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26 de enero de 2013

El arte helenístico -Premisa histórica- Platón y Aristóteles: concepción del arte


El arte helenístico -Premisa histórica- Platón y Aristóteles: concepción del arte

En sentido estricto, por época helenística se entiende el período que va desde la muerte de Alejandro Magno (-323) hasta la batalla de Actium (-31). Estos límites cronológicos fueron fijados por el alemán Johann Gustav Droysen (1808-1884) y, aunque sean un poco convencionales (por una parte, los gérmenes helenísticos ya hacen acto de presencia con Filipo de Macedonia y, por otra, la época de Augusto no representa una verdadera ruptura con los siglos anteriores), sirven, sin embargo, para subrayar la profunda conmoción que en todas las esferas provocó la política de Alejandro, así como la ascensión de Roma a auténtica capital del mundo helenístico a partir de Augusto.

Se trata de un mundo que no sólo habla el griego u otra lengua privativa, sino que también se expresa y piensa en latín, pasando de este modo a convertirse en grecorromano.

Trece años de reinado bastaron a Alejandro para consolidarse en Grecia, conquistar Asia Me­nor, Siria, Fenicia, Egipto, Mesopotamia, Persia y asomarse a la India. A su muerte, se derrumbaron las esperanzas de todos los que habían creído en él y en sus sueños de un mundo unitario y pacificado al fin. Por falta de un heredero directo o, más bien, de un auténtico continuador político, el inmenso territorio quedó dividido en varios reinos -Egipto, Siria, Pérgamo y Macedonia-, en los que el componente griego era, por lo demás, exiguo.

La historia de estos reinos que nacen, alcanzan su apogeo y declinan en el curso de tres siglos, se identifica con la de todos los pueblos que en su seno sufrieron la fascinación de la cultura griega y que hablaron, vivieron y pensaron a la manera griega, al margen de que fuesen o no griegos de nacimiento. Y este fue el milagro -la admirable unidad espiri­tual alcanzada por la cultura helenística-que el ciudadano de la antigua polis, confinado íntegramente en su pequeño mundo, jamás hubiese logrado concebir.
Griego es, por ejemplo, quien habla la koiné, una especie de nueva lengua basada esencialmente en el ático, y ciudadano de Atenas, de Alejandría, de Rodas o de Pérgamo : quien en ellas resida aunque proceda de cualquier otro lugar.
 Los artistas; los hombres de ciencia y los comerciantes se desplazan de uno a otro punto del oikoumene, es decir del mundo civilizado o, lo que es lo mismo, helenizado, e incluso rebasan sus límites trabando relaciones con la India o China para luego referir maravillas de cuanto han visto en tierras extranjeras y ha­cerse cábalas sobre la vastedad del mundo habitado.
No es, pues, de extrañar que, en una época tan curiosa y dinámica, se pierdan los valores en los que creía Grecia, las característi­cas griegas cobren matizaciones exóticas y el griego incline su cabeza ante el emperador que se hace divinizar a usanza oriental. ¿Puede extrañar que junto al viejo templo de una divinidad olímpica, en Délos, Mileto o Alejandría, se alce el de un dios egipcio, o que el artista alejandrino se inspire en los rostros de Zeus o de Hera para representar al Nilo o a Isis?

 El hombre helenístico fue, desde ciertos puntos de vista, bas­tante más moderno y tolerante que nosotros. Individualista en grado sumo, según demuestran su arte y literatura (no sólo por la variedad de inspiración, sino por la carga de psicología, sentimentalismo y sensualidad que en ellas se trasluce), lo­gra, sin embargo, actualizar el concepto de la fraternidad universal. Cierto que el humilde campesino del valle del Nilo o el pastor de Anatolia no barruntaron ni de lejos tales ventajas -sempiterno privilegio de una aristocracia intelectual y eco­nómica-, y que la helenización del oikoumene fue, sin duda, bastante más superficial que la romanización de Occidente. Pero debemos partir del hecho de que, hasta aquí, la historia de la cultura siempre se identificó con la de las clases domi­nantes, una cruel verdad que la propia historia se encarga de atestiguarnos.


