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13 de septiembre de 2010

EN PROVINCIA de AUGUSTO D’HALMAR

EN PROVINCIA de AUGUSTO D’HALMAR



La vie est vaine;
un peu d’amour,
un peu de haine,
et puis “bonjour”.

La vie est brève;
un peu d’espoir,
un peu de rêve,
et puis “bonsoir”.







Tengo cincuenta y seis años y hace cuarenta que llevo la pluma tras la oreja; pues bien, nunca supuse que pudiera servirme para algo que no fuese consignar partidas en el libro Diario o transcribir cartas con encabezamiento inamovible: “En contestación a su grata, fecha... del presente, tengo el gusto de comunicarle...”
Y es que salido de mi pueblo a los diez y seis años, después de la muerte de mi madre, sin dejar afecciones tras de mí, viviendo desde entonces en este medio provinciano, donde todos nos entendemos verbalmente, no he tenido para qué escribir. A veces lo hubiera deseado; me hubiera complacido que alguien, en el vasto mundo, recibiese mis confidencias; pero ¿quién?
En cuanto a desahogarme con cualquiera, sería ridículo. La gente se forma una idea de uno y le duele modificarla. Yo soy, ante todo, un hombre gordo y calvo, y un empleado de comercio: Borja Guzmán, tenedor de libros del “Emporio Delfín”. ¡Buena la haría saliendo ahora con revelaciones sentimentales! A cada cual se le asigna, o escoge cada cual, su papel en la farsa, pero precisa sostenerlo hasta la postre.
Debí casarme y dejé de hacerlo. ¿Por qué? No por falta de inclinaciones, pues aquello mismo de que no hubiera disfrutado de un hogar a mis anchas hacía que soñase con formarlo. ¿Por qué entonces? ¡La vida! ¡Ah, la vida! El viejo Delfín me mantuvo un honorario que el heredero aumentó, pero que fue reducido apenas cambió la casa de dueño. Tres ha tenido, y ni varió mi situación, ni mejoré de suerte. En tales condiciones se hace difícil el ahorro, sobre todo si no se sacrifica el estómago. El cerebro, los brazos, el corazón, todo trabaja para él: se descuida Smiles [1] y cuando quisiera establecerse ya no hay modo de hacerlo.
¿Es lo que me ha dejado soltero? Sí, hasta los treinta y un años, que de ahí en adelante no se cuenta. Un suceso vino a clausurar a esa edad mi pasado, mi presente y mi porvenir, y ya no fui, ya no soy sino un muerto que hojea su vida.
Aparte de esto he tenido poco tiempo de aburrirme. Por la mañana, a las nueve, se abre el almacén; interrumpe su movimiento para el almuerzo y la comida, y al toque de retreta se cierra.
Desde ésa hasta esta hora, permanezco en mi piso giratorio con los pies en el travesaño más alto y sobre el bufete los codos forrados en percalina; después de guardar los libros y apagar la lámpara que me corresponde, cruzo la plazoleta y, a una vuelta de llave, se franquea para mí una puerta: estoy en “mi casa”. Camino a tientas, cerca de la cómoda hago luz; allí, a la derecha, se halla siempre la bujía. Lo primero que veo es una fotografía, sobre el papel celeste de la habitación; después, la mancha blanca del lecho, mi pobre lecho, que nunca sabe disponer Verónica, y que cada noche acondiciono de nuevo. Una cortina de cretona oculta la ventana que cae a la plaza.
Si no hace demasiado frío, la retiro y abro los postigos, y si no tengo demasiado sueño, saco mi flauta de su estuche y ajusto sus piezas con vendajes y ligaduras. Vieja, casi tanto como yo, el tubo malo, flojas las llaves, no regulariza ya sus suspiros, y a lo mejor deja escapar el aire con desalentadora franqueza. De pie ante el alféizar, acometo una serie de trinados y variaciones para tomar la embocadura y en seguida doy comienzo a la elegía que le dedico a mis muertos. ¿Quién no tiene los suyos, esperanzas o recuerdos?
La pequeña ciudad duerme bajo el firmamento. Si hay luna, puede distinguirse perfectamente el campanario de la parroquia, la cruz del cementerio o la silueta de alguna pareja que se ha refugiado entre las encinas de la plaza, aunque los enamorados prefieren mejor el campo, de donde llega el coro de las ranas con rumores y perfumes confusos. El viento difunde los gemidos de mi flauta y los lleva hasta las estrellas, las mismas que, hace años y hace siglos, amaron los que duermen en el polvo. Cuando una cruza el espacio, yo formulo un deseo invariable.
En tantos años se han desprendido muchas y mi deseo no se cumple.
Toco, toco. Son dos o tres motivos melancólicos. Tal vez supe más y pude aprender otros; pero éstos eran los que Ella prefería, hace un cuarto de siglo, y con ellos me he quedado.
Toco, toco. Al pie de la ventana, un grillo, que se siente estimulado, se afina interminablemente. Los perros ladran a los ruidos y a las sombras. El reloj de una iglesia da una hora. En las casas menos austeras cubren los fuegos, y hasta el viento que transita por las calles desiertas pretende apagar el alumbrado público.
Entonces, si penetra una mariposa a mi habitación, abandono la música y acudo para impedir que se precipite sobre la llama. ¿No es el deber de la experiencia? Además, comenzaba a fatigarme. Es preciso soplar con fuerza para que la inválida flauta responda, y con mi volumen excesivo yo quedo jadeante,
Cierro, pues, la ventana; me desvisto, y en gorro y zapatillas, con la palmatoria en la mano, doy, antes de meterme en cama, una última ojeada al retrato. El rostro de Pedro es acariciador; pero en los ojos de ella hay tal altivez, que me obliga a separar los míos. Cuatro lustros han pasado y se me figura verla así: así me miraba.
Ésta es mi existencia, desde hace veinte años. Me han bastado, para llenarla, un retrato y algunos aires antiguos; pero está visto que, conforme envejecemos, nos tornamos exigentes. Ya no me bastan y recurro a la pluma.
Si alguien lo supiera. Si sorprendiese alguien mis memorias, la novela triste de un hombre alegre, Don Borja. El del Emporio del Delfín. ¡Si fuesen leídas!... ¡Pero no! Manuscritos como éste, que vienen en reemplazo del confidente que no se ha tenido, desaparecen con su autor. Él los destruye antes de embarcarse, y algo debe prevenirnos cuándo. De otro modo no se comprende que, en un momento dado, no más particular que cualquiera, menos tal vez que muchos momentos anteriores, el hombre se deshaga de aquel algo comprometedor, pero querido, que todos ocultamos, y, al hacerlo, ni sufra ni tema arrepentirse. Es como el pasaje, que, una vez tomado, nadie posterga su viaje.
¿O será que partimos precisamente porque ya nada nos detiene? Las últimas amarras han caído... ¡el barco zarpa!
Fue, como dije, hace veinte años; más, veinticinco, pues ello empezó cinco años antes. Yo no podía llamarme ya un joven y ya estaba calvo y bastante grueso; lo he sido siempre: las penas no hacen sino espesar mi tejido adiposo. Había fallecido mi primer patrón, y el Emporio pasó a manos de su sobrino, que habitaba en la capital; nada sabía yo de él, ni siquiera le había visto nunca, pero no tardé en conocerle a fondo: duro y atrabiliario con sus dependientes, con su mujer se conducía como un perfecto enamorado, y cuéntese con que su unión databa de diez años. ¡Cómo parecían amarse, santo Dios! También conocí sus penas, aunque a simple vista pudiera creérseles felices. A él le minaba el deseo de tener un hijo, y aunque lo mantuviera secreto, algo había llegado a sospechar ella. A veces solía preguntarle: “¿Qué echas de menos?”, y él le cubría la boca de besos. Pero ésta no era una respuesta, ¿no es cierto?
Me habían admitido en su intimidad desde que conocieron mis aficiones filarmónicas. “Debimos adivinarlo: tiene pulmones a propósito”, tal fue el elogio que él hizo de mí a su mujer en nuestra primera velada.
¡Nuestra primera velada! ¿Cómo acerté delante de aquellos señores de la capital, yo que tocaba de oído, y que no había tenido otro maestro que un músico de la banda? Ejecuté, me acuerdo, El ensueño, que esta noche acabo de repasar, Lamentaciones de una joven y La golondrina y el prisionero; y sólo reparé en la belleza de la principala, que descendió hasta mí para felicitarme.
De allí dató la costumbre de reunirnos, apenas se cerraba el almacén, en la salita del piso bajo, la misma donde ahora se ve luz, pero que está ocupada por otra gente. Pasábamos algunas horas embebidos en nuestro corto repertorio, que ella no me había permitido variar en lo más mínimo, y que llegó a conocer tan bien que cualquier nota falsa la impacientaba. Otras veces me seguía tarareando, y, por bajo que lo hiciera, se adivinaba en su garganta una voz cuya extensión ignoraría ella misma. ¿Por qué, a pesar de mis instancias, no consintió en cantar? ¡Ahí Yo no ejercía sobre ella la menor influencia; por el contrario, a tal punto me imponía, que, aunque muchas veces quise que charlásemos, nunca me atreví. ¿No me admitía en su sociedad para oírme? ¡Era preciso tocar!
En los primeros tiempos, el marido asistía a los conciertos y, al arrullo de la música, se adormecía, pero acabó por dispensarse de ceremonias y siempre que estaba fatigado nos dejaba y se iba a su lecho. Algunas veces concurría uno que otro vecino, pero la cosa no debía parecerles divertida y con más frecuencia quedábamos solos. Así fue como una noche que me preparaba a pasar de un motivo a otro, Clara (se llamaba Clara) me detuvo con una pregunta a quemarropa:
