgilio. Y
prosiguen implacables los reproches, mientras Dante apenas acierta a formular
vagas excusas. Tanto le oprime el corazón d remordimiento que cayó desmayado.
Así termina esta escena culminante de su
encuentro con Beatriz, tal vez la más hermosa de la Divina Comedia;
.escena de una belleza conmovedora, ardiente y pudorosa a la vez, verdadero
oasis de pura poesía. Vuelto en sí, es sumergido Dante por Matilde en el Leteo
y. renace por el agua a la vida de la gracia para poder entrar en la ciudad de
Dios. La procesión, mística reanuda su camino y siguen acumulándose las visiones
fantásticas, exponentes tanto de la personalidad alegórica de Beatriz como de
las personales ideas de Dante sobre los destinos de la Iglesia. En los
dos últimos cantos del Purgatorio traza el poeta a su manera su pasado, su
presente y su futuro, particularmente en sus relaciones con el Imperio.
Condena la supuesta donación de Constantino como una subversión del orden
providencial, por la cual se coló en la Iglesia militante el espíritu de
codicia. Flagela la simonía papal y anuncia, por boca de Beatriz, un remedio
inminente: el advenimiento de un misterioso DXV, que constituye el más arcano
enigma de los muchos que el poema encierra.
El 13 de abril de 1300
encuéntrase Dante en la terraza superficie de la montaña del Purgatorio,
purificado, al fin, de sus faltas y unido
en corazón y en espíritu a Beatriz. Después de haber contemplado por un
instante la luz que llueve sobre él desde lo alto, vuelve su mirada a la
hermosa dama, cuyos ojos están firmemente dirigidos hacia Dios. Y entonces, por el ardiente amor
de esa belleza que resplandece en ella, experimenta el poeta una suerte de
exaltación que le hace considerarse transhumanizado. Se da cuenta de que ha
dejado la tierra. Comienza la ascensión al Paraíso. Al mediodía, como no podía
ser menos dado que si su arribo al Infierno tuvo lugar al caer
la tarde y su llegad al Purgatorio al nacer la aurora, es justo que su ascenso
al Paraíso se efectúe a la plena luz de la mitad del día.
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