Nacimiento de la estética

En las culturas que hasta ahora hemos estudiado, si excep­tuamos la griega, el arte tuvo una función que suele califi­carse de práctica considerando que representaba ante todo un medio de unión entre los hombres y las potencias superio­res, mágicas en principio y religiosas más tarde. Posiblemente, los artistas, ya tenían la intuición de hacer algo trascendental  que rebasaba los límites de la habi­lidad o el puro instinto: no obstante -repitámoslo- tanto ellos como sus contemporáneos sólo debieron considerar sus obras como una llamada dirigida a los dioses que adora­ban para que protegiesen a los vivos y más a menudo todavía, a los muertos.
Incluso el arte oficial o cortesano sólo era el expreso tributo que se rendía a una forma particular de divi­nidad personificada en el soberano. Sólo en Grecia, sobre todo con la escuela clásica de Fidias, el artista tiende a libe­rarse de los vínculos religiosos y sociales, es decir a actuar en sentido autónomo, con la sola finalidad de crear. Un siglo después, la filosofía iniciaría sus reflexiones sobre la natura­leza del arte y su profundo valor.

Esta particular rama de la filosofía que se ocupa del arte se conoce hoy con el nombre de Estética. La palabra deriva del griego aiszésis (sensación) y significa «doctrina del conoci­miento sensible», pero fue adoptada con el significado de «doctrina del arte» o «filosofía del arte» a partir de nuestro siglo XVIII, cuando el filósofo Alexander Gottlieb Baumgarten impuso el título de Aesthetica a un importante tratado que publicó por los años 1750-58 y en el cual el sabio alemán reconocía en el arte un medio para «percibir», aunque fuese confusamente, aquellos valores universales que la filosofía y la ciencia no logran definir con claridad.

Pero antes de aden­trarnos en el contenido universal de la creación artística, detengámonos un momento en la propia palabra «arte» y consideremos su historia. Para los griegos y romanos, arte era todo aquello que hacía referencia a la obra del hombre y, con tal significado, el término pasó a la cultura medioeval y a la renacentista para indicar las distintas profesiones.
Giorgio Vasari (1512-1574), pintor y arquitecto italiano, conocido so­bre todo por su valiosísima obra Vidas de los mejores pinto­res, escultores y arquitectos, fue el primero en distinguir estas tres ramas de las artes figurativas con el término de Arti del disegno o Arti bellissime.

Adoptada en Francia, esta úl­tima definición se transformó en Artes Bellas o Bellas Artes, apelativo que, puesto en boga durante el siglo XVIII, resuena todavía en nuestra yerminología. En realdad, la esencia del arte no estriba en la búsqueda de la Belleza aunque en determinadas épocas y sobre todo en la griega, los artistas hayan orientado a menudo su obra en este sentido, y consiste más bien en la expresión, a través de una forma adecuada, de la personalidad del artista. ¿En qué consiste el arte? ¿Es imitación de la naturaleza o interpretación y transformación de ella? ¿Es copia o re­creación? ¿Cuál es la facultad espiritual determinante en el curso de la actividad artística? Y, por último, ¿en qué medida es importante para el hombre? ¿Debe sencillamente expresar y, consecuentemente, comunicar, conmover y hacer pensar, o debe, más bien, agradar o tal vez enseñar? En resumen y haciendo nuestras las palabras del filósofo Benedetto Croce, uno de cuyos mayores méritos ha consistido precisamente en juzgar ajena al hecho artístico cualquier finalidad, ¿debe el arte ser «pedagogo» o «meretriz»?

Platón y Aristóteles trataron de responder a algunas de estas interrogantes, y los principales problemas que se plan­tearon se relacionan con la fantasía, el placer estético, lo bello y la mimesis o imitación.