—Borja, ¿ha notado usted su tristeza?
—¿De quién?, ¿del patrón? —pregunté, bajando también la voz—. Parece preocupado, pero…
—¿No es cierto? —dijo, clavándome sus ojos afiebrados.
Y como si hablara consigo:
—Le roe el corazón y no puede quitárselo. ¡Ah Dios mío!
Me quedé perplejo y debí haber permanecido mucho tiempo perplejo, hasta que su acento imperativo me sacudió :
—¿Qué hace usted así? ¡Toque, pues!
Desde entonces pareció más preocupada y como disgustada de mí. Se instalaba muy lejos, en la sombra, tal como si yo le causara un profundo desagrado; me hacía callar para seguir mejor sus pensamientos y, al volver a la realidad, como hallase la muda sumisión de mis ojos a la espera de un mandato suyo, se irritaba sin causa.
—¿Qué hace usted así? ¡Toque, pues!
Otras veces me acusaba de apocado, estimulándome a que le confiara mi pasado y mis aventuras galantes; según ella, yo no podía haber sido eternamente razonable, y alababa con ironía mi reserva, o se retorcía en un acceso de incontenible hilaridad: “San Borja, tímido y discreto.”
Bajo el fulgor ardiente de sus ojos, yo me sentía enrojecer más y más, por lo mismo que no perdía la conciencia de mi ridículo. En todos los momentos de mi vida, mi calvicie y mi obesidad me han privado de la necesaria presencia de espíritu, ¡y quién sabe si no son la causa de mi fracaso!
Transcurrió un año, durante el cual sólo viví por las noches. Cuando lo recuerdo, me parece que la una se anudaba a la otra, sin que fuera sensible el tiempo que las separaba, a pesar de que, en aquel entonces, debe de habérseme hecho eterno ...Un año breve como una larga noche. Llego a la parte culminante de mi vida.
¿Cómo relatarla para que pueda creerla yo mismo? ¡Es tan inexplicable, tan absurdo, tan inesperado!
Cierta ocasión en que estábamos solos, suspendido en mi música por un ademán suyo, me dedicaba a adorarla, creyéndola abstraída, cuando de pronto la vi dar un salto y apagar la luz. Instintivamente me puse de pie, pero en la oscuridad sentí dos brazos que se enlazaban a mi cuello y el aliento entrecortado de una boca que buscaba la mía.
Salí tambaleándome. Ya en mi cuarto, abrí la ventana y en ella pasé la noche. Todo el aire me era insuficiente. El corazón quería salirse del pecho, lo sentía en la garganta, ahogándome; ¡qué noche!
Esperé la siguiente con miedo. Creíame juguete de un sueño. El amo me reprendió un descuido, y, aunque lo hizo delante del personal, no sentí ira ni vergüenza.
En la noche él asistió a nuestra velada. Ella parecía profundamente abatida.
Y pasó otro día sin que pudiéramos hallarnos solos; el tercero ocurrió, me precipité a sus plantas para cubrir sus manos de besos y lágrimas de gratitud, pero, altiva y desdeñosa, me rechazó, y con su tono más frío, me rogó que tocase.
¡No, yo debí haber soñado mi dicha! ¿Creeréis que nunca, nunca más volví a rozar con mis labios ni el extremo de sus dedos? La vez que, loco de pasión, quise hacer valer mis derechos de amante, me ordenó salir en voz tan alta, que temí que hubiese despertado al amo, que dormía en el piso superior.
¡Qué martirio! Caminaron los meses, y la melancolía de Clara parecía disiparse, pero no su enojo. ¿En qué podía haberla ofendido yo? Hasta que, por fin, una noche en que atravesaba la plaza con mi estuche bajo el brazo, el marido en persona me cerró el paso. Parecía extraordinariamente agitado, y mientras hablaba mantuvo su mano sobre mi hombro con una familiaridad inquietante.
—¡Nada de músicas! —me dijo—. La señora no tiene propicios los nervios, y hay que empezar a respetarle este y otros caprichos.
Yo no comprendía.
—Sí, hombre. Venga usted al casino conmigo y brindaremos a la salud del futuro patroncito.
Nació. Desde mi bufete, entre los gritos de la parturienta, escuché su primer vagido, tan débil. ¡Cómo me palpitaba el corazón! ¡Mi hijo! Porque era mío. ¡No necesitaba ella decírmelo! ¡Mío! ¡Mío! Yo, el solterón solitario, el hombre que no había conocido nunca una familia, a quien nadie dispensaba sus favores sino por dinero, tenía ahora un hijo, ¡y de la mujer amada! ¿Por qué no morí cuando él nacía? Sobre el tapete verde de mi escritorio rompí a sollozar tan fuerte, que la pantalla de la lámpara vibraba y alguien que vino a consultarme algo se retiró en puntillas.
Sólo un mes después fui llevado a presencia del heredero. Le tenía en sus rodillas su madre, convaleciente, y le mecía amorosamente. Me incliné, conmovido hasta la angustia, y, temblando, con la punta de los dedos alcé la gasa que lo cubría y pude verle; hubiese querido gritar: ¡hijo! pero, al levantar los ojos, encontré la mirada de Clara, tranquila, casi irónica.
“¡Cuidado!” —me advertía.
Y en voz alta:
—No le vaya usted a despertar.
Su marido, que me acompañaba, la besó tras de la oreja delicadamente.
—Mucho has debido sufrir, ¡mi pobre enferma!
—¡No lo sabes bien! —repuso ella—; mas, ¡qué importa si te hice feliz!
Y ya sin descanso, estuve sometido a la horrible expiación de que aquel hombre llamase “su” hijo al mío, a “mi” hijo. ¡Imbécil! Tentado estuve entre mil veces de gritarle la verdad, de hacerle reconocer mi superioridad sobre él, tan orgulloso y confiado; pero, ¿y las consecuencias, sobre todo para el inocente? Callé, y en silencio me dediqué a amar con todas las fuerzas de mi alma a aquella criatura, mi carne y mi sangre, que aprendería a llamar padre a un extraño.
Entretanto, la conducta de Clara se hacía cada vez más oscura. Las sesiones musicales, para qué decirlo, no volvieron a verificarse, y, con cualquier pretexto, ni siquiera me recibió en su casa las veces que fui.
Parecía obedecer a una resolución inquebrantable y hube de contentarme con ver a mi hijo cuando la niñera lo paseaba en la plaza. Entonces los dos, el marido y yo, le seguíamos desde la ventana de la oficina, y nuestras miradas, húmedas y gozosas, se encontraban y se entendían.
Pero andando esos tres años memorables, y a medida que el niño iba creciendo, me fue más fácil verlo, pues el amo, cada vez más chocho, lo llevaba al almacén y lo retenía a su lado hasta que venían en su busca.
Y en su busca vino Clara una mañana que yo lo tenía en brazos; nunca he visto arrebato semejante. ¡Como leona que recobra su cachorro! Lo que me dijo más bien me lo escupía al rostro.
—¿Por qué lo besa usted de ese modo? ¿Qué pretende usted, canalla?
A mi entender, ella vivía en la inquietud constante de que el niño se aficionase a mí, o de que yo hablara. A ratos, estos temores sobrepujaban a los otros, y para no exasperarme demasiado, dejaba que se me acercase; pero otras veces lo acaparaba, como si yo pudiese hacerle algún daño.
¡Mujer enigmática! Jamás he comprendido qué fui para ella: ¡capricho, juguete o instrumento!
Así las cosas, de la noche a la mañana llegó un extranjero, y medio día pasamos revisando libros y facturas. A la hora del almuerzo el patrón me comunicó que acababa de firmar una escritura por la cual transfería el almacén; que estaba harto de negocios y de vida provinciana, y probablemente volvería con su familia a la capital.
¿Para qué narrar las dolorosísimas presiones de esos últimos días de mi vida? Harán por enero veinte años y todavía me trastorna recordarlos. ¡Dios mío! ¡Se iba cuanto yo había amado! ¡Un extraño se lo llevaba lejos para gozar de ello en paz! ¡Me despojaba de todo lo mío! Ante esa idea tuve en los labios la confesión del adulterio. ¡Oh! ¡Destruir siquiera aquella feliz ignorancia en que viviría y moriría el ladrón! ¡Dios me perdone!
Se fueron. La última noche, por un capricho final, aquella que mató mi vida, pero que también le dio por un momento una intensidad a que yo no tenía derecho, aquella mujer me hizo tocarle las tres piezas favoritas, y al concluir, me premió permitiéndome que besara a mi hijo. Si la sugestión existe, en su alma debe de haber conservado la huella de aquel beso.
¡Se fueron! Ya en la estacioncita, donde acudí a despedirlos, él me entregó un pequeño paquete, diciendo que la noche anterior se le había olvidado.
—Un recuerdo —me repitió— para que piense en nosotros.
—¿Dónde les escribo? —grité cuando ya el tren se ponía en movimiento, y él, desde la plataforma del tren:
—No sé. ¡Mandaremos la dirección!
Parecía una consigna de reserva. En la ventanilla vi a mi hijo, con la nariz aplastada contra el cristal. Detrás, su madre, de pie, grave, la vista perdida en el vacío.
Me volví al almacén, que continuaba bajo la razón social, sin ningún cambio aparente, y oculté el paquete, pero no lo abrí hasta la noche, en mi cuarto solitario.
Era una fotografía.
La misma que hoy me acompaña; un retrato de Clara con su hijo en el regazo, apretado contra su seno, como para ocultarlo o defenderlo.
¡Y tan bien lo ha secuestrado a mi ternura, que en veinte años, ni una sola vez he sabido de él; y probablemente no volveré a verlo en este mundo de Dios! Si vive debe ser un hombre ya. ¿Es feliz? Tal vez a mi lado su porvenir habría sido estrecho. Se llama Pedro... Pedro y el apellido del otro.
Cada noche tomo el retrato, lo beso, y en el reverso leo la dedicatoria que escribieron por el niño.
“Pedro, a su amigo Borja.”
—¡Su amigo Borja!... ¡Pedro se irá de la vida sin saber que haya existido tal amigo!


[1] Autor de una serie de libros que establecen normas de conducta para tener éxito en la vida.

LA COMPUERTA NÚMERO 12 de BALDOMERO LILLO

LA COMPUERTA NÚMERO 12 de BALDOMERO LILLO


Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso, sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro, las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra de las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto. Pasado un minuto, la velocidad disminuye bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería, bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del piquete se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata, cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadota en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
—Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, Y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado a sus juegos infantiles y condenado como tantas infelices criaturas a languidecer miserablemente en las húmedas galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo, que, muy inquieto por aquel examen, fijaba en él una ansiosa mirada:
—¡Hombre!, este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
—Sí, señor.
—Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí, enviarlo a la escuela por algún tiempo.
—Señor —balbuceó la ruda voz del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica—, somos seis en casa y uno solo el que trabaja. Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come, y, como hijo de minero, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz, vencido por aquel mudo ruego, llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyóse un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
—Juan —exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado—, lleva a este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
—He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige de cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles, cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante, y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida, habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos, cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. En balde desde el amanecer hasta la noche, durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí, en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la veta. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo, arrimado a la pared, había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaron confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años, acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la oscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos, tal vez en la contemplación de un panorama imaginario, que, como el miraje desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro, sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que ahogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos. Los dos hombres y el niño, después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre, de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron, por fin, delante de la compuerta número doce.
—Aquí es —dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en la roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre, que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol, y aunque su inexperto corazoncillo no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza. Una luz brilló a lo lejos de la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
—¡Es la corrida! —exclamaron a un tiempo los dos hombres.
—Pronto, Pablo —dijo el viejo—; a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño, con los puños apretados, apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba, que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo: que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena, regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente, y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un “¡Vamos!” quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían y el “¡Vamos, padre!”, brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero, pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él, se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido y, como eslabones nuevos, que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo, los hijos sucedían a los padres y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marea viviente no se interrumpía jamás. Los pequeñuelos, respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán, el viejo desenrrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte, y a pesar de la resistencia y súplicas del niño, lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura, medio muerta de terror, lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia y hubo que emplear la violencia para arrancarle de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba, tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante y escuchó una vocecilla tenue como un soplo, que clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia: “¡Madre! ¡Madre!”
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido y no se detuvo sino cuando se halló delante de la veta, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira, y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándola con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.

LOS AMORES DE BENTOS SAGRERA DE JAVIER DE VIANA

LOS AMORES DE BENTOS SAGRERA de JAVIER DE VIANA
[1868-1926]