Platón (-429 -347) fue el primero en reconocer que la facultad espiritual que determina la producción artística es la fantasía o imaginación creadora; después, en el seno de la actividad artística, identificó dos tendencias opuestas: el arte que tiende a la semejanza e imita a la naturaleza (arte icástico o mimético) y el arte que, basándose en la fantasía o en los conceptos, se abstrae de la realidad para elevarse a las Ideas de la Belleza y del Bien. Las simpatías de Platón se inclinan por esta última tendencia, aunque ello signifique la exclusión de la pintura y escultura como artes que puedan alcanzar la belleza absoluta.
Sobre este punto, conviene advertir, si se quiere ver claro en el intelectualismo de Platón, que, para él, la belleza abso­luta sólo se encuentra en las figuras geométricas (de aquí su admiración por el arte egipcio), en los colores puros y en los sonidos puros. Para Platón, los cuerpos más bellos son cua­tro: el tetraedro, el octaedro, el icosaedro y el cubo. Se ve claramente, pues, que cuando Platón habla de belleza absoluta o de belleza relativa se refiere siempre a algo abstracto.
Al mostrar su preferencia por el arte simbólico y tendente a la abstracción, Platón se manifiesta, por otra parte, conse­cuente con los principios fundamentales de su doctrina sinte­tizada en su Teoría de las Ideas. Según Platón, existen, en efecto, dos realidades distintas: la Idea, realidad inmaterial, inmutable y eterna, y la «copia» imperfecta, material y muda­ble de la propia Idea. Para explicarlo con sus mismas pala­bras, diremos que, antes de que se construyese una cama, ya existía la idea de la cama y que el pintor que pinta una cama ¡mita una imitación de la Idea alejándose, por lo tanto, gran­demente de la verdad. El hecho de que la pintura y escultura del siglo IV mostrasen ya esa tendencia realista, que con tanta evidencia se manifestaría en la época helenística, explica que Platón condenase a los artistas de su época al considerar su arte (especialmente la pintura, dedicada, entonces, por en­tero a la búsqueda de efectos escenográficos y de perspec­tiva) como ilusorio, interesado por las apariencias y no por la verdad, y destinado a oscurecer la inteligencia de los espec­tadores. Por la misma razón se sentía más identificado con Policleto y Fidias, cuyas obras escultóricas -sobre todo las del segundo-, infundidas de elevado idealismo, habían sido concebidas según las reglas de la medida y de la simetría.
En definitiva, Platón repudia el arte mimético, pero en su pensamiento pueden apreciarse algunas contradicciones junto con ciertas superaciones, hecho que no puede extrañar si se piensa que las obras en que aborda estos problemas -La República, Fedro, Filebo, Banquete y Times- fueron escritas con amplios intervalos de años.

Con Aristóteles (-384 -322), se llega a un análisis más circunstancial de las artes y, aunque sus especulaciones se refieran especialmente al drama, también se ocupó de pin­tura y escultura (la arquitectura era considerada por los anti­guos como una actividad práctica, no espiritual). Aristóteles discurre incluso sobre los medios empleados por los artistas y se ocupa del color y, especialmente, del dibujo (definición de la forma), viendo en ellos muy justamente el medio para agudizar el sentido crítico, el espíritu de observación y la sensibilidad por la belleza. Para Aristóteles, arte es esencialmente imitación y lo exalta como tal: en efecto, el arte no representa literalmente lo que el hombre es, sino lo que debería ser, llegando de este modo a alcanzar valores absolutos y universales.
El pensamiento de los filósofos griegos fue distintamente influido por Platón y Aristóteles: los epicúreos, por ejemplo, seguidores de Epicuro de Samos (-342-270), partiendo de las concepciones de ambos filósofos, que en la contempla­ción de la obra artística sentían un placer desinteresado (ra­zón de más para que Platón condenase la actividad artística), justificaron el arte por el sutil goce intelectual que brinda; los estoicos, seguidores de Zenón de Citio, que enseñó en Ate­nas desde el -308, basándose en Aristóteles, le reconocieron un especial valor pedagógico.

Un eco de estas concepciones encontraremos en el pensamiento romano y particularmente en el del poeta Quinto Horacio Flaco (-65-8), que en su Ars Poética, afirma que el arte (aludiendo especialmente a la poesía) debe «enseñar deleitando», concepción hoy carente de valor.

Fuente: Historia del arte- Ed.Vita-Valencia,1980

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