Cuando Bentos Sagrera oyó ladrar los perros, dejó el mate en el suelo, apoyando la bombilla en el asa de la caldera, se puso de pie y salió del comedor apurando el paso para ver quién se acercaba y tomar prontamente providencia.
Era la tarde, estaba oscureciendo y un gran viento soplaba del Este arrastrando grandes nubes negras y pesadas, que amenazaban tormenta. Quien a esas horas y con ese tiempo llegara a la estancia, indudablemente llevaría ánimo de pernoctar, cosa que Bentos Sagrera no permitía sino a determinadas personas de su íntima relación. Por eso se apuraba, a fin de llegar a los galpones antes de que el forastero hubiera aflojado la cincha a su caballo, disponiéndose a desensillar. Su estancia no era posada, ¡canejo! —lo había dicho muchas veces; y el que llegase, que se fuera y buscase fonda, o durmiera en el campo, ¡que al fin y al cabo dormían en el campo animales suyos de más valor que la mayoría de los desocupados harapientos que solían caer por allí demandando albergue!
En muchas ocasiones habíase visto en apuros, porque sus peones, más bondadosos —¡claro, como no era de sus cueros que habían de salir los maneadores!—, permitían a algunos desensillar; y luego era ya mucho más difícil hacerles seguir la marcha.
La estancia de Sagrera era uno de esos viejos establecimientos de origen brasileño, que abundan en la frontera y que semejan cárceles o fortalezas. Un largo edificio de paredes de piedras y techo de azotea; unos galpones, también de piedra, enfrente, y a los lados un alto muro con sólo una puerta pequeña dando al campo. La cocina, la despensa, el horno, los cuartos de los peones, todo estaba encerrado dentro de la muralla.
El patrón, que era un hombre bajo y grueso, casi cuadrado, cruzó el patio haciendo crujir el balasto bajo sus gruesos pies, calzados con pesadas botas de becerro colorado. Abrió con precaución la puertecilla y asomó su cabeza melenuda para observar al recién llegado, que se debatía entre una majada de perros, los cuales, ladrando enfurecidos, le saltaban al estribo y a las narices y la cola del caballo, haciendo que éste, encabritado, bufara y retrocediera.
—¡Fuera, cachorros! —repitió varias veces el amo, hasta conseguir que los perros se fueran alejando, uno a uno, y ganaran el galpón gruñendo algunos, mientras otros olfateaban aún con desconfianza al caballero que, no del todo tranquilo, titubeaba en desmontar.
—Tiene bien guardada la casa, amigo don Bentos —dijo el recién llegado.
—Unos cachorros criados por divertimiento —contestó el dueño de casa con marcado acento portugués.
Los dos hombres se estrecharon la mano como viejos camaradas; y mientras Sagrera daba órdenes a los peones para que desensillaran y llevaran el caballo al potrero chico, éstos se admiraban de la extraña y poco frecuente amabilidad de su amo.
Una vez en la espaciosa pieza que servía de comedor, el ganadero llamó a un peón y le ordenó que llevara una nueva caldera de agua; y el interrumpido mate amargo continuó.
El forastero, don Brígido Sosa, era un antiguo camarada de Sagrera y, como éste, rico hacendado. Uníalos, mas que la amistad, la mutua conveniencia, los negocios y la recíproca consideración que se merecen hombres de alta significación en una comarca.
El primero poseía cinco suertes de estancia en Mangrullo, y el segundo era dueño de siete en Guasunambí, y pasaban ambos por personalidades importantes y eran respetados, ya que no queridos, en todo el departamento y en muchas leguas más allá de sus fronteras. Sosa era alto y delgado, de fisonomía vulgar, sin expresión, sin movimiento: uno de esos tipos rurales que han nacido para cuidar vacas, amontonar cóndores y comer carne con “fariña”.
Sagrera era más bien bajo, grueso, casi cuadrado, con jamones de cerdo, cuello de toro, brazos cortos, gordos y duros como troncos de coronilla; las manos anchas y velludas, los pies como dos planchas, dos grandes trozos de madera. La cabeza pequeña poblada de abundante cabello negro, con algunas, muy pocas, canas; la frente baja y deprimida, los ojos grandes, muy separados uno de otro, dándole un aspecto de bestia; la nariz larga en forma de pico de águila; la boca grande, con el labio superior pulposo y sensual apareciendo por el montón de barba enmarañada.
Era orgulloso y altanero, avaro y egoísta, y vivía como la mayor parte de sus congéneres, encerrado en su estancia, sin placeres y sin afecciones. Más de cinco años hacía de la muerte de su mujer, y desde entonces él solo llenaba el caserón, en cuyas toscas paredes retumbaban a todas horas sus gritos y sus juramentos. Cuando alguien le insinuaba que debía casarse, sonreía y contestaba que para mujeres le sobraban con las que había en su campo, y que todavía no se olvidaba de los malos ratos que le hizo pasar el “diablo de su compañera”.
Algún peón que lo oía, meneaba la cabeza y se iba murmurando que aquel “diablo de compañera” había sido una santa y que había muerto cansada de recibir puñetazos de su marido, a quien había aportado casi toda la fortuna de que era dueño.
Pero como estas cosas no eran del dominio público y quizás no pasaran de murmuraciones de cocina, el ganadero seguía siendo un respetable señor, muy digno de aprecio, muy rico, y aunque muy bruto y más egoísta, capaz de servir, al ciento por ciento, a algún desgraciado vecino.
Sosa iba a verlo por un negocio, y proponiéndose grandes ganancias, el hacendado de Guasunambí lo agasajaba de todas maneras.
Ofrecióle en la cena puchero con “pirón”, guiso de menudos con “fariña” y un cordero, gordo como un pavo cebado, asado al asador y acompañado de galleta y fariña seca; porque allí la fariña se comía con todo y era el complemento obligado de todos los platos. Y como extraordinario, en honor del huésped, se sirvió una “canjica con leite”, que, según la expresión brasileña, “si é fejon con toucinho é muito bom; ella borra tudo”.
Afuera el viento que venía desde lejos, saltando libre sobre las cuchillas peladas, arremetió con furia contra las macizas poblaciones, y emprendiéndola con los árboles de la huerta inmediata, los cimbró, los zamarreó hasta arrancarles las pocas hojas que les quedaban, y pasó de largo, empujado por nuevas bocanadas que venían del Este, corriendo a todo correr.
Arriba, las nubes se rompían con estruendo y la lluvia latigueaba las paredes del caserón y repiqueteaba furiosamente sobre los techos de cinc de los galpones.
En el comedor, Sagrera, Sosa y Pancho Castro —este último, capataz del primero— estaban de sobremesa, charlando, tomando mate amargo y apurando las copas de caña que el capataz escanciaba sin descanso.
Pancho Castro era un indio viejo, de rostro anguloso y lampiño, y de pequeños ojos turbios semiescondidos entre los arrugados párpados. Era charlatán y amigo de cuentos, de los cuales tenía un repertorio escaso, pero que repetía siempre con distintos detalles.
—¡Qué modo de yober! —dijo—. Esto me hace acordar una ocasión, en la estancia del finao don Felisberto Martínez, en la costa el Tacuarí...
—¡Ya tenemos cuento! —exclamó Sagrera; y el viejo, sin ofenderse por el tono despreciativo del estanciero, continuó muy serio:
—¡Había yobido! ¡Birgen santísima! El campo estaba blanquiando; tuitos los bañaos yenos, tuitos los arroyos campo ajuera, y el Tacuarí hecho un mar...
Se interrumpió para cebar un mate y beber un trago de caña; luego prosiguió:
—Era una noche como ésta; pero entonces mucho más fría y mucho más escura, escurasa: no se bía ni lo que se combersaba. Habíamo andao tuita la nochesita recolutando la majada que se nos augaba por puntas enteras, y así mesmo había quedao el tendal. Estábamo empapaos cuando ganamo la cosina, onde había un juego que era una bendisión ‘e Dios. Dispués que comimo “los” pusimo a amarguiar y a contá cuentos. El biejo Tiburcio... ¡usté se ha de acordá del biejo Tiburcio, aquel indio de Tumpambá, grandote como un rancho y fiero como un susto a tiempo...! ¡Pucha hombre aquel que domaba laindo¡ Sólo una ocasión lo bidé asentar el lomo contra el suelo, y eso jue con un bagual picaso del finao Manduca, que se le antojó galopiar una mañanita que había yobido a lo loco, y jue al ñudo que...
—Bueno, viejo —interrumpió Sosa con marcada impaciencia—, deje corcobiando al bagual picaso y siga su cuento.
—Dejuro nos va a salir con alguno más sabido que el bendito —agregó don Bentos.
—Güeno, si se están riyendo dende ya, no cuento nada —dijo el viejo, atufado.
—¡Pucha con el basilisco! —exclamó el patrón; y luego, sorbiendo media copa de caña, se repatingó en la silla y agregó:
—Puesto que el hombre se ha empacao, yo voy a contar otra historia.
—Vamos a ver esa historia —contestó Sosa; y don Pancho murmuró al mismo tiempo que volvía a llenar las copas:
—¡Bamo a bé¡
El ganadero tosió, apoyó sobre la mesa la mano ancha y velluda como pata de mono, y comenzó así:
—Es un suseso que me ha susedido. Hase de esto lo menos unos catorce o quince años. Me había casao con la finada, y me vine del Chuy a poblar acá, porque estos campos eran de la finada cuasi todos. Durante el primer año yo iba siempre al Chuy pa vigilar mi establecimiento y también pa...
Don Bentos se interrumpió, bebió un poco de caña, y después de sorber el mate que le alcanzaba el capataz, continuó:
—Pa visitar una mujersita que tenía en un rancho de la costa.
—Ya he oído hablar de eso —dijo Sosa—. Era una rubia, una brasilera.
—Justamente, Era la hija de un quintero de Yaguarón. Yo la andube pastoriando mucho tiempo; pero el viejo don Juca, su padre, la cuidaba como caballo parejero y no me daba alse pa nada. Pero la muchacha se había encariñao de adeberas, y tenía motivos, porque yo era un moso que las mandaba arriba y con rollos, y en la cancha que yo pisaba no dilataba en quedar solo.
“El viejo quería casarla con un estopor empleao de la polesía, y como colegí que a pesar de todas las ventajas la carrera se me iba haciendo peluda, y no quería emplear la fuerza —no por nada, sino por no comprometerme—, me puse a cabilar. ¡Qué diablo! Yo tenía fama de artero y ésa era la ocasión de probarlo. Un día que me había ido de visita a casa de mi amigo Monteiro Cardoso, se me ocurrió la jugada. Monteiro estaba bravo porque le habían carniao una vaca.
“—¡Éste no es otro que el viejo Juca! —me dijo.
“El viejo Juca estaba de quintero en la estancia del coronel Fortunato, que lindaba con la de Monteiro, y a éste se le había metido en el mate que el viejo lo robaba. Yo me dije: ‘¡ésta es la mía!’ y contesté en seguida:
“—Mire, amigo, yo creo que ese viejo es muy ladino, y sería bueno hacer un escarmiento.
“Monteiro no deseaba otra cosa, y se quedó loco de contento cuando le prometí yo mismo espiar al quintero y agarrarlo con las manos en el barro.
“Así fue: una noche, acompañado del pardo Anselmo, le matamos una oveja a Monteiro Cardoso y la enterramos entre el maizal del viejo Juca. Al otro día avisé a la polesía: fueron a la güerta y descubrieron el pastel. El viejo gritaba, negaba y amenazaba; pero no hubo tutía: lo maniaron no más y se lo llevaron a la sombra dispués de haberle sobao un poco el lomo con los corbos.”
Sonrió Bentos Sagrera, cruzó la pierna derecha, sosteniendo el pie con ambas manos; tosió fuerte y siguió:
—Pocos días dispués fui a casa de Juca y encontré a la pobre Nemensia hecha un mar de lágrimas, brava contra el bandido de Monteiro Cardoso, que había hecho aquello por embromar a su pobre padre.
“Le dije que había ido para consolarla y garantirle que iba a sacarlo en libertad... siempre que ella se portara bien conmigo. Como a la rubia le gustaba la pierna...”
—Mesmamente como en la historia que yo iba a contá, cuando el finao Tiburcio, el domadó... —dijo el capataz.
—No tardó mucho en abrir la boca pa decir que sí —continuó don Bentos, interrumpiendo al indio—. La llevé al rancho que tenía preparao en la costa, y conversamos, y...
El ganadero cortó su narración para beber de nuevo, y en seguida, guiñando los ojos, arqueando las cejas, continuó contando, con la prolijidad comunicativa del borracho, todos los detalles de aquella noche de placer comprada con infamias de perdulario. Después rió con su risa gruesa y sonora y continua como mugido de toro montaraz.
Una inmensa bocanada de viento entró en el patio, azotó los muros de granito, corrió por toda la muralla alzando a su paso cuanta hoja seca, trozo de papel o chala vieja encontró sobre el pedregullo, y luego de remolinear en giros frenéticos y dando aullidos furiosos, buscando una salida, golpeó varias veces, con rabia, con profundo encono —cual si quisiera protestar contra el lúbrico cinismo del ganadero— la sólida puerta del comedor, detrás de la cual los tres ebrios escuchaban con indiferencia el fragor de la borrasca. Tras unos minutos de descanso, el patrón continuó diciendo:
—Por tres meses la cosa marchó bien, aunque la rubia se enojaba y me acusaba de dilatar la libertad del viejo; pero dispués, cuando lo largaron a éste y se encontró con el nido vacío, se propuso cazar su pájara de cualquier modo y vengarse de mi jugada. Yo lo supe; llevé a Nemensia a otra jaula y esperé. Una noche me agarró de sopetón, cayendo a la estancia cuando menos lo esperaba. El viejo era diablo y asujetador, y como yo, naturalmente, no quería comprometerme, lo hice entretener con un pión y me hice trair un parejero que tenía a galpón, un tubiano...
—Yo lo conocí —interrumpió el capataz—; era una maula.
—¿Qué? —preguntó el ganadero, ofendido.
—Una maula; yo lo bidé cuando dentro en una penca en el Cerro; corrió con cuatro estopores... y comió cola las tresientas baras.
—Por el estado, que era malo.
—Porque era una maula —continuó con insistencia el capataz—; no puede negá el pelo... ¡tubiano!...
—Siga, amigo, el comento, que está lindo —dijo Sosa, para cortar la disputa.
Y don Bentos, mirando con desprecio al indio viejo, prosiguió diciendo:
—Pues ensillé el tubiano, monté, le bajé la bandera y fui a dar al Cerro-Largo, dejando al viejo Juca en la estancia, bravo como toro que se viene sobre el lazo. Dispués me fui pa Montevideo, donde me entretuve unos meses, y di’ay que yo no supe cómo fue que lo achuraron al pobre diablo. Por allá charlaban que habían sido mis muchachos, mandaos por mí; pero esto no es verdá...
Hizo don Bentos una mueca cínica, como para dar a entender que realmente era el asesino del quintero, y siguió, tranquilo, su relato.
—Dispués que pasaron las cosas, todo quedó otra vez tranquilo. Nemensia se olvidó del viejo; yo le hice creer que había mandao decir unos funerales por el ánima del finao, y ella se convensió de que yo no era cumple de nada. Pero, amigo, ¡usté sabe que petiso sin mañas y mujer sin tachas no ha visto nadies tuavía!... La rubia me resultó celosa como tigra resién parida y me traía una vida de perros, jeringando hoy por esto y mañana por aquello.
—Punto por punto como la ñata Gabriela en la rilasión que yo iba a haser —ensartó el indio, dejando caer la cabeza sobre el brazo que apoyaba en la mesa.
Don Bentos aprovechó la interrupción para apurar el vaso de alcohol, y después de limpiarse la boca, continuó, mirando a su amigo:
—¡Pucha si era celosa! Y como dejuro yo le había aflojao manija al prinsipio, estaba consentida a más no poder y de puro quererme empesó a fastidiarme lo mismo que fastidia una bota nueva. Yo tenía, naturalmente, otros gallineros donde cacarear —en el campo no más, aquella hija de don Gumersindo Rivero, y la hija del puestero Soria, el canario Soria, y Rumualda, la mujer del pardo Medina...
—¡Una manadita flor! —exclamó zalameramente el visitante; a lo que Sagrera contestó con un:
—¡Eh! —de profunda satisfacción.
Y reanudó el hilo de su cuento.
—Cuasi no podía ir al rancho: se volvía puro llorar y puro echarme en cara lo que había hecho y lo que no había hecho, y patatrís y patatrás, ¡como si no estuviera mejor conmigo que lo que hubiera estado con el polesía que se iba a acollarar con ella, y como si no estuviera bien paga con haberle dao población y con mandarle la carne de las casas todos los días, y con las lecheras que le había emprestao y los caballos que le había regalao!... ¡No, señor; nada! Que “cualquier día me voy a alsar con el primero que llegue...” Que “el día menos pensao me encontrás augada en la laguna...” Y esta música todas las veces que llegaba y hasta que ponía el pie en el estribo al día siguiente, pa irme. Lo pior era que aquella condenada mujer me había ganao el lao de las casas, y cuando, muy aburrido, le calentaba el lomo, en lugar de enojarse, lloraba y se arrastraba y me abrasaba las rodillas y me acariciaba, lo mismo que mi perro overo Itacuaitiá cuando le doy unos rebencasos. Más le pegaba y más humilde se hasía ella; hasta que al fin me entraba lástima Y la alsaba y la acarisiaba, con lo que ella se ponía loca de contenta. ¡Lo mismo, esatamente lo mismo que Itacuaitiá!... Así las cosas, la mujer tuvo un hijo, y dispués otro, y más dispués otro, como pa aquerensiarme pa toda la vida. Y como ya se me iban poniendo duros los caracuses, me dije: “lo mejor del caso es buscar mujer y casarse, que de ese modo se arregla todo y se acaban las historias”. Cuando Nemensia supo mi intensión, ¡fue cosa bárbara! No había modo de consolarla, y sólo pude conseguir que se sosegase un poco prometiéndole pasar con ella la mayor parte del tiempo. Poco dispués me casé con la finada y nos vinimos a poblar en este campo. Al prinsipio todo iba bien y yo estaba muy contento con la nueva vida. Ocupao en la costrusión de esta casa —que al prinsipio era unos ranchos no más—; entusiasmao con la mujersita nueva, y en fin, olvidado de todo con el siempre estar en las casas, hiso que no me acordara pa nada de la rubia Nemensia, que había tenido cuidao de no mandarme desir nada. Pero al poco tiempo la muy oveja no pudo resistir y me mandó desir con un pión de la estansia que fuera a cumplir mi palabra. Me hise el sonso: no contesté; y a los cuatro días, ya medio me había olvidao de la rubia, cuando resibí una esquela amenasándome con venir y meter un escándalo si no iba a verla. Comprendí que era capas de haserlo, y que si venía y la patrona se enteraba, iba a ser un viva la patria. No tuve más remedio que agachar el lomo y largarme pa el Chuy, donde estuve unos cuantos días. Desde entonces seguí viviendo un poco aquí y un poco allá, hasta que —yo no sé si porque se lo contó algún lengua larga, que nunca falta, o porque mis viajes repetidos le dieron que desconfiar— la patrona se enteró de mis enredos con Nemensia y me armó una que fue como disparada de novillos chúcaros a media noche y sin luna. Si Nemensia era selosa, la otra, ¡ Dios nos asista!... Sermón aquí, responso allá, me tenía más lleno que bañao en invierno y más desasosegao que animal con bichera. Era al ñudo que yo le hisiera comprender que, si no era Nemensia, sería otra cualesquiera, y que no tenía más remedio que seguir sinchando y avenirse con la suerte, porque yo era hombre así y así había de ser. ¡No, señor!... La brasilera había sido de mal andar, y cuando me le iba al humo corcobiaba y me sacudía con lo que encontraba. Una vez cuasi me sume un cuchillo en la pansa porque le di una cachetada. ¡Gracias a la cuerpiada a tiempo, que si no me churrasquea la indina! Felismente esto duró poco tiempo, porque la finada no era como Nemensia, que se contentaba con llorar y amenasarme con tirarse a la laguna: la patrona era mujer de desir y haser las cosas sin pedir opinión a nadies. Si derecho, derecho; si torsido, torsido: ella enderesaba no más y había que darle cancha como a novillo risién capao. Pasó un tiempo sin desírme nada; andubo cabilosa, seria, pero entonces mucho más buena que antes pa conmigo, y como no me chupo el dedo y maliseo las cosas siempre bien, me dije: “la patrona anda por echarme un pial; pero como a matrero y arisco no me ganan ni los baguales que crían cola en los espinillales del Rincón de Ramírez, se va a quedar con la armada en la mano y los rollos en el pescueso”. Encomensé a bicharla, siempre hasiéndome el sorro muerto y como si no desconfiara nada de los preparos que andaba hasiendo. No tardé mucho en colegirle el juego, y... ¡fíjese, amigo Sosa, lo que es el diablo!... ¡me quedé más contento que si hubiera ganao una carrera grande!... ¡Figúrese que la tramoya consistía en haser desapareser a la rubia Nemensia!...
—¿Desapareser, o esconder? —preguntó Sosa, guiñando un ojo y contrayendo la boca con una sonrisa aviesa.
“Y Bentos Sagrera, empleando una mueca muy semejante, respondió en seguida:
—Desapareser o esconder; ya verá.
Después prosiguió:
—Yo, que, como le dije, ya estaba hasta los pelos de la hija de don Juca, vi el modo de que me dejaran el campo libre al mismo tiempo que mi mujer hasía las pases; y la idea me gustó como ternero orejano. Es verdá que sentía un poco, porque era feo haser así esa asión con la pobre rubia; pero, amigo, ¡qué íbamos a haser! A caballo regalao no se le mira el pelo, y como al fin y al cabo yo no era quien pisaba el barro, no era cumple siquiera, me lavé las manos y esperé tranquilamente el resultao. La patrona andaba de conversaciones y más conversaciones con el negro Caracú, un pobre negro muy bruto que había sido esclavo de mi suegro y que le obedesía a la finada lo mismo que un perro. “Bueno —me dije yo—, lo mejor será que me vaya pa Montevideo, así les dejo campo libre, y además, que si acaso resulta algo jediondo no me agarren en la voltiada.” Y así lo hise en seguida. La patrona y Caracú no esperaban otra cosa —continuó el ganadero, después de una pausa que había aprovechado para llenar los vasos y apurar el contenido del suyo—. La misma noche en que bajé a la capital, el negro enderesó pa la estansia del Chuy con la cartilla bien aprendida y dispuesto a cumplirla al pie de la letra porque estos negros son como cusco, y brutasos que no hay que hablar. Caracú no tenía más de veinte años, pero acostumbrao a los lasasos del finao mi suegro, nunca se dio cuenta de lo que era ser libre, y así fue que siguió siendo esclavo y obedesiendo a mi mujer en todo lo que le mandase haser, sin pensar si era malo o si era bueno, ni si le había de perjudicar o le había de favoreser; vamos: que era como mancarrón viejo, que se amolda a todo y no patea nunca. Él tenía la idea, sin duda, de que no era responsable de nada, o de que puesto que la patrona le mandaba haser una cosa, esa cosa debía ser buena y permitida por la autoridá. ¡Era tan bruto el pobre negro Caracú...! ¡La verdá que se presisaba ser más que bárbaro pa practicar lo que practicó el negro! ¡Palabra de honor!, yo no lo creí capás de una barbaridá de esa laya... porque, caramba, ¡aquello fue demasiao, amigo Sosa, fue demasiao!...
El ganadero, que hacía un rato titubeaba, como si un escrúpulo lo invadiera impidiéndole revelar de un golpe el secreto de una infamia muy grande, se detuvo, bruscamente interrumpido por un trueno que reventó formidable, largo, horrendo, como la descarga de una batería poderosa.
El caserón tembló como si hubiera volado una santabárbara en el amplísimo patio; el indio Pancho Castro despertó sobresaltado; el forastero, que de seguro no tenía la conciencia muy limpia, tornóse intensamente pálido; Bentos Sagrera quedóse pensativo, marcado un cierto temor en la faz hirsuta; y, durante varios minutos, los tres hombres permanecieron quietos y callados, con los ojos muy abiertos y el oído muy atento, siguiendo el retumbo decreciente del trueno. El capataz fue el primero en romper el silencio:
—¡Amigo! —dijo—, ¡vaya un rejusilo machaso! ¡Éste, a la fija que ha caído! ¡Quién sabe si mañana no encuentro dijuntiao mi blanco porselana! ¡Porque, amigo, estos animales blancos son perseguido po lo rayo como la gallina po el sorro!...
Y como notara que los dos estancieros continuaban ensimismados, el indio viejo agregó socarronamente:
—¡Nu ‘ay como la caña pa dar coraje a un hombre!
Y con trabajo, porque tenía la cabeza insegura y los brazos sin fuerzas, llenó el vaso y pasó la botella al patrón, quien no desdeñó servirse y servir al huésped. Para la mayoría de los hombres del campo, la caña es un licor maravilloso: además de servir de remedio para todo mal, tiene la cualidad de devolver la alegría siempre y cada vez que se tome.
Así fue que los tertulianos aquellos quedaron contentos: luchando el indio por conservar abiertos los párpados; ansioso Sosa por conocer el desenlace de la comenzada historia, e indeciso Bentos Sagrera entre abordar y no abordar la parte más escabrosa de su relato.
Al fin, cediendo a las instancias de los amigos y a la influencia comunicativa del alcohol, que hace vomitar los secretos más íntimos hasta a los hombres más reservados —las acciones malas como castigo misterioso, y las buenas acciones como si éstas se asfixiaran en la terrible combustión celular—, se resolvió a proseguir, no sin antes haber preguntado a manera de disculpa:
—¿No es verdá que yo no tenía la culpa, que yo no soy responsable del susedido?
Sosa había dicho:
—¡Qué culpa va a tener, amigo!
Y el capataz había agregado, entre varios cabeceos:
—¡Dejuro que no!... ¡dejuro que no!... ¡que no!... ¡que no!... ¡no!... ¡no!...
Con tales aseveraciones, Sagrera se consideró libre de todo remordimiento de conciencia y siguió contando:
—El negro Caracú, como dije, y a quien yo no creía capas de la judiada que hiso, se fue al Chuy dispuesto a llevar a cabo la artería que le había ordenado mi mujer... ¡Qué barbaridá!... ¡Si da frío contarlo!... ¡Yo no sé en lo que estaba pensando la pobresita de la finada!... En fin, que el negro llegó a la estansia y allí se quedó unos días esperando el momento oportuno pa dar el golpe. Hay que desir que era un invierno de lo más frío y de lo más lluvioso que se ha visto. Temporal ahora, y temporal mañana, y deje llover, y cada noche más oscura que cueva de ñacurutú. No se podía cuasi salir al campo y había que dejar augarse las majadas o morirse de frío, porque los hombres andaban entumidos y como baldaos del perra de tiempo aquel. ¡Amigo, ni qué comer había! Carne flaca, pulpa espumosa, carne de perro, de los animales que cueriábamos porque se morían de necesidá. La suerte que yo estaba en Montevideo y allí siempre hay buena comida misturada con yuyos. Bueno: Caracú siguió aguaitando, y cuando le cuadró una noche bien negra, ensilló, disiendo que rumbiaba paca, y salió. En la estansia todos creyeron que el retinto tenía cueva serca y lo dejaron ir sin malisear nada. ¡Qué iban a malisear del pobre Caracú, que era bueno como el pan y manso como vaca tambera! Lo embromaron un poco disiéndole que churrasqueara a gusto y que no tuviera miedo de las perdises, porque como la noche estaba de su mismo color, ellos se entenderían. Sin embargo, uno hiso notar que el moso era prevenido y campero, porque había puesto un maniador en el pescueso del caballo y otro debajo de los cojinillos, como pa atar a soga, bien seguro, en caso de tener que dormir a campo. Dispués lo dejaron marchar sin haber lograo que el retinto cantara nada. Caracú era como bicho pa rumbiar, y así fue que tomó la diresión del rancho de la rubia Nemensia, y al trote y al tranco, fue a dar allá, derechito no más. Un par de cuadras antes de llegar, en un bajito, se apió y manió el caballo. Allí —el negro mismo contó dispués todos, pero todos los detalles—, picó tabaco, sacó fuego en el yesquero, ensendió el sigarro y se puso a pitar tan tranquilo como si en seguida fuese a entrar a bailar a una sala, o pedir la maginaria pa pialar de volcao en la puerta de una manguera. ¡Tenía el alma atravesada aquel picaro!... Luego dispués, al rato de estar pitando en cuclillas, apagó el pucho, lo puso detrás de la oreja, desprendió el maniador del pescueso del caballo, sacó el que llevaba debajo de los cojinillos y se fue caminando a pie, despasito, hasta los ranchos. En las casas no había más perros que un cachorro barsino que el mismo negro se lo había regalao; así fue que cuando éste se asercó, el perro no hiso más que ladrar un poquito y en seguida se sosegó reconosiendo a su amo antiguo. Caracú buscó a tientas la puerta del rancho, la sola puerta que tenía y que miraba pal patio. Cuando la encontró se puso a escuchar; no salía ningún ruido de adentro: las gentes pobres se acuestan temprano, y Nemensia seguro que roncaba a aquellas horas. Dispués con un maniador ató bien fuerte, pero bien fuerte, la puerta contra el horcón, de modo que nadie pudiera abrir de adentro. Yo no sé cómo la ató, pero él mismo cuenta que estaba como pa aguantar la pechada de un novillo. En seguida rodió el rancho, se fue a una ventanita que había del otro lao y hiso la misma operasión. Mientras tanto, adentro, la pobre rubia y sus tres cachorros dormían a pierna suelta, seguramente, y en la confiansa de que a rancho de pobre no se allegan matreros. ¡Y Nemensia, que era dormilona como lagarto y de un sueño más pesao qu’el fierro...! Dispués de toda esta operasión y bien seguro de que no podían salir de adentro, el desalmao del moreno... —¡Párese mentira que haiga hombres capaces de hacer una barbaridá de esa laya...!— Pues el desalmao del moreno, como se lo cuento, amigo Sosa, le prendió fuego al rancho por los cuatro costaos. En seguida que vio que todo estaba prendido y que con la ayuda de un viento fuerte que soplaba, aquello iba a ser como quemasón de campo en verano, sacó el pucho de atrás de la oreja, lo ensendió con un pedaso de paja y se marchó despasito pal bajo, donde había dejao su caballo. Al poquito rato empesó a sentir los gritos tremendos de los desgrasiaos que se estaban achicharrando allá adentro; pero así y todo el negro tuvo alma pa quedarse clavao allí mismo sin tratar de juir! ¡Qué fiera, amigo, qué fiera...! ¡En fin, hay hombres pa todo! Vamos a tomar un trago... ¡ Eh! ¡ Don Pancho!... ¡ Pucha hombre flojo pa chupar!... Pues, como desía, el negro se quedó plantao hasta que vio todo quemao y todo hecho chicharrones. Al otro día mi compá Manuel Felipe salió de mañanita a recorrer el campo, campiando un caballo que se le había estraviao, se allegó por la costa y se quedó pasmao cuando vio el rancho convertido en escombros. Curiosió, se apio, removió los tisones y halló un muchacho hecho carbón, y dispués a Nemensia lo mismo, y no pudo más y se largó a la oficina pa dar cuenta del susedido. El comisario fue a la estansia pa ver si le endilgaban algo, y en cuanto abrió la boca, el negro Caracú dijo:
“—¡Jui yo!
“No lo querían creer de ninguna manera.
“—¡Cómo que fuistes vos! —le contestó el comisario—; ¿te estás riendo de la autoridá, retinto?
“—No, señó, ¡jui yo!
“—¿Por qué?
“—Porque me mandó la patrona.
“—¿Que quemaras el rancho?
“—Sí.
“—¿Con la gente adentro?
“—¡Dejuro!... ¡y pues!
“—¿Y no comprendes que es una barbaridá?
“—La patrona mandó.
“Y no hubo quien lo sacara de ahí.
“—¡La patrona mandó! —desía a toda reflexión del comisario o de los piones—. Así fue que lo maniaron y lo llevaron. Cuando supe la cosa me pasó frío, ¡amigo Sosa!... Pero dispués me quedé contento, porque al fin y al cabo me vi libre de Nemensia y de los resongos de la finada, sin haber intervenido pa nada. ¡Porque yo no intervine pa nada, la verdá, pa nada!”
Así concluyó Bentos Sagrera el relato de sus amores; y luego, golpeándose los muslos con las palmas de las manos:
—¡Eh! ¿Qué tal?... —preguntó.
Don Brígido Sosa permaneció un rato en silencio, mirando al capataz, que roncaba con la cabeza sobre la mesa. Después, de pronto:
—Y el negro —dijo—, ¿qué suerte tuvo?
—Al negro lo afusilaron en Montevideo —contestó tranquilamente el ganadero.
—¿Y la patrona?...
—La patrona anduvo en el enredo, pero se arreglaron las cosas.
—¡Fue suerte!
—Fue. Pero también me costó una ponchada de pesos.
Don Brígido sonrió y dijo zalameramente:
—Lo cual es sacarle un pelo a un conejo.
—¡No tanto, no tanto! —contestó Bentos Sagrera, fingiendo modestia.
Y tornó a golpearse los muslos y a reír con tal estrépito, que dominó los ronquidos de Castro, el silbido del viento y el continuo golpear de la lluvia sobre el techo de cinc del gran galpón de los peones.

9 de septiembre de 2010

LA NOVELA POPULAR

LA NOVELA POPULAR
Principales rasgos de la novela popular
A pesar de las difusas apariencias de muchos de sus productos, la novela popular se adapta a un modelo bas­tante rígido, que ha sido escrupulosamente respetado por los autores y cuyos rasgos más importantes pode­mos sintetizar de la siguiente manera:
Estructura: El esquema estructural básico de la novela se reduce a un nú­mero limitado de funciones y a una combinatoria bastante simple. Un mo­delo ideal -con ligeras variantes, co­mo veremos, en el caso de la novela de aventuras geográficas- puede ser recompuesto en sus líneas generales como sigue:
1) Exposición reivindicatoria o me­morial de la reivindicación: Un ri­co heredero es despojado de sus prerrogativas por un usurpador (Los misterios de Paris) o un ino­cente es injustamente condenado (El Conde de Montecristo).
2) La intervención del héroe reivin­dicador es requerida.
3) El héroe juega: La sucesión de enfrentamientos entre el Héroe y el Malvado constituyen lo esencial de la trama novelesca, según un esque­ma recurrente:
a) Héroe persigue a Malvado pero cae en su poder o es baleado;
b) Héroe prisionero se li­bera o es liberado por sus ayudantes; c) Héroe consigue burlar a Mal­vado, quien a su vez cae prisionero, muere o huye.
4) Reivindicación cumplida.
En este esquema básico encontramos una gran variedad de motivos, que ac­túan como factores desencadenantes o dinamizadores del relato: la madre traidora (por extensión cualquier miembro del círculo inmediato: hijo, esposa, amigo), las ayudas mágicas (los ayudantes del héroe, los recursos de la tecnología y la ciencia), las prue­bas de identidad (retratos, amuletos, cartas, señales corporales), los testi­gos invisibles (que sorprenden conversaciones comprometedoras o pistas ; indispensables para la empresa de rei­vindicación), el cautiverio, las fugas, letcétera.
Protagonistas: Los Héroes y Malva­dos de la novela popular poseen algunas características canónicas, que se reiteran en los distintos ciclos épi­cos. Entre los rasgos tipificadores del Héroe podemos anotar:
1) Soledad: fiel a su origen romántico el Héroe es casi siempre un so­litario segregado del mundo por su nacimiento, por una maldición o por una imposición penitencial ( Rocambole, Dantés, Rodolfo de Gerolstein, el Capitán Nemo). Su em­presa tiene como destinatarios a los causantes de su caída, o bien, en un amplio ademán vindicatorio, a la humanidad en su conjunto.
2) Omnipotencia: El Héroe se ve y es 'visto como una encarnación de la Divinidad o de fuerzas sobre­naturales. Rocambole se siente a sí mismo como "el instrumento elegi­do por Dios", 'y actúa en conse­cuencia.
3) Mutabilidad: gran parte del éxito del Héroe se apoya en su aptitud para transformarse, para cambiar e inclusive para identificarse con sus oponentes. La mayoría de los Hé­roes de la novela popular son eximios en el arte del disfraz, la doble identidad y el desdoblamiento.
Los personajes vicarios comparten cir­cunstancialmente estos rasgos con el Héroe. Los Malvados los poseen tam­bién, aunque en forma más contingente.
Otros aspectos formales: En este plano debemos distinguir dos ras­gos dominantes:
1) Redundancia: El escritor folleti­nesco ignora habitualmente la eco­nomía literaria. El suyo es un pro­ducto recargado de información (inclusive de falsa información), en el que se ignoran la elipsis, la atenuación y el matiz sugeridor. Todos los trucos verbales y toda la retórica de la novela decimon6nica apa­recen aquí recargados y amplificados por un narrador omnisciente, que parece regodearse con este tipo de composición aditiva, con esta indefinida suma de peripecias.
2) Suspenso: El éxito de los autores se funda en gran medida en su habilidad para manjar el suspenso, la suma de acciones truncas en el momento más critico y la develación del misterio interminablemente pos­tergada, como técnica impuesta por la necesidad de fragmentar el relato en un número determinado de "en­tregas" y mantener latente el interés de los lectores.
La critica más irónica ha popularizado la clásica imagen de la heroína al borde del abismo y de la mano del héroe, detenida en su trayecto salvador a lo largo de varios capítulos que contienen digresiones más o menos dilucidadoras, inseparable de la convencional fórmula de "el lector nos dispensará el que abandonemos la de nuestras principales heroínas en tan critica situación, de cuyo desenlace volveremos a ocuparnos más adelante."
Esta frecuente apelación al suspen­so y a los cortes en el desarrollo de una secuencia lineal (perpetrados, como dijimos, en los momentos más intempestivos) tienen una impor­tancia decisiva desde el punto de vista de la estructura del relato y de las relaciones con el lector, a quien se amenaza constantemente con un ilusorio desenlace imprevis­to, ilusorio porque el desdoblamien­to de la cadena causal que plantea transitoriamente el suspenso (sal­varse o perecer) es un típico recurso de la ficción, y porque la misma sustancia del folletín presupone desde el comienzo la salvaci6n de los inocentes y la punición de los malvados
El corte intempestivo puede servir a los fines del relato: a) como pan­talla psicológica al servicio del sus­penso, b) como apertura hacia cier­to tipo de información indispensa­ble para.
explicar un enigma o un punto oscuro de la narraci6n.
Apoteosis de la casualidad. La no­vela popular apela con insistencia a la casualidad. Puede afirmarse que con este recurso se pretende apuntalar las derivaciones imprevisibles de la tra­ma, o más bien aquellos puntos en los cuales la interrogación abierta sólo puede ser resuelta por la mediación de un deus ex machina.

Fuente: Literatura contemporánea
CEAL

4 de septiembre de 2010

La caja de herramientas de Stephen King

La caja de herramientas
Stephen King
Para sacar el máximo partido a la escritura hay que fabricarse una caja de herramientas y luego sacar músculos (ejercitar) para poder llevarla. Quizás, entonces, en lugar de dejar una tarea a medias, se pueda tomar la herramienta indicada y poner manos a la obra de manera inmediata.
La caja de herramientas debería tener tres o cuatro niveles. Supongo que podrían ser cinco o seis, pero llega un punto en que la caja crece demasiado para ser portátil, con lo cual pierde utilidad. La bandeja superior es para las herramientas normales. La más normal es el vocabulario. En este caso puedes aprovechar lo que tengas sin ningún sentimiento de culpa ni de inferioridad. Soy de la opinión de que los defectos al escribir suelen tener sus raíces en el miedo, un miedo que puede ser escaso si sólo se escribe por placer, pero que amenaza con intensificarse en cuanto aparece un plazo de entrega (un trabajo práctico, un informe de investigación). A menudo escribir bien significa desechar el miedo. De cualquier manera, siempre es imprescindible colocar junto a nuestro vocabulario el del diccionario, a fin de consultarlo permanentemente. Los diccionarios no son radiactivos ni su uso provoca ninguna enfermedad conocida.
En la bandeja superior de la caja de herramientas también debe estar la gramática y no me vengas con quejas de que no entiendes de gramática, que nunca la has entendido… El vocabulario, oral o escrito, y el mensaje que se construye con él debe organizarse de acuerdo con unas reglas consensuadas de gramática. Transgredirlas significa romper o dificultar la comunicación. Una gramática defectuosa genera frases defectuosas. Por lo tanto, aquí debemos colocar las normas para ortografía, puntuación (comas, punto, punto seguido, punto y aparte, dos puntos), uso de mayúsculas y minúsculas y cualquier otra variedad de signos convencionales para señalar y diagramar el texto
( paréntesis, comillas, raya de diálogo, signos de interrogación y exclamación).
Levanta la bandeja superior de la caja de herramientas (vocabulario y gramática). La capa de debajo corresponde a los elementos estilísticos. Uno de ellos es el aspecto de los párrafos el cual es casi igual de importante que lo que dicen. En la prosa expositiva los párrafos pueden ser ordenados y hasta conviene que lo sean. El patrón ideal de párrafo expositivo contiene una oración-tema seguida por otras que la explican o amplían. La secuencia “oración-tema más descripción y profundización” le exige al escritor organizar sus ideas, además de protegerlo de divagaciones.
Yo soy del parecer de que la unidad de la escritura es el párrafo, no la oración, porque es desde el párrafo de donde arranca la coherencia y donde las palabras tienen la oportunidad de ser algo más que meras palabras. Puede tener una palabra o durar varias páginas pero para escribir bien, hay que aprender a usarlo bien. El secreto es practicar mucho.
Por otra parte, el estilo que se utiliza para comunicarnos depende de la relación entre los hablantes y de la situación comunicativa. Por ejemplo, el estilo que se usa con un familiar es informal mientras que ante un desconocido se utiliza el formal. También utilizamos diferentes variedades lingüísticas cuando nos comunicamos de modo oral o de modo escrito. En la lengua escrita se utiliza un vocabulario más preciso, oraciones mejor construidas y siempre debemos tener presente que la comunicación, en este caso, es diferida en el tiempo y en el espacio y que, por lo tanto, no estaremos presentes para explicar, ampliar o corregir lo que hayamos escrito.
En la tercer bandeja colocaré mis conocimientos sobre los diferentes tipos de textos que circulan en nuestra sociedad. Si reflexionamos, son infinitos: cartas, textos ficcionales, investigaciones científicas, artículos periodísticos, enciclopedias, textos legislativos, textos publicitarios, recetas de cocina, prospectos médicos, instructivos, reglamentos, etc. Cada uno de estos textos forma lo que se conoce como géneros discursivos e independientemente de su contenido poseen esquemas convencionales que intervienen para que el lector les asigne sentido dado que los reconocen como formas típicas. Al escribir, por lo tanto, paralelamente con el contenido o tema que desarrollaré, debo tomar la decisión sobre el tipo o formato que daré a mi texto.
Para no seguir cargando la caja de herramientas, por ahora la dejaremos así. Porque no se trata de acumular datos o de comprenderlos, sino de desarrollar procesos personales de redacción: aprender a buscar y ordenar ideas, a pensar en la audiencia del texto, a releer, evaluar y revisar lo escrito. También se trata de establecer una relación estimulante y enriquecedora con la escritura: escribir para aprender, sentirse a gusto, sacar provecho de la herramienta que es la letra escrita.

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